le preguntó su hermano
Alfred.
Después de haber
intercambiado abrazos, saludos, felicitaciones por haber sobrevivido,
pronto volvieron las ocupaciones y las preocupaciones de la vida
diaria.
–Fritz, si te quedas
aquí con nosotros, tienes que darte de alta en el registro civil.
Necesitas una cartilla de racionamiento.–
La familia vivía muy
cerca de la capital de Frankfurt. Pero en el campo. Había una huerta
y un establo lleno de animales, gallinas y conejos, además de dos
cabras. Pero de todo había escasez. La gente de la ciudad pasaba
hambre. Las raciones oficiales eran mínimas.
Alfred, el hortelano, no
había podido encontrar trabajo en la industria metalúrgica donde
había trabajado antes de la guerra.
–Están desmontando todo
lo que no han destrozado las bombas. Se lo llevan a Inglaterra–
comentó a Fritz.
–Menos mal que tienes un
oficio que en tiempos malos siempre alimenta la familia– contestaba
Fritz.
–Y tú también. Están
removiendo los escombros, Fritz, para tí también hay trabajo.
Muchas ciudades alemanes
eran irreconocibles. Los cinturones industriales estaban poco
afectados. Fueron los centros urbanos y los barrios populares de
viviendas los que habían sido destruidos.
Cerca de 600 000 personas
habían muerto bajo bombardeos, que desde el punto de vista militar,
habían sido totalmente ineficaces. La población civil dominada por
el régimen nazi no se rebelaba asustada y desesperada, como
esperaban los estrategas militares anglosajones. Todo lo
contrario.Los bombardeos tuvieron un efecto de solidarización con el
régimen.
–Si me doy de alta, me
mandarán donde los americanos. Yo no tengo papeles; los rusos los
tienen, si todavía existen– djo Fritz.
–No te preocupes, los
“Amis“ tienen toda la documentación completa de la Wehrmacht.
Ellos se enterarán de quién eres y pronto sabrán qué has hecho en
la guerra. ¿De qué pueden acusarte? De nada; has sido soldado y
además castigado.
Alfred lo tuvo más fácil.
Poseía un documento oficial americano que permitía su reingreso en
el estado civil. Era uno de los últimos que habían logrado pasarse
del frente en el Este desde Hungría a la zona americana. El puente
sobre el río Enz en Austria marcaba la frontera entre rusos y
americanos.
Alfred, un cabo primera de
infantería, era tuerto de ojo izquierdo. Esto no fue debido a una
herida de guerra sino a un accidente en la industria metalúrgica
donde antes trabajaba. El trabajo de fundición de piezas para la
industria militar era muy peligroso. Una explosión le había causado
quemaduras en el cuerpo y en la cara. El ojo se perdió y desde
entonces llevaba una prótesis.
–¿Y por qué te
reclutaron a pesar de este defecto importante?– preguntó Fritz.
–“Porque el Führer
necesitaba a todos los hombres.“ Eso me contestaron– decía
Alfred.
–¡Mala suerte!– dijo
Fritz.
–¡No, buena suerte!
Alfred se había quitado
la condecoración militar del uniforme y la había tirado al río. La
misma que había obtenido su padre durante la Primera Guerra, quien
tampoco la había conservado. Después se había quitado la prótesis
del ojo. El sargento americano que controlaba la llegada de los
soldados alemanes, lo había mirado con atención, y después de
revisar sus documentos, firmó una autorización para que este
soldado, que consideraba malherido de guerra, fuera a su casa.
El Führer había
necesitado soldados. El ejército americano no necesitaba
prisioneros.
Allí había un soldado
americano que en medio de la guerra no había perdido el sentimiento
de la compasión.
Un poco más tarde llegó
la avanzadilla rusa. Estalló el júbilo entre los vencedores y el
puente quedó cerrado. Así, Alfred pudo regresar a casa sin haber
visto un campo de prisioneros. No había ningún medio de transporte
y Alfred había venido caminando desde Austria. Había hecho casi el
mismo camino que su hermano un año antes.
