le
aconsejó su compañero.
–Llevo
tres semanas metido en esto, y todavía vivo.–
Estuvieron
echados en el suelo y se arrastraron poco a poco por un claro de un
bosque de pinos y abedules. Avanzaron lentamente, siempre atentos a
posibles minas terrestres. Al mismo tiempo observaron la arboleda de
enfrente. No sabían, si estaban ya bajo la mira de los partisanos.
Así eran llamados. Sabían que estos los estaban esperando.
–Aquí
hay una– dijo Fritz.
La
hierba había comenzado a secarse ya. No hacía mucho que la tierra
había sido movida y habían vuelto a colocar la hierba encima. Con
la bayoneta quitaban la tierra prudentemente. Y ahí estaba, como un
plato de color verdoso, poco apetitoso, una mina rusa. Podría ser
también un ejemplar alemán o inglés. Todos eran parecidos. Su
función primitiva era matar a los hombres o herirlos gravemente.
Fritz
había descendido de la unidad motorizada, que usaba equipo mecánico
pesado, a ser casi un perro. Su destino era olfatear y tentar para
encontrar las minas enemigas, o frecuentemente las propias, para
volverlas a enterrar posteriormente y preparar la muerte de otros.
La ironía del caso era, que acababa de escaparse del mismo destino
sólo unos pasos antes.
Combatir
a los partisanos detrás del frente era temido por todos. Era tarea
para los castigados. Ellos procedían de todas las unidades, de los
artilleros, camioneros, equipos de tanques. En su mayoría eran de la
infantería. Muchos de ellos eran enfermos psíquicos. Los esfuerzos
físicos y psíquicos de la guerra habían anulado su personalidad.
Eran candidatos para una clínica de psiquiatría. En la guerra
contra los partisanos se volvían paranoicos. No aguantaban mucho
tiempo.
El
peligro era universal y presente en todo momento. El avance del
ejército alemán había sido tan rápido, que importantes fuerzas
soviéticas se habían retirado a los bosques y pantanos. Era difícil
penetrar en ellos. Los partisanos, además, conocían el terreno.
Los
mandos superiores de los castigados eran o criminales o paranoicos.
El jefe de la compañía que le había tocado Fritz, era un teniente
que también había sido castigado como todos ellos, por
insubordinación o faltas a la disciplina militar severas. Parecía
todavía un muchacho, pero todos le llamaban “el Viejo“
respetuosamente. Nunca se protegía ni se quedaba atrás en
situaciones de peligro. Usaba una gorra y una bufanda blanca.
Recordaba su imagen la de aquellos tenientes prusianos de la Primera
Guerra, que solían ponerse objetos de uniformes ingleses, como los
indios que se ponían las cabelleras de los vencidos. Velmar, así se
llamaba, llevaba un bastón con la empuñadura de plata. Un dandy,
pensaba Fritz. No era joven, pero lo parecía. Sus facciones
juveniles recordaban el muchacho que había sido, miembro de la
asociación juvenil del Wandervogel. Este movimiento juvenil de
protesta había sido fundado en tiempos del Emperador y difundía un
concepto idealista y romántico con un agresivo tono antiburgués.
Su
himno expresaba este concepto:
“Salgamos
de las ciudades grises,
Al
bosque y campo abierto.“
La
organización fue disuelta y absorbida por la Hitlerjugend: la
organización oficial de la juventud nazi.
–Un
idealista alemán– se decía Fritz.
Velmar
era un idealista. Pero un idealista sin ideales, los había perdido.
Había recorrido el camino desde la iluminación patriótica al
nihilismo. Un camino que había previsto ya Friedrich Nietzsche, el
filósofo renegado del idealismo alemán. Después de unos estudios
no terminados, Velmar había optado por la carrera militar. Fritz lo
observaba: su cara todavía mostraba que había sido miembro de una
reaccionaria asociación estudiantil. Una cicatriz le cruzaba el lado
derecho de la cara, señal de un duelo ritual.
–Tiene
la mirada de mi padre– decía Fritz.
No
importa si eran de izquierdas o de derechas, parecían haber bajado
de una esfera muy lejana.
–El
mismo delirio de omnipotencia– contestaba Fritz a su propia
insinuación:
–¿De
dónde sacarán esta ausencia brillante de realismo?
La
carrera del teniente Velmar había terminado ya. Fritz, sin conocer
las causas, comprendía que estas personas vivían bajo la ley del
fracaso.
–Tienen
que estrellarse contra el mundo real– decía Fritz.
