miércoles, 28 de agosto de 2002

capitulo 2: –¡Fritz, no te muevas !–

le aconsejó su compañero.
–Llevo tres semanas metido en esto, y todavía vivo.–
Estuvieron echados en el suelo y se arrastraron poco a poco por un claro de un bosque de pinos y abedules. Avanzaron lentamente, siempre atentos a posibles minas terrestres. Al mismo tiempo observaron la arboleda de enfrente. No sabían, si estaban ya bajo la mira de los partisanos. Así eran llamados. Sabían que estos los estaban esperando.
–Aquí hay una– dijo Fritz.
La hierba había comenzado a secarse ya. No hacía mucho que la tierra había sido movida y habían vuelto a colocar la hierba encima. Con la bayoneta quitaban la tierra prudentemente. Y ahí estaba, como un plato de color verdoso, poco apetitoso, una mina rusa. Podría ser también un ejemplar alemán o inglés. Todos eran parecidos. Su función primitiva era matar a los hombres o herirlos gravemente.
Fritz había descendido de la unidad motorizada, que usaba equipo mecánico pesado, a ser casi un perro. Su destino era olfatear y tentar para encontrar las minas enemigas, o frecuentemente las propias, para volverlas a enterrar posteriormente y preparar la muerte de otros. La ironía del caso era, que acababa de escaparse del mismo destino sólo unos pasos antes.

Combatir a los partisanos detrás del frente era temido por todos. Era tarea para los castigados. Ellos procedían de todas las unidades, de los artilleros, camioneros, equipos de tanques. En su mayoría eran de la infantería. Muchos de ellos eran enfermos psíquicos. Los esfuerzos físicos y psíquicos de la guerra habían anulado su personalidad. Eran candidatos para una clínica de psiquiatría. En la guerra contra los partisanos se volvían paranoicos. No aguantaban mucho tiempo.
El peligro era universal y presente en todo momento. El avance del ejército alemán había sido tan rápido, que importantes fuerzas soviéticas se habían retirado a los bosques y pantanos. Era difícil penetrar en ellos. Los partisanos, además, conocían el terreno.
Los mandos superiores de los castigados eran o criminales o paranoicos. El jefe de la compañía que le había tocado Fritz, era un teniente que también había sido castigado como todos ellos, por insubordinación o faltas a la disciplina militar severas. Parecía todavía un muchacho, pero todos le llamaban “el Viejo“ respetuosamente. Nunca se protegía ni se quedaba atrás en situaciones de peligro. Usaba una gorra y una bufanda blanca. Recordaba su imagen la de aquellos tenientes prusianos de la Primera Guerra, que solían ponerse objetos de uniformes ingleses, como los indios que se ponían las cabelleras de los vencidos. Velmar, así se llamaba, llevaba un bastón con la empuñadura de plata. Un dandy, pensaba Fritz. No era joven, pero lo parecía. Sus facciones juveniles recordaban el muchacho que había sido, miembro de la asociación juvenil del Wandervogel. Este movimiento juvenil de protesta había sido fundado en tiempos del Emperador y difundía un concepto idealista y romántico con un agresivo tono antiburgués.
Su himno expresaba este concepto:
Salgamos de las ciudades grises,
Al bosque y campo abierto.“
La organización fue disuelta y absorbida por la Hitlerjugend: la organización oficial de la juventud nazi.
–Un idealista alemán– se decía Fritz.
Velmar era un idealista. Pero un idealista sin ideales, los había perdido. Había recorrido el camino desde la iluminación patriótica al nihilismo. Un camino que había previsto ya Friedrich Nietzsche, el filósofo renegado del idealismo alemán. Después de unos estudios no terminados, Velmar había optado por la carrera militar. Fritz lo observaba: su cara todavía mostraba que había sido miembro de una reaccionaria asociación estudiantil. Una cicatriz le cruzaba el lado derecho de la cara, señal de un duelo ritual.
–Tiene la mirada de mi padre– decía Fritz.
No importa si eran de izquierdas o de derechas, parecían haber bajado de una esfera muy lejana.
–El mismo delirio de omnipotencia– contestaba Fritz a su propia insinuación:
–¿De dónde sacarán esta ausencia brillante de realismo?
La carrera del teniente Velmar había terminado ya. Fritz, sin conocer las causas, comprendía que estas personas vivían bajo la ley del fracaso.
–Tienen que estrellarse contra el mundo real– decía Fritz.
El teniente Velmar le caía simpático.

