lunes, 26 de agosto de 2002

Capítulo 3: –Fritz, esto es increíble–

exclamó su nuevo compañero.
Fritz había compartido con él los elementos imprescindibles: el hoyo cavado en la tierra, la lona contra las lluvias y la ametralladora.
Pasaron verdaderas fortalezas de acero a su lado.
–Son los nuevos tanques Tiger, los que esperábamos.–

La superioridad numérica del enemigo había destrozado una y otra vez las defensas alemanas. Los restos siempre se reagrupaban y encontraban formas nuevas para retener la marea de los tanques T34 soviéticos.
El ejército soviético sufrió un desgaste similar al alemán anteriormente. Pero tenía suficientes reservas para reemplazar estas pérdidas. El precio para derrocar el nazismo alemán fue elevadísimo.

Todo se ha documentado y todo se ha investigado sobre esta guerra. La estadística de los aliados sobre sus propias pérdidas demuestra un hecho insólito: el 60% de los carros de combate se perdió debido a la actividad de la infantería alemana o en otros términos, la capacidad de infligir pérdidas al enemigo de la tropa alemana era 50% superior a la del otro lado. Pero esa estatística no significa nada para los que estaban metidos en ese drama.
Por eso dejemos a un lado la investigación histórica militar y volvamos a la historia de Fritz:
¿Se había preguntado Fritz por qué oponía resistencia al avance soviético? ¿No se daba cuenta que esto prolongaba la existencia del régimen nazi ? ¿Por qué se oponían a aceptar la derrota de Alemania?
Desde el punto de vista histórico se puede contestar fácilmente a estas preguntas:
Habría sido sensato deponer las armas lo más pronto posible. La propaganda soviética no paraba de solicitar a los soldados alemanes que lo hicieran, pero no tuvo éxito. Sin embargo, la ideología nazi no había penetrado tan profundamente en el ejército para explicar este hecho. Romper la lealtad con el propio grupo o con el camarada al lado, con la patria y el juramento representaban el obstáculo más difícil de superar. La gran masa de los soldados no eran tan solidarios con el nazismo como suponían sus vencedores.

Así , Fritz se alegró como todos los otros, cuando aparecieron los carros de combate Tiger alemanes sobre el campo de batalla. Cuando estos cruzaron las frágiles líneas de la infantería fueron vitoreados:
–¡Fantástico, maravilloso!–
Muchos creían que un cambio del destino todavía era posible. El frente se encontraba ahora junto a la frontera oriental del Reich. Era previsible que las cuñas de ataque soviéticas alcanzarían en pocas semanas la capital. La última reserva alemana logró detener el avance de los soviéticos, justo en el momento en el que la oposición militar contra Hitler intentó el golpe de estado, y nuevamente la suerte acompañó al régimen nazi.
El atentado contra Hitler falló, y el ejército no siguió el grupo de los sublevados.
Pero, en pocas semanas, pasó la euforia traida por los nuevos tanques: la avalancha de las tropas soviéticas se abría camino hacia el centro de Europa. Ahora le tocaba sufrir a la población civil alemana lo que pueblos y ciudades en Rusia habían tenido que soportar anteriormente.
La soldadesca rusa llegó con la intención de venganza por lo que habían sufrido y visto en su propio país. Han sido descritas las escenas dantescas a través de miles de testimonios, y Fritz presenció algunas de ellas cuando lograron recuperar un pueblo que había sido tomado por los rusos anteriormente. El nihilismo activo y la perversión moral parecían haberse adueñado de las almas. Volvieron las escenas de pillaje y sadismo, comparable con los eventos de la Guerra de los Treinta Años.
Fritz y otros aguantaron el duro y humillante final, tratando de cubrir la huida de la población civil alemana hacia el Oeste. Esperaban que allí, donde avanzaban americanos e ingleses, su integridad física sería respetada. A última hora, para la defensa de Berlin, aparecían niños soldados para rellenar las filas mermadas de la infantería. Todos ellos habían sido educados bajo los principios nazis en sus colegios. No estaban preparados para enfrentarse a la dureza de esta guerra.
La mayoría sólo había llegado para dejar su vida, a un lado u otro del río Oder. Allí, a sólo 80 km de Berlin, el régimen logró montar su último bastión de defensa.
Allí estaba Fritz. Había sobrevivido a muchas situaciones que podían haberle costado la vida. Era de los pocos que habían participado en la guerra de Rusia desde el primer día y habían sobrevivido hasta casi el final de ella.
El ataque final de los soviéticos se abrió con un golpe de artillería pesada de miles de cañones.
Los testigos hablan de un terremoto que sacudía los fundamentos de lo que había sido Prusia.
Después, miles de tanques avanzaban a través de un paisaje desértico, quemado físicamente.
Parece increíble que para ocupar esta zona devastada, todavía decenas de miles de soldados soviéticos perdían la vida. Los muertos alemanes nunca fueron contados.

Entonces, y en medio de humo, gritos y explosiones, fue sacado el soldado Fritz de su hoyo bajo tierra. Había perdido la audición y la visión. No sabía quién era. Se imaginaba oír una voz que decía:
–Fritz, se acabó, la guerra ha terminado.
Pero, alguien lo apoyaba y lo llevaba. Le parecía que en este momento le invadiera una oración, sin palabras, y ahí estaba su hermanito Walter que decía:
–No se acabó nada, no hay ningún fin, hermano Fritz.
Y le parecía que su abrigo militar se abriera y le levantara sobre el suelo y como un halcón volara entre las nubes.
Y ahora oyó la voz, la voz que decía:
–¡Dawai, dawai!–
Y olió el tabaco ruso que conocía.
Era un soldado ruso, quien le apoyaba y decía:

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