viernes, 16 de agosto de 2002

Capítulo 2: –¿Pero Fritz, qué harás ahora, cómo piensas seguir?–

le preguntó su hermano Alfred.
Después de haber intercambiado abrazos, saludos, felicitaciones por haber sobrevivido, pronto volvieron las ocupaciones y las preocupaciones de la vida diaria.
–Fritz, si te quedas aquí con nosotros, tienes que darte de alta en el registro civil. Necesitas una cartilla de racionamiento.–
La familia vivía muy cerca de la capital de Frankfurt. Pero en el campo. Había una huerta y un establo lleno de animales, gallinas y conejos, además de dos cabras. Pero de todo había escasez. La gente de la ciudad pasaba hambre. Las raciones oficiales eran mínimas.
Alfred, el hortelano, no había podido encontrar trabajo en la industria metalúrgica donde había trabajado antes de la guerra.
–Están desmontando todo lo que no han destrozado las bombas. Se lo llevan a Inglaterra– comentó a Fritz.
–Menos mal que tienes un oficio que en tiempos malos siempre alimenta la familia– contestaba Fritz.
–Y tú también. Están removiendo los escombros, Fritz, para tí también hay trabajo.


Muchas ciudades alemanes eran irreconocibles. Los cinturones industriales estaban poco afectados. Fueron los centros urbanos y los barrios populares de viviendas los que habían sido destruidos.
Cerca de 600 000 personas habían muerto bajo bombardeos, que desde el punto de vista militar, habían sido totalmente ineficaces. La población civil dominada por el régimen nazi no se rebelaba asustada y desesperada, como esperaban los estrategas militares anglosajones. Todo lo contrario.Los bombardeos tuvieron un efecto de solidarización con el régimen.

–Si me doy de alta, me mandarán donde los americanos. Yo no tengo papeles; los rusos los tienen, si todavía existen– djo Fritz.
–No te preocupes, los “Amis“ tienen toda la documentación completa de la Wehrmacht. Ellos se enterarán de quién eres y pronto sabrán qué has hecho en la guerra. ¿De qué pueden acusarte? De nada; has sido soldado y además castigado.
Alfred lo tuvo más fácil. Poseía un documento oficial americano que permitía su reingreso en el estado civil. Era uno de los últimos que habían logrado pasarse del frente en el Este desde Hungría a la zona americana. El puente sobre el río Enz en Austria marcaba la frontera entre rusos y americanos.
Alfred, un cabo primera de infantería, era tuerto de ojo izquierdo. Esto no fue debido a una herida de guerra sino a un accidente en la industria metalúrgica donde antes trabajaba. El trabajo de fundición de piezas para la industria militar era muy peligroso. Una explosión le había causado quemaduras en el cuerpo y en la cara. El ojo se perdió y desde entonces llevaba una prótesis.
–¿Y por qué te reclutaron a pesar de este defecto importante?– preguntó Fritz.
–“Porque el Führer necesitaba a todos los hombres.“ Eso me contestaron– decía Alfred.
–¡Mala suerte!– dijo Fritz.
–¡No, buena suerte!
Alfred se había quitado la condecoración militar del uniforme y la había tirado al río. La misma que había obtenido su padre durante la Primera Guerra, quien tampoco la había conservado. Después se había quitado la prótesis del ojo. El sargento americano que controlaba la llegada de los soldados alemanes, lo había mirado con atención, y después de revisar sus documentos, firmó una autorización para que este soldado, que consideraba malherido de guerra, fuera a su casa.
El Führer había necesitado soldados. El ejército americano no necesitaba prisioneros.
Allí había un soldado americano que en medio de la guerra no había perdido el sentimiento de la compasión.
Un poco más tarde llegó la avanzadilla rusa. Estalló el júbilo entre los vencedores y el puente quedó cerrado. Así, Alfred pudo regresar a casa sin haber visto un campo de prisioneros. No había ningún medio de transporte y Alfred había venido caminando desde Austria. Había hecho casi el mismo camino que su hermano un año antes.