–Condenados– así empezaba Velmar el pequeño discurso–, hacemos aquí una guerra muy especial.
En el fondo, contra todos y por nada. La guerra es nuestra. Nadie nos necesita. No somos necesitados. Cuando caemos, nadie nos hará honores. Si sobrevivimos, nadie recompensará nuestros dolores. Nuestros enemigos se entregan por completo, todo o nada. Aunque no los busquemos, nos van a encontrar. Ese es nuestro destino. Si hay entre ustedes alguno que piensa que se puede escapar, le puedo mostrar fotografías de los restos de otros que lo han intentado.

Fritz recordaba que su padre había dicho que cada tiempo tenía su ley. Una ley inevitable. Había una para el tiempo de los Junker y otra para el de los criados. Había una ley de la paz y otra de la guerra.
–Este es un tiempo del odio, de la destrucción– se decía Fritz.
Cualquier crimen que se pudiera cometer contra el enemigo parecía justificado.

–El odio define nuestras vidas. Tenemos que buscar la eliminación y no la derrota del adversario– decía Fritz al hombre al lado que estaba mirando a través del anteojo por si se movía algo en la arboleda de enfrente:
–¡Deja de filosofar!– decía–, pronto va comenzar el baile.

Media hora después todo había terminado.
Esta vez no habían caido en la trampa que los partisanos les habían tendido.
–Sí, esta vez les toca a ellos– dijo el “Viejo“ y mandó que los partisanos prisioneros excavaran las fosas. Después, bajo unos abedules se echaron todos a fumar. Alemanes y partisanos que habían logrado salir de sus cuevas para escapar a los lanzallamas y bombas. Un soldado alemán repartió cigrarillos para todos.
–¡Arreglad eso! – ordenó el viejo e hizo señas a tres hombres. Estos se levantaron, prepararon las metralletas y se dirigieron hacia el grupo de los prisioneros. Era una guerra sin cuartel.
Fritz se volvió de espalda. La salva sonaba. .. más fuerte que durante el combate Era como si tocaran tambores en lugar de las campanas que anuncian desgracias. Los pájaros se levantaban de los arbustos y se echaban a volar hacia el cielo. Fritz con la mirada seguía el vuelo de un halcón que majestuosamente ganaba altura. Entre los prisioneros había uno que era casi un niño.
Fritz temblaba y no podía retener la emoción:
–¡Salta, Walter salta!– balbuceó y detrás de un tronco de árbol vomitaba.
Le invadía el recuerdo del hermanito herido de muerte durante un juego infantil y muerto en sus brazos.
–¿Tienes niños en casa?– preguntaba uno de los compañeros.
–No, no tengo, ya se me quitará el malestar– contestaba Fritz.

