miércoles, 21 de agosto de 2002

Capítulo 5: –¡No es el fin, Fritz, salta!–

Fritz continuamente pensaba en esta frase, dicha a su pequeño hermano Walter hace tantos años para salvarlo.
El vagón de carga estaba repleto de prisioneros. Unos estaban de pie, otros acostados o sentados. El tren progresaba muy lentamente. Hacían el camino de regreso al Este por donde habían venido recientemente. Años antes, Fritz había ido por la misma ruta en medio de camiones y carros de combate. Aquella había sido una entrada triunfal. Ahora, la desesperación se había apoderado de los soldados alemanes prisioneros. Los restos del que había sido el ejército más potente de su tiempo, eran transportados como ganado a un lugar desconocido. El vagón tenía ventanas pequeñas, ventanas que estaban cerradas con alambres de púa. El camino al Este era penoso y , sobre todo, lentísimo. Durante su retirada, el ejército alemán había destruido cuidadosamente las vías. Ahora, otros alemanes, prisioneros y personas civiles, reclutadas a la fuerza, tenían que reparar las líneas. Esclavos bajo el látigo de los vencedores.
Los vagones estaban impregnados de desgracias y pasados horrores. Eran vagones alemanes que habían servido para la deportación de miles de personas a los campos de concentración y de exterminio. Sus tablas de madera laterales parecían recordar esto: Había inscripciones con lápiz, tiza y rayones hechos con las uñas de la mano. Se podían leer llamadas de socorro, despedidas y oraciones en todos los idiomas europeos.

¿Cuántas veces se habrá acercado este vagón a Auschwitz, su destino final? Fritz no sabía de esto. Aún no se había revelado la terrible verdad sobre la dimensión del crimen nazi. Los rumores habían llegado al frente en Rusia, información certera no.
Si ponían el oído en las tablas, podían aún escuchar los gritos, el ladrido de los perros de los guardianes cuando hacían bajar de esos mismos vagones a las víctimas. Con la derrota del Tercer Reich, la peor tragedia del siglo XX había encontrado su fin. Sus consecuencias aún no se podían pronosticar.
Ahora se unían a estas voces, ya pasadas y extinguidas bajo el gas y el fuego, las maldiciones y las oraciones de los propios alemanes, que en su mayoría habían podido considerarse afortunados hasta hacía poco. De la denominación de orígen << ario >> no quedaba nada. Muchos había entre ellos, que lo habían saboreado, ser importante y pertenecer al grupo selecto de los vencedores, aunque no fueran más que aprovechados y oportunistas. Placeres para unos y penas para otros. Este reparto de las cosas le gustaba a más de uno.
En el vagón viajaban todo tipo de personas, inclusive personas que habían participado activamente en la resistencia contra el nazismo.
–¡Vae victis !– dijo uno que había sido profesor de secundaria.
–Ahora se ve, para qué sirve el estudio de las humanidades– contestó otro. El humor no se había perdido del todo.
–Los americanos van a ver lo que han hecho. Se van a dar de cuenta que han liquidado al reo equivocado. El ruso seguirá adelante. No se quedará parado junto al río Elba– dijo otra voz.
–Los nazis aquí, que se callen– contestó Fritz con tono amenazante–. Primero queman la casa del vecino y luego se lamentan cuando arde la suya propia. Es un asco.
–¡Cállense todos!– dijo un sargento–. Ahorren fuerzas. A nadie le interesa esto, lo que hemos sido o no sido. Nos quieren para una sola cosa: para trabajar.
–Con las raciones que nos están dando, no llegaremos a ningún sitio– se oyó una voz.
–A Siberia, a Siberia para ver osos polares. Nos ahorramos ir al zoológico– contestó el que había guardado el humor.