–No sé qué hacer– dijo Fritz–. Mi mujer está en Halle. No sé nada de ella. Además, aquello es zona soviética. No tengo más remedio que quedarme por lo pronto. Esperaré más tiempo, a ver si me llegan noticias. También he escrito a nuestro padre. Yo creo que él me podría ayudar a regresar a mi casa, si es que todavía existe.–
La situación era difícil para la familia de Alfred. La casa estaba abarrotada de gente. Había también una familia fugitiva de Frankfurt, que lo había perdido todo. Al mismo tiempo comenzaron a llegar los fugitivos y expulsados de las provincias alemanas orientales. Cerca de 14 millones de personas llegaron en busca de un techo y de comida. Todos ellos tuvieron que ser repartidos entre las zonas americana e inglesa. Pues los franceses se negaban a abrir las fronteras de su zona.
Los vencedores en esta primera fase de la ocupación, se dedicaban a desmontar lo que de la industria alemana había quedado. Pronto se vio que esta política de venganza y humillación no era practicable porque así no se podía construir un buen futuro para Europa.
Pero la razón fundamental para este cambio fue el comienzo de la discordia entre los vencedores, entre el Este y el Oeste. La Guerra Fría había comenzado y para los alemanes esto significaba una nueva oportunidad.
Los vencedores comenzaron a preocuparse por la suerte de los alemanes. Ahora era reducido su número, su territorio y eliminado su poder. Sin embargo, comenzaba a crecer su importancia. Eran necesitados, tanto por unos como por los otros.
¿Cuáles eran las consecuencias?
En las zonas americana y británica pronto cambió el ambiente general. Se aceleraron los procesos contra antiguos miembros del partido nazi y de sus difrentes organizaciones para liquidar pronto este capítulo. Muchos se escaparon de la justicia. Y lo que era peor: no se había iniciado siquiera el proceso de autodepuración. Las fuerzas de la democracia alemana habrían sido el elemento idóneo para juzgar a los nazis.
Pero, al encargarse los vencedores de esto, surgió la impresión de que se trataba de la justicia de vencedores contra vencidos y aumentaron las dudas acerca de la independencia e imparcialidad de esta justicia. Además:
¿No habían sido amnistiados y rescatados de toda persecución aquellas personas, que por una u otra causa podían servir a los intereses del respectivo vencedor?
Así habían actuado las autoridades en todas las zonas. Había múltiples razones para hacerlo:
la falta de personal administrativo y técnico que estuviera limpio de antecedentes nazis;
la experiencia de ciertos individuos en el conocimiento y en el espionaje del poder rival.
Así, americanos y soviéticos hicieron uso de técnicos, científicos, servicios secretos y otros especialistas de manera general. Llegaron inclusive a quitarselos unos a otros cuando se trataba de un especialista en armamento.
La política de la ocupación cambió. En zonas occidentales y densamente pobladas pronto se comprendió que desmontar y llevarse las instalaciones viejas de las fábricas y buscar materias primas en un país donde no las había, era poco rentable. Tampoco se podía dejar morir de hambre a la mitad de la población en el centro de Europa.

Todo esto sucedía, mientras en el pequeño pueblo cerca de Frankfurt, la familia Peter luchaba por sobrevivir. Fritz trabajaba todo lo que podía, ayudando a su hermano y partiendo la leña, que entre todos habían buscado o robado en los bosquecillos cercanos. Había que estar preparado para el próximo invierno, y carbón no había, ni se podía comprar.
Fritz vivía a la espera de noticias de su mujer y de su padre.


–Aquí tienes la carta, tío Fritz– pudo decirle un día el autor de este texto.
Había esperado que pasara la repartidora del correo.
– El abuelo te ha escrito–. Fue un evento extraordinario. Una señal de un paso más hacia la normalización.
Todos se reunieron:
–¿Qué dice, qué dice?– preguntaban.

