jueves, 15 de agosto de 2002

Capítulo 8: Fritz decidió caminar hacia el sur

Después de una marcha larga había llegado a la casita de un guardavías. Estaba situada en el cruce de un camino lateral que salía de un pueblo hacia el campo. Había barreras que el guarda levantaba y bajaba cuando pasaba un tren. Fritz veía también un poste alto con distintas señales para los maquinistas. El guarda procuraba que siempre estuvieran visibles e iluminadas de noche.
Fritz se había presentado al hombre que era una persona mayor y este le había abierto la guardilla de al lado, donde había madera amontonada para la estufa y las demás cosas que necesita un pobre funcionario, que ocupaba este puesto de cierta responsabilidad.
Fritz le preguntaba, adónde iba esta vía de tren y Jerzy - así se llamaba - le contestaba que a Viena.

–La que fue nuestra capital hasta 1918.–#.
Había comenzado como hombre muy joven con este trabajo. Entonces vestía el uniforme de los ferrocariles austrohúngaros. Jerzy hablaba alemán o polaco y entendía húngaro y checo también.
–Aquellos tiempos pasados– decía–, eran tiempos que valía la pena vivir. Era un tiempo de paz, un tiempo sin fronteras. La gente viajaba por donde le daba la gana, si tenía dinero para ello. Nadie preguntaba por pasaporte ni carnet de identidad de ninguna clase. Con la Primera Guerra todo cambió. Se volvieron locos, todos…todo el mundo.
Jerzy se enfadaba pensando en estas cosas.Y preguntaba a Fritz:
–¿Qué tienen que ver los rusos y los americanos aquí en Europa central? ¿Qué maldición es esta que no podamos nosotros arreglar nuestros problemas solos y con sensatez, como personas inteligentes que somos?
Fritz le daba la razón. Pero su problema era otro:
–¿Cómo llego yo a Viena?
El guardavías se callaba. Fritz, sin haberlo querido, había despertado el espíritu de la subversión en el funcionario viejo.
–Antes, de aquí, él que quería, iba a Viena– contestó Jerzy.
–Hoy sería más fácil ir a Siberia– dijo Fritz–, y sin necesidad de un billete de tren.
Ambos reían a carcajadas.
Jerzy levantó la mano y dijo en voz baja:
–Hombre, tranquilo. Yo sé cómo tú puedes ir a Viena. ¡Espera! ya llegará la hora.

Fritz no podía imaginarse cómo podría suceder esto. Se callaba y empezaba a trabajar. Siempre lo había hecho así, para recompensar las atenciones que sus anfitriones le prestaban. Se dedicaba a partir leña y a llenar las lámparas de petroleo.
Este no era un sitio donde los trenes paraban. Por regla general sólo se veían pasar trenes de carga. Muchos trenes transportaban toda clase de objetos militares, destinados a suministrar el ejército ruso estacionado en Austria. El tratado de estado sobre el destino de Austria no había sido sellado todavía, y aquel país, que había sido poco antes parte del Tercer Reich, se encontraba dividido en zonas de ocupación igual que Alemania. La ciudad de Viena, situada en la zona rusa, estaba bajo administración de los cuatro vencedores: rusos, americanos, franceses e ingleses.
¿No intentaría Jerzy hacer subir a Fritz sobre un tren militar ruso?
–Sí– decía Jerzy–, es la única forma de cumplir este propósito. Otros trenes serán revisados y controlados. ¿Quién se atreverá a controlar a los rusos?–
–Y tú– preguntaba Fritz– ¿por qué haces esto? ¿Y el riesgo para tí?
–No sé, no es tanto, yo ya soy viejo.
No tenía ningún motivo personal para ayudar precisamente a un prisionero alemán. Había perdido a varios familiares en la guerra. Otros habían regresado de Alemania, donde habían sido forzados a trabajar como esclavos.
Fritz insistía:
–¿Por qué me quieres ayudar?
No había que tener siempre un motivo con un argumento detrás. Jerzy decía que cuando los alemanes eran los dueños, se había burlado de ellos con frecuencia. Ahora que los rusos tenían el mando, pues daba gusto hacerles lo mismo.
–Los polacos somos así, mientras no mandemos en nuestra propia casa, seguiremos siendo rebeldes– decía Jerzy con sonrisa e invitaba a Fritz a tomarse un trago juntos.
El vodka se lo regalaban a veces los campesinos. Para cruzar la vía, Jerzy tenía que abrirles siempre las barreras. En realidad debería hacer lo contrario: mantenerlas abiertas y sólo cerrarlas cuando pasaba un tren. Pero de la otra manera su función era más importante y también más rentable. Ahora que tenía a Fritz al lado, éste se encargaba de mover las barreras y Jerzy continuaba la partida de ajedrez que habían comenzado. A veces cambiaba las fichas antes de que Fritz regresara.
Había llegado el mes de Noviembre. Las noches eran largas y la niebla densa solía cubrir el paisaje. Ahora era muy importante mantener la señalización bien visible e iluminada.
–¡Prepárate!– dijo a Fritz–, esta noche te marcharás.
Habían acordado que Fritz se escondiera al otro lado de la vía. Jerzy se encargaba de hacer parar el tren y mientras tanto Fritz subiría a uno de los vagones abiertos, donde solían transportar camiones miltares que estaban cubiertos de lona. Los soldados que acompañaban el cargamento, estarían dormidos o se asomarían por el lado de las luces del guardavías para ver lo que pasaba.