–No sé qué hacer–
dijo Fritz–. Mi mujer está en Halle. No sé nada de ella. Además,
aquello es zona soviética. No tengo más remedio que quedarme por lo
pronto. Esperaré más tiempo, a ver si me llegan noticias. También
he escrito a nuestro padre. Yo creo que él me podría ayudar a
regresar a mi casa, si es que todavía existe.–
La situación era difícil
para la familia de Alfred. La casa estaba abarrotada de gente. Había
también una familia fugitiva de Frankfurt, que lo había perdido
todo. Al mismo tiempo comenzaron a llegar los fugitivos y expulsados
de las provincias alemanas orientales. Cerca de 14 millones de
personas llegaron en busca de un techo y de comida. Todos ellos
tuvieron que ser repartidos entre las zonas americana e inglesa. Pues
los franceses se negaban a abrir las fronteras de su zona.
Los vencedores en esta
primera fase de la ocupación, se dedicaban a desmontar lo que de la
industria alemana había quedado. Pronto se vio que esta política de
venganza y humillación no era practicable porque así no se podía
construir un buen futuro para Europa.
Pero la razón fundamental
para este cambio fue el comienzo de la discordia entre los
vencedores, entre el Este y el Oeste. La Guerra Fría había
comenzado y para los alemanes esto significaba una nueva oportunidad.
Los vencedores comenzaron
a preocuparse por la suerte de los alemanes. Ahora era reducido su
número, su territorio y eliminado su poder. Sin embargo, comenzaba a
crecer su importancia. Eran necesitados, tanto por unos como por los
otros.
¿Cuáles eran las
consecuencias?
En las zonas americana y
británica pronto cambió el ambiente general. Se aceleraron los
procesos contra antiguos miembros del partido nazi y de sus
difrentes organizaciones para liquidar pronto este capítulo. Muchos
se escaparon de la justicia. Y lo que era peor: no se había
iniciado siquiera el proceso de autodepuración. Las fuerzas de la
democracia alemana habrían sido el elemento idóneo para juzgar a
los nazis.
Pero, al encargarse los
vencedores de esto, surgió la impresión de que se trataba de la
justicia de vencedores contra vencidos y aumentaron las dudas acerca
de la independencia e imparcialidad de esta justicia. Además:
¿No habían sido
amnistiados y rescatados de toda persecución aquellas personas, que
por una u otra causa podían servir a los intereses del respectivo
vencedor?
Así habían actuado las
autoridades en todas las zonas. Había múltiples razones para
hacerlo:
la falta de personal
administrativo y técnico que estuviera limpio de antecedentes nazis;
la experiencia de ciertos
individuos en el conocimiento y en el espionaje del poder rival.
Así, americanos y
soviéticos hicieron uso de técnicos, científicos, servicios
secretos y otros especialistas de manera general. Llegaron inclusive
a quitarselos unos a otros cuando se trataba de un especialista en
armamento.
La política de la
ocupación cambió. En zonas occidentales y densamente pobladas
pronto se comprendió que desmontar y llevarse las instalaciones
viejas de las fábricas y buscar materias primas en un país donde no
las había, era poco rentable. Tampoco se podía dejar morir de
hambre a la mitad de la población en el centro de Europa.
Todo esto sucedía,
mientras en el pequeño pueblo cerca de Frankfurt, la familia Peter
luchaba por sobrevivir. Fritz trabajaba todo lo que podía, ayudando
a su hermano y partiendo la leña, que entre todos habían buscado o
robado en los bosquecillos cercanos. Había que estar preparado para
el próximo invierno, y carbón no había, ni se podía comprar.
Fritz vivía a la espera
de noticias de su mujer y de su padre.
–Aquí tienes la carta,
tío Fritz– pudo decirle un día el autor de este texto.
Había esperado que pasara
la repartidora del correo.
– El abuelo te ha
escrito–. Fue un evento extraordinario. Una señal de un paso más
hacia la normalización.