El camino a través de Polonia se hacía pesado. Con frecuencia llovían piedras y maldiciones sobre los vagones. A veces también tiraban al blanco, cuando los soldados soviéticos que acompañaban el transporte abrían las puertas para sacar los desperdicios y suministrar algunos víveres y agua.
Siempre había que sacar algunos muertos que fueron enterrados allí mismo al lado de la vía.
Los soviéticos respetaban los rangos militares. Los oficiales viajaban en un vagón aparte y tenían privilegios.
Parecía que no querían presentar a sus soldados imágenes de insubordinación e indisciplina militar.
Con el paso de los días las temperaturas aumentaban. Ya había llegado casi el mes de junio. Los prisioneros no sabían exactamente en qué mes estaban viviendo. Pero dentro del vagón hacía una calor sofocante. Todos trataban de ganar una plaza cerca de una de las ventanitas, por lo menos temporalmente. Entre los tablones había grietas y rajas también, por donde entraba algo de aire fresco o por donde se podía echar una ojeada afuera. Todo era verde. El verano se acercaba. Y cuando el tren iba muy lento - esto era frecuente- entonces renacían los sueños de darse a la fuga corriendo al bosque cercano.
Pero, encima de algunos vagones había ametralladoras pesadas, instaladas anteriormente por los alemanes. Eran armas alemanas destinadas a la defensa antiaérea de los convoyes de transporte.
Fritz no se contentaba con soñar de libertad.
–Si había una pequeña posibilidad de escapar, era antes de cruzar la frontera de la Unión Soviética–, se decía.
No pensaba en otra cosa. La idea de cómo salir de Polonia, no le preocupaba en este instante.
Pero, ¿cómo abrir una brecha para salir del vagón? Los tablones eran gruesos aunque viejos y gastados por el tiempo y los innumerables transportes. Si lograba sacar dos o tres, sin ser advertido, tal vez pudiera salir y alcanzar el bosque que rodeaba la línea ferrea. El bosque parecía denso, de robles, hayas y pinos. Además, encima de este vagón no había soldados.
Medio dormido, a Fritz le parecía escuchar la voz del hermanito:
–¡Salta, no tardes más y salta!– Su fantasía le presentaba al hermano cuando iba montado sobre la cinta rodante. Pero ahora no se caía sino se levantaba como un pájaro. En el lugar de las alas llevaba un abrigo militar desplegado.
–Sí–, contestaba, – Walter, voy a probarlo.–
–Aquí no hay rusos–, dijo en voz alta. – Voy a probar de sacar unas tablas de la pared. Si puedo hacerlo, saltaré. El que quiere quedarse con vida, no se venga conmigo.
Todos permanecían callados mientras Fritz comenzaba su trabajo. Se servía de pequeños objetos de hierro que había encontrado. Además, otros anteriormente habían tratado de hacer lo mismo y habían adelantado algo el trabajo. Había visto enseguida, que esta pared no tenía ya mucha estabilidad.
Y poco a poco comenzaba a formarse la oposición:
–A los que no participamos, nos castigarán, tal vez nos fusilen. O participan todos o no se hace nada aquí– dijo uno.
Fritz entendía que iba a pasar lo de siempre: Se impondría el cuidado y el miedo ante lo imprevisible.
–Yo prefiero que me maten, antes de dejarme llevar a Siberia– dijo.
–¡Fritz, salta ya, no esperes más!– dijo la voz del hermano. Y con esto arrancó la primera tabla y luego la segunda.
Ante él estaba el bosque. El tren iba despacio. Delante de los árboles se extendía una pradera de hierba verde.
Fritz saltó --- y trás él otros más. Sentía su fuerte respiración. En este momento comenzó un griterío dentro del vagón y esto despertó a los soldados que estaban echando la siesta bajo el sol del mediodía. Y Fritz corría y se caía, y corría de nuevo, sin mirar atrás. Le pareció una eternidad llegar hasta al bosque. No escuchaba los disparos, sólo sintió una ráfaga de aire fresco que rodeaba su cuerpo. Sólo pensaba en el bosque, en la tierra que le cubriría. Por fin un tronco gordo de un roble, luego otro. Fritz se cayó extenuado. Le parecía que el corazón se le fuera a reventar y no sintió nada más.

Después sin saber cuanto tiempo había pasado, escuchó voces. Se levantó y siguió corriendo.
Poco a poco los árboles altos cedían a los arbustos. Pinos bajos y densos. Se metió dentro y cayó rendido.
–No creo que me busquen con perros. ¿Dónde estarán los otros? ¿Habrán logrado escapar?–
No lo sabía y nunca sabría nada de su suerte.
Luego se quedó dormido.
–He saltado Walter, justo a tiempo, y me has llevado sobre tus alas como un pájaro.–

Durmió hasta que le despertó un rayito de sol que había penetrado entre las ramas del pinar. Además, las ormigas le picaban.
Se levantó:

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