El viejo había escrito una larga carta. Con gran emoción los abuelos habían recibido la noticia, de que su hijo había podido regresar sano y salvo y de que Alfred también se encontrara bien. La madre había estado esperando noticias todos los días, y cuando finalmente llegó la carta con la dirección donde vivía Alfred, temieron que fuera una mala noticia. Pero ahora iría todo bien. Lo principal sería que regresara lo más pronto posible.
Fritz había preguntado, si había algún riesgo para él. Le había contado que se había fugado del transporte de prisioneros a Rusia.
El padre le contestó que ahora él era el alcalde del pueblo. Decía que había ido a Halle para presentar personalmente este caso al comandante soviético de la región y este le garantizaba, que Fritz podía estar seguro y que no tenía nada que temer. Al contrario, personas como Fritz eran muy necesarias ahora para reconstruir el país, y poner los fundamentos de una sociedad socialista. El pueblo de Mühlbeck no había recibido daño en la guerra. Pero Bitterfeld y Halle parecían un campo de ruinas.
“La lucha contra el Fascismo no ha terminado“ escribía el padre. Era la primera vez que Fritz se encontraba con este término. Siempre se había hablado del régimen Nazi y del Nazismo.
Ahora el padre escribía que las “fuerzas antifascistas“ de la sociedad eran llamadas a colaborar para que Alemania en el futuro fuera distinta.
A pesar de la edad que tenía, se sentía joven y dispuesto a la lucha. En la pared del ayuntamiento de Mühlbeck se podía leer ahora:

“¡Nieder mit dem Hitler-Faschismus, für eine echte Demokratie in ganz Deutschland!“
(El Nazismo ahora se llamaba Hitler-Faschismus, la Democracia se llamaba verdadera o auténtica y Alemania se llamaba toda Alemania.)

Desde el punto de vista de los Aliados Occidentales, la Democracia Parlamentaria significaba un valor irrenunciable, un principio, un método y un fin. Era el Alfa y el Omega de toda política. Fascismo era un término que caracterizaba el estado autoritario y antidemocrático italiano. Había sido Musolini quien lo había usado. Para describir el régimen de Franco habría que hacer profundas modificaciones y para tratar el nazismo alemán el término sencillamente era inútil. Si eran comunes ciertas raíces socioeconómicas, las sociopsicológicas no lo eran. Existían relaciones especiales entre los gobiernos de estos estados. Pero los movimientos populares, las bases, no se relacionaban porque no se entendían. Los encuentros escasos presentaron escenarios de diálogos entre sordos. Ejemplos: Franco - Hitler - Musolini.
El nazismo era una cosa distinta del fascismo italiano y del autoritarismo español. La llegada del nazismo al poder se caracterizó como “Revolución Nacional“. Y desde este punto de vista, es innegable que los regímenes que más se parecían eran el comunismo estalinista y el nazismo alemán, tanto en sus principios como en sus métodos. Detrás de su pompa autoritaria, justificada con sofismas, se encontraba el vacío. Un poderío similar a un castillo de naipes.
Ninguno de los que estaban presentes que oyeron a Fritz leer la carta, se había dado cuenta de que el viejo Peter había usado la nueva terminología que convenía a la política de la Unión Soviética.
Para luchar contra el fascismo podían colaborar nazis arrepentidos, porque no eran fascistas, y la verdadera democracia admitía muy bien el control de votos y el ejercicio de métodos de represión contra aquellos que no fueran considerados auténticos y verdaderos demócratas. El término de Alemania toda o entera, encerraba el mensaje de que lo que se hacía en la zona soviética, sería el modelo y el camino a seguir para el resto del país.