Todos se reunieron:
–¿Qué dice, qué
dice?– preguntaban.
El viejo había escrito
una larga carta. Con gran emoción los abuelos habían recibido la
noticia, de que su hijo había podido regresar sano y salvo y de que
Alfred también se encontrara bien. La madre había estado esperando
noticias todos los días, y cuando finalmente llegó la carta con la
dirección donde vivía Alfred, temieron que fuera una mala noticia.
Pero ahora iría todo bien. Lo principal sería que regresara lo más
pronto posible.
Fritz había preguntado,
si había algún riesgo para él. Le había contado que se había
fugado del transporte de prisioneros a Rusia.
El padre le contestó que
ahora él era el alcalde del pueblo. Decía que había ido a Halle
para presentar personalmente este caso al comandante soviético de la
región y este le garantizaba, que Fritz podía estar seguro y que no
tenía nada que temer. Al contrario, personas como Fritz eran muy
necesarias ahora para reconstruir el país, y poner los fundamentos
de una sociedad socialista. El pueblo de Mühlbeck no había recibido
daño en la guerra. Pero Bitterfeld y Halle parecían un campo de
ruinas.
“La lucha contra el
Fascismo no ha terminado“ escribía el padre. Era la primera vez
que Fritz se encontraba con este término. Siempre se había hablado
del régimen Nazi y del Nazismo.
Ahora el padre escribía
que las “fuerzas antifascistas“ de la sociedad eran llamadas a
colaborar para que Alemania en el futuro fuera distinta.
A pesar de la edad que
tenía, se sentía joven y dispuesto a la lucha. En la pared del
ayuntamiento de Mühlbeck se podía leer ahora:
“¡Nieder mit dem
Hitler-Faschismus, für eine echte Demokratie in ganz Deutschland!“
(El Nazismo ahora se
llamaba Hitler-Faschismus, la Democracia se llamaba verdadera o
auténtica y Alemania se llamaba toda Alemania.)
Desde el punto de vista
de los Aliados Occidentales, la Democracia Parlamentaria significaba
un valor irrenunciable, un principio, un método y un fin. Era el
Alfa y el Omega de toda política. Fascismo era un término que
caracterizaba el estado autoritario y antidemocrático italiano.
Había sido Musolini quien lo había usado. Para describir el régimen
de Franco habría que hacer profundas modificaciones y para tratar
el nazismo alemán el término sencillamente era inútil. Si eran
comunes ciertas raíces socioeconómicas, las sociopsicológicas no
lo eran. Existían relaciones especiales entre los gobiernos de estos
estados. Pero los movimientos populares, las bases, no se
relacionaban porque no se entendían. Los encuentros escasos
presentaron escenarios de diálogos entre sordos. Ejemplos: Franco -
Hitler - Musolini.
El nazismo era una cosa
distinta del fascismo italiano y del autoritarismo español. La
llegada del nazismo al poder se caracterizó como “Revolución
Nacional“. Y desde este punto de vista, es innegable que los
regímenes que más se parecían eran el comunismo estalinista y el
nazismo alemán, tanto en sus principios como en sus métodos. Detrás
de su pompa autoritaria, justificada con sofismas, se encontraba el
vacío. Un poderío similar a un castillo de naipes.
Ninguno de los que estaban
presentes que oyeron a Fritz leer la carta, se había dado cuenta de
que el viejo Peter había usado la nueva terminología que convenía
a la política de la Unión Soviética.
Para luchar contra el
fascismo podían colaborar nazis arrepentidos, porque no eran
fascistas, y la verdadera democracia admitía muy bien el control de
votos y el ejercicio de métodos de represión contra aquellos que no
fueran considerados auténticos y verdaderos demócratas. El término
de Alemania toda o entera, encerraba el mensaje de que lo que se
hacía en la zona soviética, sería el modelo y el camino a seguir
para el resto del país.
Sin embargo, Fritz estaba
feliz y contento. Lo que había querido saber, esto precisamente
contenía la carta:
–Puedo volver y trabajar
y hacer lo que siempre he hecho– gritaba levantando el puño.