El
teniente Velmar le caía simpático.
–Condenados–
así empezaba Velmar el pequeño discurso–, hacemos aquí una
guerra muy especial.
En
el fondo, contra todos y por nada. La guerra es nuestra. Nadie nos
necesita. No somos necesitados. Cuando caemos, nadie nos hará
honores. Si sobrevivimos, nadie recompensará nuestros dolores.
Nuestros enemigos se entregan por completo, todo o nada. Aunque no
los busquemos, nos van a encontrar. Ese es nuestro destino. Si hay
entre ustedes alguno que piensa que se puede escapar, le puedo
mostrar fotografías de los restos de otros que lo han intentado.
Fritz
recordaba que su padre había dicho que cada tiempo tenía su ley.
Una ley inevitable. Había una para el tiempo de los Junker y otra
para el de los criados. Había una ley de la paz y otra de la guerra.
–Este
es un tiempo del odio, de la destrucción– se decía Fritz.
Cualquier
crimen que se pudiera cometer contra el enemigo parecía
justificado.
–El
odio define nuestras vidas. Tenemos que buscar la eliminación y no
la derrota del adversario– decía Fritz al hombre al lado que
estaba mirando a través del anteojo por si se movía algo en la
arboleda de enfrente:
–¡Deja
de filosofar!– decía–, pronto va comenzar el baile.
Media
hora después todo había terminado.
Esta
vez no habían caido en la trampa que los partisanos les habían
tendido.
–Sí,
esta vez les toca a ellos– dijo el “Viejo“ y mandó que los
partisanos prisioneros excavaran las fosas. Después, bajo unos
abedules se echaron todos a fumar. Alemanes y partisanos que habían
logrado salir de sus cuevas para escapar a los lanzallamas y bombas.
Un soldado alemán repartió cigrarillos para todos.
–¡Arreglad
eso! – ordenó el viejo e hizo señas a tres hombres. Estos se
levantaron, prepararon las metralletas y se dirigieron hacia el grupo
de los prisioneros. Era una guerra sin cuartel.
Fritz
se volvió de espalda. La salva sonaba. .. más fuerte que durante el
combate Era como si tocaran tambores en lugar de las campanas que
anuncian desgracias. Los pájaros se levantaban de los arbustos y se
echaban a volar hacia el cielo. Fritz con la mirada seguía el vuelo
de un halcón que majestuosamente ganaba altura. Entre los
prisioneros había uno que era casi un niño.
Fritz
temblaba y no podía retener la emoción:
–¡Salta,
Walter salta!– balbuceó y detrás de un tronco de árbol vomitaba.
Le
invadía el recuerdo del hermanito herido de muerte durante un juego
infantil y muerto en sus brazos.
–¿Tienes
niños en casa?– preguntaba uno de los compañeros.
–No,
no tengo, ya se me quitará el malestar– contestaba Fritz.
Daban
cacería a las bandas como si fueran manadas de lobos. Frecuentemente
ellos eran cazados también. Cuando en el frente del Este no existían
ni ley ni reglas, en la retaguardia sólo gobernaba la violencia
bárbara y cruel.
–Esta
guerra está perdida ya– dijeron los castigados.
–Cogemos
a uno de ellos, y morimos tres– decía el camarada que se había
hecho amigo de Fritz.
–Esta
vez me tocará a mí– dijo. Y así fue:
Había
topado con un alambre fino que sobresalía entre la hierba provocando
la explosión. Fritz había podido tirarse al suelo, justo a tiempo.
El amigo había recibido toda la carga.
Así
enterraban uno trás otro.
Cuando
encontraban una choza en el bosque, ya no preguntaban ni investigaban
quiénes eran sus habitantes. Tiraban sobre todo lo que se movía.
Iban
retrocediendo cada vez más rápidamente. El “Viejo“ no llevaba
ni casco ni fusil. Tenía una pistola:
–Esta
es para mí– decía.
Su
trato con los castigados era franco y sencillo. El idealismo de su
juventud se había transformado, primero en un nacionalismo casi
religioso y finalmente en nihilismo cínico.
Sobre
el nazismo solamente hablaba con desprecio y asco:
–Toda
esta banda de pequeños burgueses e idiotas que nos han metido en
esta situación dejarán atrás ruinas y desgracia.–
Palabras
francas y abiertas, que se perdían en los bosques de Rusia sin dejar
eco. Tampoco encontraban castigo: ¿quién castigaría a los que ya
estaban castigados?
