Fritz
continuamente pensaba en esta frase, dicha a su pequeño hermano
Walter hace tantos años para salvarlo.
El
vagón de carga estaba repleto de prisioneros. Unos estaban de pie,
otros acostados o sentados. El tren progresaba muy lentamente. Hacían
el camino de regreso al Este por donde habían venido recientemente.
Años antes, Fritz había ido por la misma ruta en medio de camiones
y carros de combate. Aquella había sido una entrada triunfal. Ahora,
la desesperación se había apoderado de los soldados alemanes
prisioneros. Los restos del que había sido el ejército más potente
de su tiempo, eran transportados como ganado a un lugar desconocido.
El vagón tenía ventanas pequeñas, ventanas que estaban cerradas
con alambres de púa. El camino al Este era penoso y , sobre todo,
lentísimo. Durante su retirada, el ejército alemán había
destruido cuidadosamente las vías. Ahora, otros alemanes,
prisioneros y personas civiles, reclutadas a la fuerza, tenían que
reparar las líneas. Esclavos bajo el látigo de los vencedores.
Los
vagones estaban impregnados de desgracias y pasados horrores. Eran
vagones alemanes que habían servido para la deportación de miles de
personas a los campos de concentración y de exterminio. Sus tablas
de madera laterales parecían recordar esto: Había inscripciones con
lápiz, tiza y rayones hechos con las uñas de la mano. Se podían
leer llamadas de socorro, despedidas y oraciones en todos los idiomas
europeos.
¿Cuántas
veces se habrá acercado este vagón a Auschwitz, su destino final?
Fritz no sabía de esto. Aún no se había revelado la terrible
verdad sobre la dimensión del crimen nazi. Los rumores habían
llegado al frente en Rusia, información certera no.
Si
ponían el oído en las tablas, podían aún escuchar los gritos, el
ladrido de los perros de los guardianes cuando hacían bajar de esos
mismos vagones a las víctimas. Con la derrota del Tercer Reich, la
peor tragedia del siglo XX había encontrado su fin. Sus
consecuencias aún no se podían pronosticar.
Ahora
se unían a estas voces, ya pasadas y extinguidas bajo el gas y el
fuego, las maldiciones y las oraciones de los propios alemanes, que
en su mayoría habían podido considerarse afortunados hasta hacía
poco. De la denominación de orígen << ario >> no
quedaba nada. Muchos había entre ellos, que lo habían saboreado,
ser importante y pertenecer al grupo selecto de los vencedores,
aunque no fueran más que aprovechados y oportunistas. Placeres para
unos y penas para otros. Este reparto de las cosas le gustaba a más
de uno.
En
el vagón viajaban todo tipo de personas, inclusive personas que
habían participado activamente en la resistencia contra el nazismo.
–¡Vae
victis !– dijo uno que había sido profesor de secundaria.
–Ahora
se ve, para qué sirve el estudio de las humanidades– contestó
otro. El humor no se había perdido del todo.
–Los
americanos van a ver lo que han hecho. Se van a dar de cuenta que han
liquidado al reo equivocado. El ruso seguirá adelante. No se quedará
parado junto al río Elba– dijo otra voz.
–Los
nazis aquí, que se callen– contestó Fritz con tono amenazante–.
Primero queman la casa del vecino y luego se lamentan cuando arde la
suya propia. Es un asco.
–¡Cállense
todos!– dijo un sargento–. Ahorren fuerzas. A nadie le interesa
esto, lo que hemos sido o no sido. Nos quieren para una sola cosa:
para trabajar.
–Con
las raciones que nos están dando, no llegaremos a ningún sitio–
se oyó una voz.
–A
Siberia, a Siberia para ver osos polares. Nos ahorramos ir al
zoológico– contestó el que había guardado el humor.
El
camino a través de Polonia se hacía pesado. Con frecuencia llovían
piedras y maldiciones sobre los vagones. A veces también tiraban al
blanco, cuando los soldados soviéticos que acompañaban el
transporte abrían las puertas para sacar los desperdicios y
suministrar algunos víveres y agua.
Siempre
había que sacar algunos muertos que fueron enterrados allí mismo
al lado de la vía.
Los
soviéticos respetaban los rangos militares. Los oficiales viajaban
en un vagón aparte y tenían privilegios.
Parecía
que no querían presentar a sus soldados imágenes de insubordinación
e indisciplina militar.