Aún tenía más motivo
por estar feliz: el viejo decía que había buscado a Kaethe y que se
había enterado de que ella vivía, aunque no supiera decirle dónde,
porque la casa y la empresa, por culpa de los bombardeos masificados
sobre Halle, habían dejado de existir. La gente le había dicho que
se había quedado a vivir con unos familiares.
La carta contenía por
último un documento en letras cirílicas firmado por el comandante
soviético de Halle.
–Un salvoconducto–
decía Fritz–. Ahora puedo irme tranquilamente. Voy a preparar la
mochila.
Se dirigía a su cuñada.
Necesitaba provisiones para el viaje. Los trenes no iban regularmente
y este trayecto lo tendría que hacer en parte a pie también.
El viejo terminaba la
carta diciendo:
“La pequeña “República
del Río Mulde“ que habíamos fundado en 1919 ahora se ha hecho
realidad. ¡Regresa, hijo. Te lo piden tus padres!“
–¡Piensa bien lo que
haces!– le advertía Alfred–. A mí esto me parece una aventura.
Conocemos a nuestro padre. Es un hombre que se entusiasma y
fácilmente pierde las riendas.
Tú has visto la situación
en Rusia. A ti no te pueden engañar. El socialismo soviético es
para sus funcionarios. ¿Por qué huye el que puede de donde están
los rusos?
¿Has pensado en esto? Si
aquí en Frankfurt vivimos mal. En Halle será mucho peor.
Fritz se quedó pensativo.
A pesar de lo incómodos que todos estaban por la acumulación de
tantas personas en un espacio pequeño, sentía que el paso que iba a
dar, podía ser definitivo e irrevocable.
Un día después llegó la
carta de Kaethe:
Era una carta repleta de
quejas y lamentaciones. Tanto tiempo que se había tenido que quedar
sola sin noticias de él. El padre había muerto y el hermano había
sido declarado desaparecido.
Ella vivía con unos
familiares, donde no podía quedarse mucho más tiempo. De ninguna
manera quería aceptar ayuda de la familia de los Peter. Ya se
imaginaba lo bien que estarían ahora en Mühlbeck. En la zona
americana tampoco tenía ella ni a nadie ni nada, porque la casa en
los Alpes la tenían ocupada los americanos:
“Después de la muerte
de Papá, todo está por arreglar, la herencia y todo. Yo sola no
puedo. Soy la hija de un burgués, una antigua capitalista. A mí
nadie me ayuda aquí.“
Al final de la carta
Kaethe no podía retener su ira:
“¿Por qué no has
venido directamente a Halle? ¿Qué haces en casa de Alfred?“
escribía.
“Siempre me acuerdo de
mi hermano Hans que me decía que el matrimonio contigo sería un
fracaso.“
Fritz entendía la
amargura y la ira que su mujer expresaba en la carta. Era su modo de
reaccionar ante la catástrofe de su vida. Seguramente había sufrido
un ataque de jaqueca después de escribir esto.
Dos días después, una
vez que Fritz hubo hecho lo que todos los días hacía, dar de comer
a los animales, se dirigió a su cuñada y a su hermano Alfred:
–Yo me voy.
Alfred movió la cabeza.
Le dieron dinero que apenas tenía valor, pero sirvió para comprar
un billete de tren. No había horarios. Algunas líneas funcionaban,
otras no. Llevó la mochila cargada de provisiones y se ponía a
caminar hacia el Este, tomando la ruta más antigua del país: la
antigua Carretera Número Uno del viejo Sacro Imperio Germánico que
iba desde Maguncia junto al río Rhein pasando por Frankfurt y
llegando a Leipzig y Dresden.
La carretera al Este
parecía que era una sola vía, poblada de innumerables caminantes:
personas cargando maletas
y mochilas, mujeres y niños, cochecitos de bebé, tirando o
empujando toda clase de carretillas, a veces un carro tirado por un
pobre caballo, cargado hasta el tope con todas las clases de enseres
domésticos. Parecía que toda una nación estuviera de mudanza al
mismo tiempo. Rara vez se veía un hombre de mediana edad. Todos iban
en una sola dirección y mientras más lejos mejor, al Oeste, lejos
de donde estaban los rusos.