Todo listo, Fritz disponía de un paquete de víveres y de una garrafa de agua para varios días.
Todo sucedió como habían planeado. Jerzy apagó las luces de la señalización. El maquinista paró el tren. Jerzy simulaba un defecto técnico sin importancia. El personal acompañante se asomó por el lado derecho, para ver qué pasaba, y Fritz subía por el izquierdo. Rápidamente le cubrió la lona. Dentro del camión se encontraba bastante cómodo.

Cuando el tren se puso en marcha, se acordó de Jerzy. No se había despedido de él.
–Si logro escapar, y si todo sale bien y si los tiempos se normalizan, volveré a ver a este hombre.
Nunca lo hizo, ni pudo hacerlo, porque los tiempos no se normalizaron mientras vivía.
Jerzy se quedó atrás en su casita de guardavías. Tomó nota en su cuaderno oficial del incidente:
Una avería de las luces de la señalización había provocado que el tren parara. Aprovechó la orportunidad de reclamar nuevas instalaciones, que no habían sido cambiadas desde los tiempos austrohúngaros, cuando los inspectores venían de Viena.
En su camino a Viena, el tren pasaba por Oswiecim.
–Auschwitz– decía Fritz.
Había oido nombrar este lugar, por primera vez en el frente de Rusia. Camaradas que habían regresado de Alemania, después de un descanso motivado por enfermedad o heridas, habían contado sucesos terroríficos. Luego en el curso de su marcha a través de Polonia, había tenido información más detallada. Sin embargo, la dimensión de este crimen estatal organizado, no se lo pudo imaginar en ningún momento. Conocía los crímenes en el Este de Europa, la violencia antisemita desatada y aplicada sistemáticamente por la administración nazi. La eliminación casi industrial de seres humanos desbordaba los límites de cualquier imaginación.
Fritz que había participado en la guerra contra las bandas de partisanos había conocido escenas de crueldad, jamás creyó posible esta persecución sistemática de seres inocentes. Al pasar por Auschwitz nada indicaba al viajero lo que había sucedido allí.