Sin embargo, Fritz estaba feliz y contento. Lo que había querido saber, esto precisamente contenía la carta:
–Puedo volver y trabajar y hacer lo que siempre he hecho– gritaba levantando el puño.
Aún tenía más motivo por estar feliz: el viejo decía que había buscado a Kaethe y que se había enterado de que ella vivía, aunque no supiera decirle dónde, porque la casa y la empresa, por culpa de los bombardeos masificados sobre Halle, habían dejado de existir. La gente le había dicho que se había quedado a vivir con unos familiares.
La carta contenía por último un documento en letras cirílicas firmado por el comandante soviético de Halle.
–Un salvoconducto– decía Fritz–. Ahora puedo irme tranquilamente. Voy a preparar la mochila.
Se dirigía a su cuñada. Necesitaba provisiones para el viaje. Los trenes no iban regularmente y este trayecto lo tendría que hacer en parte a pie también.
El viejo terminaba la carta diciendo:
“La pequeña “República del Río Mulde“ que habíamos fundado en 1919 ahora se ha hecho realidad. ¡Regresa, hijo. Te lo piden tus padres!“

–¡Piensa bien lo que haces!– le advertía Alfred–. A mí esto me parece una aventura. Conocemos a nuestro padre. Es un hombre que se entusiasma y fácilmente pierde las riendas.
Tú has visto la situación en Rusia. A ti no te pueden engañar. El socialismo soviético es para sus funcionarios. ¿Por qué huye el que puede de donde están los rusos?
¿Has pensado en esto? Si aquí en Frankfurt vivimos mal. En Halle será mucho peor.

Fritz se quedó pensativo. A pesar de lo incómodos que todos estaban por la acumulación de tantas personas en un espacio pequeño, sentía que el paso que iba a dar, podía ser definitivo e irrevocable.
Un día después llegó la carta de Kaethe:
Era una carta repleta de quejas y lamentaciones. Tanto tiempo que se había tenido que quedar sola sin noticias de él. El padre había muerto y el hermano había sido declarado desaparecido.
Ella vivía con unos familiares, donde no podía quedarse mucho más tiempo. De ninguna manera quería aceptar ayuda de la familia de los Peter. Ya se imaginaba lo bien que estarían ahora en Mühlbeck. En la zona americana tampoco tenía ella ni a nadie ni nada, porque la casa en los Alpes la tenían ocupada los americanos:
“Después de la muerte de Papá, todo está por arreglar, la herencia y todo. Yo sola no puedo. Soy la hija de un burgués, una antigua capitalista. A mí nadie me ayuda aquí.“
Al final de la carta Kaethe no podía retener su ira:
“¿Por qué no has venido directamente a Halle? ¿Qué haces en casa de Alfred?“ escribía.
“Siempre me acuerdo de mi hermano Hans que me decía que el matrimonio contigo sería un fracaso.“
Fritz entendía la amargura y la ira que su mujer expresaba en la carta. Era su modo de reaccionar ante la catástrofe de su vida. Seguramente había sufrido un ataque de jaqueca después de escribir esto.