Una procesión de miseria
y de desgracia, pensó Fritz caminando contra esta corriente. Muy
pocas veces se miraron los caminantes. Nunca se saludaron.
A veces pasaba un convoy
militar, camiones de color verde oliva, levantando polvo. La gente
volvía las caras y continuaba su camino. El tren, solamente le
sirvió durante un trayecto muy corto.
Llegado a Erfurt, una de
las pocas ciudades no destruidas por las bombas, escuchó voces y
vocablos rusos. Había cruzado una nueva frontera sin haberse dado
cuenta. Había trayectos que conocía muy bien. Pues había sido él
quien había dirigido los trabajos: excavaciones, fundamentos. Desde
lejos observó el cerro donde se encontraba el campo de Buchenwald
tan cerca de la que se consideró la capital de la cultura alemana:
Weimar que había sido también la sede la la Asamblea Constituyente
de la República Alemana. ¿Renacerá y en qué forma será? ¿Cuáles
serán los principios básicos constituyentes? -- Preguntas que Fritz
y muchos otros se hacían. La masa de la población alemana sintió
su vida diaria como una catástrofe y no dedicó tiempo ni esfuerzos
a reflexiones filosóficas.
Al pasar por las cercanías
de Buchenwald Fritz pensó: “Estos tiempos han pasado“. Pero
estuvo equivocado, porque este campo, como otros más, no se
encontraba vacío. Estaba lleno de prisioneros bajo la guardia de
otros carceleros que supieron servirse bien de la experiencia del
pasado.
El “Gulag soviético“
había encontrado instalaciones dejadas por los nazis que servían
perfectamente para realizar su proyecto político, la construcción
de una sociedad domesticada y organizada al servicio de los intereses
de la volundad del vencedor. A los que estorbaron, se les encerraba.
Pero Fritz aún no sabía
nada de esto y sólo pensaba que pronto estaría en casa. Mirando
hacia la historia, observamos que personajes importantes europeos
habían hecho viajes sobre esta misma ruta a pie per pedes
apostolorum como Fritz : Erasmo de Rotterdam, por ejemplo, Melanchton
y Martín Lutero. La caminata de Fritz se hacía en un entorno que
parecía haber regresado cientos de años atrás en la historia.
¿Cuántos pensamientos habrían nacido durante sus caminatas para
ser grabados provisionalmente en un pedazo de papel, de pergamino o
escritos sobre una tablita de madera?
¿Dónde se habían parado
para tomar nota Martin Lutero o Erasmo de Rotterdam?:
¿Bajo aquel roble
centenario que con seguridad ya estaba allí cuando ellos pasaron? O
sobre aquella piedra alta y cuadrada que les habría servido como
escritorio natural. De todos modos, ellos solían escribir de pie y
no sentado como los modernos. El caminar despierta el espíritu y
remueve los pensamientos.
¿En qué pensaba Fritz
durante todo este viaje?
¿Creía todavía en esta
utopía de la felicidad de los hombres sobre la tierra, que le había
hecho arriesgar su vida cuando era joven?
Algo de esto le había
quedado.
¿No le bastaban todavía
las aventuras extremas que le habían sucedido?
La idea de acomodarse en
un rincón pequeño y construir una felicidad humilde, no iban con su
carácter. Su energía vital no se había agotado. Necesitaba vivir,
no de la esperanza sino de la voluntad.
“La voluntad siempre es
optimista, aunque la razón te diga lo contrario“, decía y “¡Que
no hay esperanza. No me lo digan a mi que no la necesito!“
El que necesita la
esperanza de que las cosas le salgan bien, para tomar una decisión y
actuar, ni se decidirá ni actuará cuando todas las perspectivas le
son adversas. Fritz había logrado sobrevivir situaciones extremas
por lo que comúnmente se llamaría suerte. Pero no era sólo eso.