Y
día tras día, marchaban hacia atrás. A veces tenían difícil
retroceder tan rápido como el frente que se les acercaba.
–Alguna
vez, tendremos que ser nosotros los partisanos– dijo el viejo–.
Ya hemos aprendido como funciona esto.
Lo
decía en serio, porque parecía que no existía para él otra cosa
que la guerra.
Fritz
se acordaba de la canción muy antigua que le había emocionado
siempre:
“Ist
ein Schnitter, der heißt Tod,
Hat
Gewalt vom großen Gott,“
(Hay
un segador llamado la muerte,
tiene
poderes del sumo Dios)
El
batallón de castigados había quedado diezmado quedando un puñado
de hombres.
–¿Fritz?–
le preguntaba el teniente Velmar–, ¿quién de nosotros dos durará
más?
–Usted.
jefe– contestó Fritz–, ud. ha estudiado.
El
“Viejo“ se reía.
Fritz
se acordaba de las palabras aquellas de su padre de que la voluntad
era optimista aunque la razón indicara el pesimismo. Era todo “ojo
y oido“ para captar los peligros escondidos en su alrededor.
Escuchaba el menor ruido y se movía lo menos posible. Se acordaba de
este consejo de su amigo caído. Siempre se decía,
–con
todo lo que ha pasado, no hay que tener miedo. De todas maneras
pertenecemos ya a la muerte–. Musitaba la canción medieval.
Su
voluntad, sin embargo, le prometía la vida. Le pasaban cosas
verdaderamente inverosímiles:
Una
noche había sucedido algo increible. Habían dormido en una casa de
campesinos. La familia de los campesinos estaba dentro con ellos.
Esto ofrecía cierta garantía contra un ataque imprevisto de los
partisanos. A medianoche Fritz se había despertado y lleno de
inquietud salió afuera, cuando una explosión violenta le tiró al
suelo. Los partisanos habían volado la casa colocando en ella una
bomba poderosa. Los que estaban dentro de la casa murieron todos. De
entre ellos la pareja de ancianos rusos que probablemente tenían a
sus hijos o nietos entre los mismos partisanos.
Esta
guerra era así.
Los
sentidos de Fritz se agudizaban. Parece que no solamente disponía de
los cinco, sino de uno más, del sexto sentido que le indicaba los
peligros y le advertía no correr riesgos inútiles.
¿Cuántos
camaradas habían caído a su lado? ¿A cuántos les había quitado
la medalla de metal identificadora para entregársela al jefe.
Este
siempre buscaba la oportunidad de escribir unas líneas a la familia:
–Así
tiene que ser– decía.
La
guerra parecía habérsele reducido a la comunidad de los condenados.
El juramento del Wandervogel de nunca abandonar al compañero
mantenía su vigencia.
Stefan
George era el poeta querido y venerado de esta generación juvenil.
Este poeta dio la fómula poética para el mito:
“ Él
que rodea esta llama, quedará su satélite para siempre.“
La
llama era el símbolo de la autonomía, independencia y fraternidad.
Manifestación de un anarquismo reaccionario, se diría
posteriormente para criticar esta actitud muy difundido entre la
generación de jóvenes alemanes en los años veinte. De forma casi
pervertida se revivían estos ideales entre vivos y muertos en la
lejanía de Rusia. Se transformó en un mito de luchar por las causas
perdidas.
Un
día sucedió lo inevitable: Fritz se acordaría siempre de la
escena. Se vieron metidos en la línea principal de los combates. El
frente había retrocedido rápidamente, abandonando la línea del
Don. Las batallas de Voronez, Orel y sobre todo la tragedia de
Stalingrado habían producido casi la derrota del frente del Sur. Lo
que la propaganda nazi llamaba “rectificar“ la línea de combate,
en realidad era una derrota, el principio del fin para la campaña en
Rusia. El mariscal von Bock tenía que “rectificar“, no tenía
otro remedio.
¿Qué
significaba esto para el grupo de sobrevivientes del batallón de
castigo? ....Antes de poder reaccionar y, de pronto, se vieron
rodeados de soldados soviéticos. La posibilidad de sobrevivir a este
encuentro era muy pequeña, esto lo sabía Fritz. Un silencio
momentáneo rodeó la escena que sólo era iluminada por las llamas
de la casa que el grupo acababa de incendiar, después de tirar
contra todo lo que había dentro.
Después
sonó un sólo tiro: El teniente Velmar se había suicidado. Todos
los demás, el puñado de hombres que quedaba, habían tirado los
fusiles y levantaban los brazos en alto. ¿No habían todos prometido
pegarse un tiro antes de entregarse con vida?