Daban cacería a las bandas como si fueran manadas de lobos. Frecuentemente ellos eran cazados también. Cuando en el frente del Este no existían ni ley ni reglas, en la retaguardia sólo gobernaba la violencia bárbara y cruel.
–Esta guerra está perdida ya– dijeron los castigados.
–Cogemos a uno de ellos, y morimos tres– decía el camarada que se había hecho amigo de Fritz.
–Esta vez me tocará a mí– dijo. Y así fue:
Había topado con un alambre fino que sobresalía entre la hierba provocando la explosión. Fritz había podido tirarse al suelo, justo a tiempo. El amigo había recibido toda la carga.
Así enterraban uno trás otro.
Cuando encontraban una choza en el bosque, ya no preguntaban ni investigaban quiénes eran sus habitantes. Tiraban sobre todo lo que se movía.
Iban retrocediendo cada vez más rápidamente. El “Viejo“ no llevaba ni casco ni fusil. Tenía una pistola:
–Esta es para mí– decía.
Su trato con los castigados era franco y sencillo. El idealismo de su juventud se había transformado, primero en un nacionalismo casi religioso y finalmente en nihilismo cínico.
Sobre el nazismo solamente hablaba con desprecio y asco:
–Toda esta banda de pequeños burgueses e idiotas que nos han metido en esta situación dejarán atrás ruinas y desgracia.–
Palabras francas y abiertas, que se perdían en los bosques de Rusia sin dejar eco. Tampoco encontraban castigo: ¿quién castigaría a los que ya estaban castigados?
Y día tras día, marchaban hacia atrás. A veces tenían difícil retroceder tan rápido como el frente que se les acercaba.
–Alguna vez, tendremos que ser nosotros los partisanos– dijo el viejo–. Ya hemos aprendido como funciona esto.
Lo decía en serio, porque parecía que no existía para él otra cosa que la guerra.
Fritz se acordaba de la canción muy antigua que le había emocionado siempre:
Ist ein Schnitter, der heißt Tod,
Hat Gewalt vom großen Gott,“
(Hay un segador llamado la muerte,
tiene poderes del sumo Dios)
El batallón de castigados había quedado diezmado quedando un puñado de hombres.
–¿Fritz?– le preguntaba el teniente Velmar–, ¿quién de nosotros dos durará más?
–Usted. jefe– contestó Fritz–, ud. ha estudiado.
El “Viejo“ se reía.
Fritz se acordaba de las palabras aquellas de su padre de que la voluntad era optimista aunque la razón indicara el pesimismo. Era todo “ojo y oido“ para captar los peligros escondidos en su alrededor. Escuchaba el menor ruido y se movía lo menos posible. Se acordaba de este consejo de su amigo caído. Siempre se decía,
–con todo lo que ha pasado, no hay que tener miedo. De todas maneras pertenecemos ya a la muerte–. Musitaba la canción medieval.
Su voluntad, sin embargo, le prometía la vida. Le pasaban cosas verdaderamente inverosímiles:
Una noche había sucedido algo increible. Habían dormido en una casa de campesinos. La familia de los campesinos estaba dentro con ellos. Esto ofrecía cierta garantía contra un ataque imprevisto de los partisanos. A medianoche Fritz se había despertado y lleno de inquietud salió afuera, cuando una explosión violenta le tiró al suelo. Los partisanos habían volado la casa colocando en ella una bomba poderosa. Los que estaban dentro de la casa murieron todos. De entre ellos la pareja de ancianos rusos que probablemente tenían a sus hijos o nietos entre los mismos partisanos.
Esta guerra era así.
Los sentidos de Fritz se agudizaban. Parece que no solamente disponía de los cinco, sino de uno más, del sexto sentido que le indicaba los peligros y le advertía no correr riesgos inútiles.
¿Cuántos camaradas habían caído a su lado? ¿A cuántos les había quitado la medalla de metal identificadora para entregársela al jefe.
Este siempre buscaba la oportunidad de escribir unas líneas a la familia:
–Así tiene que ser– decía.
La guerra parecía habérsele reducido a la comunidad de los condenados. El juramento del Wandervogel de nunca abandonar al compañero mantenía su vigencia.
Stefan George era el poeta querido y venerado de esta generación juvenil. Este poeta dio la fómula poética para el mito:
Él que rodea esta llama, quedará su satélite para siempre.“
La llama era el símbolo de la autonomía, independencia y fraternidad. Manifestación de un anarquismo reaccionario, se diría posteriormente para criticar esta actitud muy difundido entre la generación de jóvenes alemanes en los años veinte. De forma casi pervertida se revivían estos ideales entre vivos y muertos en la lejanía de Rusia. Se transformó en un mito de luchar por las causas perdidas.