Había un carácter, una concepción de la vida y en lo más profundo
y secretamente guardado una humilde devoción, una confianza
existencial en una fuerza que acompaña a los hombres.
Pero también tenía
presente el ejemplo de su padre, viejo con pelo blanco y los ojos
brillantes. A pesar de su edad y después de haber esperado media
vida, nuevamente se disponía a construir esta “República
Soviética del Río Mulde“.
Fritz sonreía.
¿Sería posible esta vez?
¿No debería de haberle
invadido la duda y el escepticismo? ¿No era su vida un documento
manifiesto de las contradicciones de esta creencia? Y él no había
sido sólo víctima, sino había participado de modo activo. Si
hubiera sido de otra manera, tal vez ya no viviría.
Y la experiencia
soviética. ¿Podía negar lo que había visto? Estos resultados
desastrosos de una política que se declaraba socialista y comunista.
No hacía falta ninguna guerra para destrozar aquel país. El partido
comunista solo sin ayuda de nadie lo lograba.
Y ahora, que Alemania se
encontraba en el abismo, ¿qué argumento podía justificar que
precisamente aquella ideología fuera capaz de sacarla de ahí?
Sin embargo,¿ no sería
esta derrota la gran oportunidad para construir un futuro mejor?
La esperanza mesiánica le
había acompañado durante la juventud. En el fondo, era un
sentimiento religioso. Fritz, sin saberlo, llevaba este evangelio
secularizado en su equipaje. Y en contra de las dudas y de la
realidad adversa era una fe la que le acompañaba.
“La voluntad es
optimista“, decía y pisaba con decisión el camino polvoriento que
conducía a nuevas tareas y experiencias.
Se acordaba de algunas
canciones de su madre y las cantaba. Los que caminaban en dirección
contraria le miraban con extrañeza.
Caminó una semana y media
hasta llegar a Mühlbeck. Se le notaba que había venido desde muy
lejos, pero no estaba cansado. Era un día brillante de otoño. El
paisaje se había vestido de colores de otoño con las hojas
amarillas y rojas de los árboles.
“¡Empecemos de nuevo!“
se decía. “Hoy es el primer día.“
Y ya cayó en los brazos
de su madre.
–¿Dónde está padre?–
preguntó Fritz.
–En el ayuntamiento–
le contestaron–, casi nunca está en casa.
En casa estuvieron también
su hermana Gertrud con los niños y su esposo Gustav. Gertrud era la
única de los hermanos que se había quedado en Mühlbeck. Ellos
habían construido una casa de ladrillos detrás de la de los abuelos
sobre el mismo solar. Gustav había sido prisionero donde los
ingleses y ya había vuelto gordo y fuerte. Gustav hablaba poco. Como
interlocutores prefería siempre el ruido de los motores. Era
maquinista de la mina de Bitterfeld. Era un hombre práctico, algo
limitado de mente, que nunca ponía problemas a nadie. La figura
dominante era Gertrud que con su temperamento explosivo aplastaba a
todo el mundo. Ella era ambiciosa e insistía cuando creía tener
razón hasta la más extrema terquedad. En la sombra del padre se
había identificado con el credo comunista tan totalmente que se le
podía considerar una creyente. No era fanática. Los fanáticos
compensan su inseguridad y falta de confianza en sí mismos. Gertrud
se identificaba plenamente con los fines sociales y políticos del
Partido. Su modo de ser y de actuar habría servido como modelo de lo
que se llama una persona con conciencia de clase. En un plano
personal era generosa y amable.
Así, el mismo día de su
llegada, Fritz se fue al ayuntamiento. Allí encontró a su padre que
no había cambiado tanto: tenía el pelo tan blanco como hacía siete
años.
–No te veo tan mal,
estás fuerte– dijo el padre después del abrazo.
–La guerra mantiene a
los que logran sobrevivir– contestó Fritz.
Ambos rieron a carcajadas.
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