En
contra de lo que Fritz temía, el “Iván“
se portó correctamente. Tal vez, estaba harto de dar tantos tiros de
gracia. Después de quitarles los relojes, les indicaron sentarse
junto a la casa y a esperar. El avance de los rusos continuaba. Unos
de los que estaban reunidos, empezaron a romper papeles, otros se
quedaron dormidos. En algunas caras se notaba una expresión de
alivio y de descanso: ¿habrá pasado la guerra?
Cuando
de pronto, un ruido bien conocido, les devolvía a la realidad; era
el ruido de motores de los tanques. Era el ruido que solía causar el
pánico de la infantería en el Este. Eran tanques alemanes.
Probablemente la casa en llamas les protegió de ser arrollados.
Detrás iba infantería alemana. Y así sucedió, que no había
terminado nada. El oficial alemán escuchó quiénes eran y por qué
estaban allí, y sin pensarlo mucho, decidió integrar a los
sobrevivientes a su reducida unidad carente de resfuerzos.
De
esta manera tan banal, el condenado Friedrich Peter, antiguo pionero
y miembro de un batallón de castigo, se encontraba entre la
infantería de la Wehrmacht. En esa condición Fritz acompañaba el
difícil regreso de la Wehrmacht. Había llegado hasta un lugar tan
avanzado, donde creía ver pronto las torres de Moscú, montado en
una unidad motorizada de los pioneros. A la vuelta le tocaba ir a pie
y en medio de constantes combates. Sin embargo, las circunstancias no
eran muy distintas de las de su estado anterior de castigado:
–Todo
el ejército alemán no es más que una gran compañía de
represaliados– se decía.
Efectivamente,
la columna de infantería se parecía más a las tropas de Napoleón
vencidas en Rusia, que al ejército alemán que había entrado
triunfalmente.
Al
teniente Velmar lo enterraron donde había muerto y colocaron su
bastón sobre el montón de tierra. Fritz le había quitado su chapa
de metal y se la dio al oficial. Fritz se acordaba de la costumbre de
Velmar de escribir a las familias de los caidos. Por eso decidió
escribir unas líneas al padre del teniente muerto. De las
conversaciones con el “Viejo“ sabía que el padre era maestro:
“Su
hijo ha sido un bravo soldado y un buen camarada que respetó a los
soldados que estuvieron bajo su mando. Metido en esta guerra contra
su voluntad, la llevaba como si fuera suya y la perdió.“
Quiso
continuar:
“como
todos nosotros.“
Pero
no lo hizo, sino agregó:
“Está
enterrado en un país que no ha odiado.“
Probablemente
esa noticia nunca llegó a su destinatario. Era posible que el padre
nunca recibiera un informe sobre la muerte del hijo. Sólo dos días
después de estos hechos, cayó el capitán del batallón de
infantería, y todas las placas de metal de los caidos acabaron
siendo enterradas en la fosa común, donde unos campesinos de Ucrania
tiraban a estos “Fritz“,
que habían venido a destrozar su tierra. ¿Sentían lástima ante un
espectáculo así: tantos jóvenes en la flor de su vida?
Más
realista es imaginar que el último gesto no era la oración sino
una maldición. Era el tiempo del odio.
El
frente finalmente volvía a estabilizarse y ello era debido en gran
parte a la experiencia de soldados como Fritz. Una dirección militar
responsable, debía haber aprovechado esta situación para exigir al
gobierno del Reich que buscara una solución política para evitar la
derrota total. Y así también se intentó.
Pero
el gobierno de Hitler se mostraba inflexible y era incapaz de
apartarse de la vía de la locura y de la destrucción.
Fritz
se encontraba metido en una trinchera en Rusia y no se enteraba de la
conspiración de unos altos mandos del ejército contra Hitler. Como
muchos soldados más, le interesaban los elementos clásicos de la
supervivencia: ser invisible para el enemigo, tener los pies
calientes y el estómago lleno. Así le había pasado a su padre, más
de veinte años antes. Pero, la historia no se repetía. Esta vez era
la derrota total, la rendición incondicional. La Primera Guerra
había comenzado tres décadas antes, y la Segunda terminaba
justamente treinta años después. Los historiadores acostumbran cada
vez más a ver esta época como un solo capítulo de la historia
moderna: treinta años, una cifra mágica para los alemanes dentro de
su memoria colectiva.
(Pero,
no es tiempo aquí de reflexiones, Fritz aún tenía la vida.)
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