Dos días después, una vez que Fritz hubo hecho lo que todos los días hacía, dar de comer a los animales, se dirigió a su cuñada y a su hermano Alfred:
–Yo me voy.
Alfred movió la cabeza. Le dieron dinero que apenas tenía valor, pero sirvió para comprar un billete de tren. No había horarios. Algunas líneas funcionaban, otras no. Llevó la mochila cargada de provisiones y se ponía a caminar hacia el Este, tomando la ruta más antigua del país: la antigua Carretera Número Uno del viejo Sacro Imperio Germánico que iba desde Maguncia junto al río Rhein pasando por Frankfurt y llegando a Leipzig y Dresden.
La carretera al Este parecía que era una sola vía, poblada de innumerables caminantes:
personas cargando maletas y mochilas, mujeres y niños, cochecitos de bebé, tirando o empujando toda clase de carretillas, a veces un carro tirado por un pobre caballo, cargado hasta el tope con todas las clases de enseres domésticos. Parecía que toda una nación estuviera de mudanza al mismo tiempo. Rara vez se veía un hombre de mediana edad. Todos iban en una sola dirección y mientras más lejos mejor, al Oeste, lejos de donde estaban los rusos.
Una procesión de miseria y de desgracia, pensó Fritz caminando contra esta corriente. Muy pocas veces se miraron los caminantes. Nunca se saludaron.
A veces pasaba un convoy militar, camiones de color verde oliva, levantando polvo. La gente volvía las caras y continuaba su camino. El tren, solamente le sirvió durante un trayecto muy corto.
Llegado a Erfurt, una de las pocas ciudades no destruidas por las bombas, escuchó voces y vocablos rusos. Había cruzado una nueva frontera sin haberse dado cuenta. Había trayectos que conocía muy bien. Pues había sido él quien había dirigido los trabajos: excavaciones, fundamentos. Desde lejos observó el cerro donde se encontraba el campo de Buchenwald tan cerca de la que se consideró la capital de la cultura alemana: Weimar que había sido también la sede la la Asamblea Constituyente de la República Alemana. ¿Renacerá y en qué forma será? ¿Cuáles serán los principios básicos constituyentes? -- Preguntas que Fritz y muchos otros se hacían. La masa de la población alemana sintió su vida diaria como una catástrofe y no dedicó tiempo ni esfuerzos a reflexiones filosóficas.
Al pasar por las cercanías de Buchenwald Fritz pensó: “Estos tiempos han pasado“. Pero estuvo equivocado, porque este campo, como otros más, no se encontraba vacío. Estaba lleno de prisioneros bajo la guardia de otros carceleros que supieron servirse bien de la experiencia del pasado.
El “Gulag soviético“ había encontrado instalaciones dejadas por los nazis que servían perfectamente para realizar su proyecto político, la construcción de una sociedad domesticada y organizada al servicio de los intereses de la volundad del vencedor. A los que estorbaron, se les encerraba.
Pero Fritz aún no sabía nada de esto y sólo pensaba que pronto estaría en casa. Mirando hacia la historia, observamos que personajes importantes europeos habían hecho viajes sobre esta misma ruta a pie per pedes apostolorum como Fritz : Erasmo de Rotterdam, por ejemplo, Melanchton y Martín Lutero. La caminata de Fritz se hacía en un entorno que parecía haber regresado cientos de años atrás en la historia. ¿Cuántos pensamientos habrían nacido durante sus caminatas para ser grabados provisionalmente en un pedazo de papel, de pergamino o escritos sobre una tablita de madera?
¿Dónde se habían parado para tomar nota Martin Lutero o Erasmo de Rotterdam?:
¿Bajo aquel roble centenario que con seguridad ya estaba allí cuando ellos pasaron? O sobre aquella piedra alta y cuadrada que les habría servido como escritorio natural. De todos modos, ellos solían escribir de pie y no sentado como los modernos. El caminar despierta el espíritu y remueve los pensamientos.
¿En qué pensaba Fritz durante todo este viaje?
¿Creía todavía en esta utopía de la felicidad de los hombres sobre la tierra, que le había hecho arriesgar su vida cuando era joven?
Algo de esto le había quedado.
¿No le bastaban todavía las aventuras extremas que le habían sucedido?
La idea de acomodarse en un rincón pequeño y construir una felicidad humilde, no iban con su carácter. Su energía vital no se había agotado. Necesitaba vivir, no de la esperanza sino de la voluntad.