Un día sucedió lo inevitable: Fritz se acordaría siempre de la escena. Se vieron metidos en la línea principal de los combates. El frente había retrocedido rápidamente, abandonando la línea del Don. Las batallas de Voronez, Orel y sobre todo la tragedia de Stalingrado habían producido casi la derrota del frente del Sur. Lo que la propaganda nazi llamaba “rectificar“ la línea de combate, en realidad era una derrota, el principio del fin para la campaña en Rusia. El mariscal von Bock tenía que “rectificar“, no tenía otro remedio.
¿Qué significaba esto para el grupo de sobrevivientes del batallón de castigo? ....Antes de poder reaccionar y, de pronto, se vieron rodeados de soldados soviéticos. La posibilidad de sobrevivir a este encuentro era muy pequeña, esto lo sabía Fritz. Un silencio momentáneo rodeó la escena que sólo era iluminada por las llamas de la casa que el grupo acababa de incendiar, después de tirar contra todo lo que había dentro.
Después sonó un sólo tiro: El teniente Velmar se había suicidado. Todos los demás, el puñado de hombres que quedaba, habían tirado los fusiles y levantaban los brazos en alto. ¿No habían todos prometido pegarse un tiro antes de entregarse con vida?
En contra de lo que Fritz temía, el “Iván“ se portó correctamente. Tal vez, estaba harto de dar tantos tiros de gracia. Después de quitarles los relojes, les indicaron sentarse junto a la casa y a esperar. El avance de los rusos continuaba. Unos de los que estaban reunidos, empezaron a romper papeles, otros se quedaron dormidos. En algunas caras se notaba una expresión de alivio y de descanso: ¿habrá pasado la guerra?
Cuando de pronto, un ruido bien conocido, les devolvía a la realidad; era el ruido de motores de los tanques. Era el ruido que solía causar el pánico de la infantería en el Este. Eran tanques alemanes. Probablemente la casa en llamas les protegió de ser arrollados. Detrás iba infantería alemana. Y así sucedió, que no había terminado nada. El oficial alemán escuchó quiénes eran y por qué estaban allí, y sin pensarlo mucho, decidió integrar a los sobrevivientes a su reducida unidad carente de resfuerzos.
De esta manera tan banal, el condenado Friedrich Peter, antiguo pionero y miembro de un batallón de castigo, se encontraba entre la infantería de la Wehrmacht. En esa condición Fritz acompañaba el difícil regreso de la Wehrmacht. Había llegado hasta un lugar tan avanzado, donde creía ver pronto las torres de Moscú, montado en una unidad motorizada de los pioneros. A la vuelta le tocaba ir a pie y en medio de constantes combates. Sin embargo, las circunstancias no eran muy distintas de las de su estado anterior de castigado:
–Todo el ejército alemán no es más que una gran compañía de represaliados– se decía.
Efectivamente, la columna de infantería se parecía más a las tropas de Napoleón vencidas en Rusia, que al ejército alemán que había entrado triunfalmente.
Al teniente Velmar lo enterraron donde había muerto y colocaron su bastón sobre el montón de tierra. Fritz le había quitado su chapa de metal y se la dio al oficial. Fritz se acordaba de la costumbre de Velmar de escribir a las familias de los caidos. Por eso decidió escribir unas líneas al padre del teniente muerto. De las conversaciones con el “Viejo“ sabía que el padre era maestro:
“Su hijo ha sido un bravo soldado y un buen camarada que respetó a los soldados que estuvieron bajo su mando. Metido en esta guerra contra su voluntad, la llevaba como si fuera suya y la perdió.“
Quiso continuar:
“como todos nosotros.“
Pero no lo hizo, sino agregó:
“Está enterrado en un país que no ha odiado.“
Probablemente esa noticia nunca llegó a su destinatario. Era posible que el padre nunca recibiera un informe sobre la muerte del hijo. Sólo dos días después de estos hechos, cayó el capitán del batallón de infantería, y todas las placas de metal de los caidos acabaron siendo enterradas en la fosa común, donde unos campesinos de Ucrania tiraban a estos “Fritz“, que habían venido a destrozar su tierra. ¿Sentían lástima ante un espectáculo así: tantos jóvenes en la flor de su vida?
Más realista es imaginar que el último gesto no era la oración sino una maldición. Era el tiempo del odio.
El frente finalmente volvía a estabilizarse y ello era debido en gran parte a la experiencia de soldados como Fritz. Una dirección militar responsable, debía haber aprovechado esta situación para exigir al gobierno del Reich que buscara una solución política para evitar la derrota total. Y así también se intentó.
Pero el gobierno de Hitler se mostraba inflexible y era incapaz de apartarse de la vía de la locura y de la destrucción.
Fritz se encontraba metido en una trinchera en Rusia y no se enteraba de la conspiración de unos altos mandos del ejército contra Hitler. Como muchos soldados más, le interesaban los elementos clásicos de la supervivencia: ser invisible para el enemigo, tener los pies calientes y el estómago lleno. Así le había pasado a su padre, más de veinte años antes. Pero, la historia no se repetía. Esta vez era la derrota total, la rendición incondicional. La Primera Guerra había comenzado tres décadas antes, y la Segunda terminaba justamente treinta años después. Los historiadores acostumbran cada vez más a ver esta época como un solo capítulo de la historia moderna: treinta años, una cifra mágica para los alemanes dentro de su memoria colectiva.
(Pero, no es tiempo aquí de reflexiones, Fritz aún tenía la vida.)

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