Con
el paso de los días las temperaturas aumentaban. Ya había llegado
casi el mes de junio. Los prisioneros no sabían exactamente en qué
mes estaban viviendo. Pero dentro del vagón hacía una calor
sofocante. Todos trataban de ganar una plaza cerca de una de las
ventanitas, por lo menos temporalmente. Entre los tablones había
grietas y rajas también, por donde entraba algo de aire fresco o por
donde se podía echar una ojeada afuera. Todo era verde. El verano se
acercaba. Y cuando el tren iba muy lento - esto era frecuente-
entonces renacían los sueños de darse a la fuga corriendo al
bosque cercano.
Pero,
encima de algunos vagones había ametralladoras pesadas, instaladas
anteriormente por los alemanes. Eran armas alemanas destinadas a la
defensa antiaérea de los convoyes de transporte.
Fritz
no se contentaba con soñar de libertad.
–Si
había una pequeña posibilidad de escapar, era antes de cruzar la
frontera de la Unión Soviética–, se decía.
No
pensaba en otra cosa. La idea de cómo salir de Polonia, no le
preocupaba en este instante.
Pero,
¿cómo abrir una brecha para salir del vagón? Los tablones eran
gruesos aunque viejos y gastados por el tiempo y los innumerables
transportes. Si lograba sacar dos o tres, sin ser advertido, tal vez
pudiera salir y alcanzar el bosque que rodeaba la línea ferrea. El
bosque parecía denso, de robles, hayas y pinos. Además, encima de
este vagón no había soldados.
Medio
dormido, a Fritz le parecía escuchar la voz del hermanito:
–¡Salta,
no tardes más y salta!– Su fantasía le presentaba al hermano
cuando iba montado sobre la cinta rodante. Pero ahora no se caía
sino se levantaba como un pájaro. En el lugar de las alas llevaba
un abrigo militar desplegado.
–Sí–,
contestaba, – Walter, voy a probarlo.–
–Aquí
no hay rusos–, dijo en voz alta. – Voy a probar de sacar unas
tablas de la pared. Si puedo hacerlo, saltaré. El que quiere
quedarse con vida, no se venga conmigo.
Todos
permanecían callados mientras Fritz comenzaba su trabajo. Se servía
de pequeños objetos de hierro que había encontrado. Además, otros
anteriormente habían tratado de hacer lo mismo y habían adelantado
algo el trabajo. Había visto enseguida, que esta pared no tenía ya
mucha estabilidad.
Y
poco a poco comenzaba a formarse la oposición:
–A
los que no participamos, nos castigarán, tal vez nos fusilen. O
participan todos o no se hace nada aquí– dijo uno.
Fritz
entendía que iba a pasar lo de siempre: Se impondría el cuidado y
el miedo ante lo imprevisible.
–Yo
prefiero que me maten, antes de dejarme llevar a Siberia– dijo.
–¡Fritz,
salta ya, no esperes más!– dijo la voz del hermano. Y con esto
arrancó la primera tabla y luego la segunda.
Ante
él estaba el bosque. El tren iba despacio. Delante de los árboles
se extendía una pradera de hierba verde.
Fritz
saltó --- y trás él otros más. Sentía su fuerte respiración. En
este momento comenzó un griterío dentro del vagón y esto despertó
a los soldados que estaban echando la siesta bajo el sol del
mediodía. Y Fritz corría y se caía, y corría de nuevo, sin mirar
atrás. Le pareció una eternidad llegar hasta al bosque. No
escuchaba los disparos, sólo sintió una ráfaga de aire fresco que
rodeaba su cuerpo. Sólo pensaba en el bosque, en la tierra que le
cubriría. Por fin un tronco gordo de un roble, luego otro. Fritz se
cayó extenuado. Le parecía que el corazón se le fuera a reventar
y no sintió nada más.
Después
sin saber cuanto tiempo había pasado, escuchó voces. Se levantó y
siguió corriendo.
Poco
a poco los árboles altos cedían a los arbustos. Pinos bajos y
densos. Se metió dentro y cayó rendido.
–No
creo que me busquen con perros. ¿Dónde estarán los otros? ¿Habrán
logrado escapar?–
No
lo sabía y nunca sabría nada de su suerte.
Luego
se quedó dormido.
–He
saltado Walter, justo a tiempo, y me has llevado sobre tus alas como
un pájaro.–
Durmió
hasta que le despertó un rayito de sol que había penetrado entre
las ramas del pinar. Además, las ormigas le picaban.
Se
levantó:
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