Fritz realizó este trayecto como en un plan turístico. Llegado a la frontera checa, el tren pasó sin controles. Había varias paradas en aquel país. Fueron revisados los vagones por fuera. Pero nadie se subía a controlar bajo las lonas que tapaban la carga. Mientras el tren pasaba por Checoeslovaquia, Fritz se tuvo que cuidar mucho. Espiando a través de agujeros en la lona, podía observar cómo la gente saludaba a este convoy militar. Esto no era Polonia. Aquí los soviéticos habían sido recibidos como verdaderos libertadores, como hermanos eslavos. En ningún país del Este la persecución contra la minoría alemana era tan feroz y despiadada como donde mandaban los checos con ayuda de los vencedores soviéticos. Sólo de noche, Fritz se atrevía asomarse para hacer necesidades inevitables.
Finalmente llegaba el momento deseado, y tal vez Fritz se acordaba de unos versos de Heine:
En el triste mes de noviembre fue.
Los días se pusieron grises,
El viento arrancaba las hojas,
Cuando me fui a Alemania.“8
Naturalmente Austria ya no era Alemania. Tal vez, nunca había sido. Pero, dejemos esta cuestión aparte. Fritz se alegraba y su corazón latía como el del viajero Heinrich Heine más de cien años atrás. Heine tampoco pisaba Alemania sino la Confederación Alemana y a esta pertenecía Austria también.
Y al oír la lengua alemana
Sentí una cosa extraña.
Era como si sangrar
Con placer mi corazón.“

Aunque no se acordara de estos versos, muy probablemente compartía los sentimientos en ellos expresados. Las voces que le llegaban desde fuera, hablaban alemán con su inconfundible entonación austriaca. El tren había parado. Mirando a través del agujero en la lona, veía vías ferreas que se cruzaban.
–Parece que estamos cerca de una estación grande– pensó.
No se veía ningún letrero que indicaba dónde estaban. Después de la sensación de alegría, ahora le invadió la preocupación de cómo podría bajar del tren sin ser visto. El tren pronto se pondría en marcha otra vez. Seguramente iría a un sector cerrado y reservado para el ejército soviético y entonces lo pillarían sin remedio. Ahora era de noche. Más allá de las vías divisaba la silueta de arbustos y árboles. Serían huertas, como se encuentran en las cercanías de las ciudades.
–¿Estaré cerca de Viena?– se preguntaba.
Entonces tomó la decisión. Se puso el abrigo viejo que le había regalado un campesino polaco, cogió la mochila, quitó los amarres de la lona y se asomó. No había nadie:
–Confío en tí– decía y saltó desde el vagón.
Comenzó a caminar unos pasos. La agitación le hacía respirar fuertemente.

–¡Stoí!– escuchó una voz que repetía –¡Stoí!
Y enseguida oyó el ruido metálico de armas listas para disparar.
Un frío como el hielo le invadió y lentamente dio la vuelta. Una idea le cruzaba la cabeza:
lo que no había pasado en tantas oportunidades, aquí tenía que pasar.
Delante de él había dos soldados rusos que le apuntaron con sus metralletas. Estaban a cinco metros de distancia. No los había visto antes de bajar. Los miraba: dos caras anchas de hombres entrado en años. Bajo los quepis: los rostros expresaban sorpresa.
Uno de ellos le preguntaba algo en ruso. Fritz no contestaba.
¿Qué podía decir o explicar? ¿Qué podía inventar?
Por esto empezó a hablar sólo para sí mismo, como un resumen de los hechos:
–Soy un soldado alemán. He sido prisionero y me he escapado. Estoy en el camino a mi casa. Ahora voy a casa.
Se volvió y continuó su camino andando despacio, paso tras paso. En realidad no había decidido nada, lo hacía como por orden ajena: primero cruzó una vía, luego la otra. Se movía como en cámara lenta.
–Ahora me apuntarán– se decía. Le entraba como una euforia rara y repetía la frase:
–Voy a casa.
Entonces pisó el hierro negro de la última vía.
Una ráfaga de viento arrancaba hojas del árbol cercano. Ahí se quedó parado, esperando los tiros mortales. Pensó en su hermano Walter y abrió los brazos. El abrigo le rodeaba como unas alas desplegadas para volar.
No pasó nada.
Saltó sobre el camino que pasaba al lado de las vías y se encontró entre los árboles. Comenzaba a volverse lentamente, pero no veía a nadie.
La locomotora pitaba y el tren lentamente se ponía de nuevo en marcha. Le parecía que desde uno de los vagones, donde iban los soldados, se asomaran dos cabezas. Pero no estaba seguro.
Temblaba de emoción y se dejó caer. Sus manos encontraron hojas muertas y las últimas ciruelas caidas del árbol. Automáticamente se las metía en la boca. Eran muy dulces.

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