“La voluntad siempre es optimista, aunque la razón te diga lo contrario“, decía y “¡Que no hay esperanza. No me lo digan a mi que no la necesito!“
El que necesita la esperanza de que las cosas le salgan bien, para tomar una decisión y actuar, ni se decidirá ni actuará cuando todas las perspectivas le son adversas. Fritz había logrado sobrevivir situaciones extremas por lo que comúnmente se llamaría suerte. Pero no era sólo eso. Había un carácter, una concepción de la vida y en lo más profundo y secretamente guardado una humilde devoción, una confianza existencial en una fuerza que acompaña a los hombres.
Pero también tenía presente el ejemplo de su padre, viejo con pelo blanco y los ojos brillantes. A pesar de su edad y después de haber esperado media vida, nuevamente se disponía a construir esta “República Soviética del Río Mulde“.
Fritz sonreía.
¿Sería posible esta vez?
¿No debería de haberle invadido la duda y el escepticismo? ¿No era su vida un documento manifiesto de las contradicciones de esta creencia? Y él no había sido sólo víctima, sino había participado de modo activo. Si hubiera sido de otra manera, tal vez ya no viviría.
Y la experiencia soviética. ¿Podía negar lo que había visto? Estos resultados desastrosos de una política que se declaraba socialista y comunista. No hacía falta ninguna guerra para destrozar aquel país. El partido comunista solo sin ayuda de nadie lo lograba.
Y ahora, que Alemania se encontraba en el abismo, ¿qué argumento podía justificar que precisamente aquella ideología fuera capaz de sacarla de ahí?
Sin embargo,¿ no sería esta derrota la gran oportunidad para construir un futuro mejor?
La esperanza mesiánica le había acompañado durante la juventud. En el fondo, era un sentimiento religioso. Fritz, sin saberlo, llevaba este evangelio secularizado en su equipaje. Y en contra de las dudas y de la realidad adversa era una fe la que le acompañaba.
“La voluntad es optimista“, decía y pisaba con decisión el camino polvoriento que conducía a nuevas tareas y experiencias.
Se acordaba de algunas canciones de su madre y las cantaba. Los que caminaban en dirección contraria le miraban con extrañeza.
Caminó una semana y media hasta llegar a Mühlbeck. Se le notaba que había venido desde muy lejos, pero no estaba cansado. Era un día brillante de otoño. El paisaje se había vestido de colores de otoño con las hojas amarillas y rojas de los árboles.
“¡Empecemos de nuevo!“ se decía. “Hoy es el primer día.“
Y ya cayó en los brazos de su madre.
–¿Dónde está padre?– preguntó Fritz.
–En el ayuntamiento– le contestaron–, casi nunca está en casa.
En casa estuvieron también su hermana Gertrud con los niños y su esposo Gustav. Gertrud era la única de los hermanos que se había quedado en Mühlbeck. Ellos habían construido una casa de ladrillos detrás de la de los abuelos sobre el mismo solar. Gustav había sido prisionero donde los ingleses y ya había vuelto gordo y fuerte. Gustav hablaba poco. Como interlocutores prefería siempre el ruido de los motores. Era maquinista de la mina de Bitterfeld. Era un hombre práctico, algo limitado de mente, que nunca ponía problemas a nadie. La figura dominante era Gertrud que con su temperamento explosivo aplastaba a todo el mundo. Ella era ambiciosa e insistía cuando creía tener razón hasta la más extrema terquedad. En la sombra del padre se había identificado con el credo comunista tan totalmente que se le podía considerar una creyente. No era fanática. Los fanáticos compensan su inseguridad y falta de confianza en sí mismos. Gertrud se identificaba plenamente con los fines sociales y políticos del Partido. Su modo de ser y de actuar habría servido como modelo de lo que se llama una persona con conciencia de clase. En un plano personal era generosa y amable.

Así, el mismo día de su llegada, Fritz se fue al ayuntamiento. Allí encontró a su padre que no había cambiado tanto: tenía el pelo tan blanco como hacía siete años.
–No te veo tan mal, estás fuerte– dijo el padre después del abrazo.
–La guerra mantiene a los que logran sobrevivir– contestó Fritz.
Ambos rieron a carcajadas.

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