martes, 13 de agosto de 2002

Capítulo 9: Fritz tardó dos o tres semanas

hasta llegar al Oeste de Austria. Depués de la ciudad de Linz, comenzaba la zona americana y detrás estaba Baviera. Pero no se fiaba de los americanos. No sabía lo que podía pasar si caía en las manos de ellos. No poseía papeles y estaba convencido de que lo entregarían enseguida a los rusos. Sabía que los americanos tenían grandes problemas con los prisioneros de guerra alemanes. No sabían qué hacer con el gran número de ellos. Sólo los rusos sabían aprovechar este material humano. A Fritz le habían contado verdaderas historias de horror. Los testigos habían visto escenas de desesperación y de suicidio, de aquellos que los americanos entregaban a los rusos. Esto sucedía sobre todo en los casos de los voluntarios rusos, ucranianos o bálticos que habían servido en los diferentes cuerpos del ejército alemán. Ellos sabían, que no podían esperar perdón ni gracia de los vencedores. Les esperaba una muerte segura. Fueron tratados peor que los miembros de la SS, que fueron separados del resto de los prisioneros con un destino desconocido. También Fritz sabía que el hecho de pertenecer a una familia de viejos comunistas sólo podía empeorar su situación. Sería tratado como traidor y no como enemigo. Y los americanos temían a los comunistas tanto o más que a los nazis Fritz tenía que esconderse y esperar mejor momento para cruzar la frontera a Baviera.

No le era difícil encontrar una solución a este problema. Como siempre le asistió la casualidad o la suerte para encontrar trabajo y el pan de cada día. Fritz sabía que solamente en la agricultura había lo que buscaba. Ganar dinero no tenía importancia ninguna en esta situación. Además, con dinero no podía comprarse casi nada. La economía en Europa Central había regresado al estado del trueque primitivo.Esta situación duraba ya varios años y la cartilla de racionamiento introducida por los nazi tardó en desaparecer.
Por eso Fritz se transformó en un trabajador del campo. No era un caso aislado. Había profesores universitarios y escritores que estaban en una situación similar.
La ironía del destino quiso que Fritz se encontrara transformado en criado de un campesino a pocos kilómetros de aquella casa de recreo que su suegro había comprado en los Alpes de Baviera. Él mismo había transformado la casa inmediatamente antes de estallar la guerra.
Ahora se encontraría ocupada por americanos, pensaba y eso era cierto.
Fritz se había fijado en una finca, situada a cierta distancia del pueblo. Se decidió a llamar y preguntó si el campesino tenía trabajo para él.
–¿Sabes reparar aquella bomba?– le preguntó éste y Fritz le contestó:
–Voy a ver.
Se puso a trabajar, y después de la bomba fue el tractor, y luego la máquina trilladora que sólo servía cuando era movida por aquel tractor. Para poner en marcha el tractor y la trilladora se necesitaba gasoil, y gasoil se conseguía solamente a cambio de cigarrillos americanos. Los cigarrillos había que cambiarlos por mantequilla en el mercado negro. Había llegado el invierno, y Fritz era necesario e imprescindible para el campesino Gruber. Por eso no lo echó a la calle, como ameazó varias veces, cuando se levantaba con mal humor. El hijo de Gruber estaba perdido. Probablemente prisionero en Rusia.
–Mi hijo es austriaco, somos austriacos, ¿qué tenemos que ver con los alemanes del Reich?– decía y echaba una mirada de desprecio hacia Fritz que estaba comiendo su sopa, sentado a la otra punta de la mesa.
–Hemos sido las primeros víctimas que han atacado estos nazis alemanes.
–Yo siempre he sido un enemigo de este Hitler– continuaba.
Fritz no decía nada. La ciudad de Braunau donde había nacido Adolf Hitler se encontraba a pocos kilómetros de allí. Unos vecinos habían contado a Fritz que los Gruber eran famliares de la madre de Hitler y que el viejo se había mostrado siempre muy orgulloso de ello en tiempos pasados. Pero esos tiempos habían pasado.
El hijo, que no había servido para nada ni había hecho nada, de pronto volvió hecho coronel, decían.
El trabajo de Fritz era requerido también por estos vecinos. Así que Gruber les prestó a su criado a cambio de regalos para él, pero no para Fritz.
La primavera del año 1946 ofrecía buenas condiciones para la siembra, y después de realizar estos trabajos Fritz decía:
–Yo todavía no tengo noticia de casa. Parece que el correo todavía no funciona.
Hacía tiempo que había intentado comunicarse con su mujer.
–No te vayas de aquí– decía Gruber–¿Qué quieres hacer en Alemania? Es peligroso para ti, ¡espera hasta que tenga noticias de mi hijo!

Pero Fritz se fue y se fue sin despedirse y esta vez no lo sintió.
Al fin, después de un año, dos meses y diez días que había durado su fuga, se encontraba delante de la puerta de la pequeña casa de su hermano Alfred en las cercanías de Frankfurt, en la zona ocupada por los americanos.Cuando su cuñada abrió la puerta le preguntó:
–¿Qué desea usted?
No lo había reconocido.
La alegría del reencuentro fue grande; también para el autor de esta crónica que era un muchacho que entonces había comenzado su primer año de estudios en el Instituto de la cercana ciudad.
Alfred el hortelano, hermano pequeño de Fritz, había sido soldado también: en Italia y en Hungría y había regresado con mucha suerte. Del hermano Kurt, sólo se sabía que había estado en el cuerpo de expedicionarios de Rommel en África.
–¿Qué piensas hacer ahora?– le preguntó su cuñada.
–Hablar con Alfred y veremos– contestó Fritz.

Fritz había llegado, pero todavía no se encontraba en casa. Había sobrevivido como otros miembros de la familia Peter. Su destino y su suerte habían sido excepcionales.

Continuará
friedrichmanfredpeter
agosto de 2002

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