Después
de una marcha larga había llegado a la casita de un guardavías.
Estaba situada en el cruce de un camino lateral que salía de un
pueblo hacia el campo. Había barreras que el guarda levantaba y
bajaba cuando pasaba un tren. Fritz veía también un poste alto con
distintas señales para los maquinistas. El guarda procuraba que
siempre estuvieran visibles e iluminadas de noche.
Fritz
se había presentado al hombre que era una persona mayor y este le
había abierto la guardilla de al lado, donde había madera
amontonada para la estufa y las demás cosas que necesita un pobre
funcionario, que ocupaba este puesto de cierta responsabilidad.
Fritz
le preguntaba, adónde iba esta vía de tren y Jerzy - así se
llamaba - le contestaba que a Viena.
–La
que fue nuestra capital hasta 1918.–#.
Había
comenzado como hombre muy joven con este trabajo. Entonces vestía el
uniforme de los ferrocariles austrohúngaros. Jerzy hablaba alemán o
polaco y entendía húngaro y checo también.
–Aquellos
tiempos pasados– decía–, eran tiempos que valía la pena vivir.
Era un tiempo de paz, un tiempo sin fronteras. La gente viajaba por
donde le daba la gana, si tenía dinero para ello. Nadie preguntaba
por pasaporte ni carnet de identidad de ninguna clase. Con la Primera
Guerra todo cambió. Se volvieron locos, todos…todo el mundo.
Jerzy
se enfadaba pensando en estas cosas.Y preguntaba a Fritz:
–¿Qué
tienen que ver los rusos y los americanos aquí en Europa central?
¿Qué maldición es esta que no podamos nosotros arreglar nuestros
problemas solos y con sensatez, como personas inteligentes que somos?
Fritz
le daba la razón. Pero su problema era otro:
–¿Cómo
llego yo a Viena?
El
guardavías se callaba. Fritz, sin haberlo querido, había despertado
el espíritu de la subversión en el funcionario viejo.
–Antes,
de aquí, él que quería, iba a Viena– contestó Jerzy.
–Hoy
sería más fácil ir a Siberia– dijo Fritz–, y sin necesidad de
un billete de tren.
Ambos
reían a carcajadas.
Jerzy
levantó la mano y dijo en voz baja:
–Hombre,
tranquilo. Yo sé cómo tú puedes ir a Viena. ¡Espera! ya llegará
la hora.
Fritz
no podía imaginarse cómo podría suceder esto. Se callaba y
empezaba a trabajar. Siempre lo había hecho así, para recompensar
las atenciones que sus anfitriones le prestaban. Se dedicaba a partir
leña y a llenar las lámparas de petroleo.
Este
no era un sitio donde los trenes paraban. Por regla general sólo se
veían pasar trenes de carga. Muchos trenes transportaban toda clase
de objetos militares, destinados a suministrar el ejército ruso
estacionado en Austria. El tratado de estado sobre el destino de
Austria no había sido sellado todavía, y aquel país, que había
sido poco antes parte del Tercer Reich, se encontraba dividido en
zonas de ocupación igual que Alemania. La ciudad de Viena, situada
en la zona rusa, estaba bajo administración de los cuatro
vencedores: rusos, americanos, franceses e ingleses.
¿No
intentaría Jerzy hacer subir a Fritz sobre un tren militar ruso?
–Sí–
decía Jerzy–, es la única forma de cumplir este propósito. Otros
trenes serán revisados y controlados. ¿Quién se atreverá a
controlar a los rusos?–
–Y
tú– preguntaba Fritz– ¿por qué haces esto? ¿Y el riesgo para
tí?
–No
sé, no es tanto, yo ya soy viejo.
No
tenía ningún motivo personal para ayudar precisamente a un
prisionero alemán. Había perdido a varios familiares en la guerra.
Otros habían regresado de Alemania, donde habían sido forzados a
trabajar como esclavos.
Fritz
insistía:
–¿Por
qué me quieres ayudar?
No
había que tener siempre un motivo con un argumento detrás. Jerzy
decía que cuando los alemanes eran los dueños, se había burlado de
ellos con frecuencia. Ahora que los rusos tenían el mando, pues daba
gusto hacerles lo mismo.
–Los
polacos somos así, mientras no mandemos en nuestra propia casa,
seguiremos siendo rebeldes– decía Jerzy con sonrisa e invitaba a
Fritz a tomarse un trago juntos.
El
vodka se lo regalaban a veces los campesinos. Para cruzar la vía,
Jerzy tenía que abrirles siempre las barreras. En realidad debería
hacer lo contrario: mantenerlas abiertas y sólo cerrarlas cuando
pasaba un tren. Pero de la otra manera su función era más
importante y también más rentable. Ahora que tenía a Fritz al
lado, éste se encargaba de mover las barreras y Jerzy continuaba la
partida de ajedrez que habían comenzado. A veces cambiaba las fichas
antes de que Fritz regresara.
Había
llegado el mes de Noviembre. Las noches eran largas y la niebla densa
solía cubrir el paisaje. Ahora era muy importante mantener la
señalización bien visible e iluminada.
–¡Prepárate!–
dijo a Fritz–, esta noche te marcharás.
Habían
acordado que Fritz se escondiera al otro lado de la vía. Jerzy se
encargaba de hacer parar el tren y mientras tanto Fritz subiría a
uno de los vagones abiertos, donde solían transportar camiones
miltares que estaban cubiertos de lona. Los soldados que acompañaban
el cargamento, estarían dormidos o se asomarían por el lado de las
luces del guardavías para ver lo que pasaba.
Todo
listo, Fritz disponía de un paquete de víveres y de una garrafa de
agua para varios días.
Todo
sucedió como habían planeado. Jerzy apagó las luces de la
señalización. El maquinista paró el tren. Jerzy simulaba un
defecto técnico sin importancia. El personal acompañante se asomó
por el lado derecho, para ver qué pasaba, y Fritz subía por el
izquierdo. Rápidamente le cubrió la lona. Dentro del camión se
encontraba bastante cómodo.
Cuando
el tren se puso en marcha, se acordó de Jerzy. No se había
despedido de él.
–Si
logro escapar, y si todo sale bien y si los tiempos se normalizan,
volveré a ver a este hombre.
Nunca
lo hizo, ni pudo hacerlo, porque los tiempos no se normalizaron
mientras vivía.
Jerzy
se quedó atrás en su casita de guardavías. Tomó nota en su
cuaderno oficial del incidente:
Una
avería de las luces de la señalización había provocado que el
tren parara. Aprovechó la orportunidad de reclamar nuevas
instalaciones, que no habían sido cambiadas desde los tiempos
austrohúngaros, cuando los inspectores venían de Viena.
En
su camino a Viena, el tren pasaba por Oswiecim.
–Auschwitz–
decía Fritz.
Había
oido nombrar este lugar, por primera vez en el frente de Rusia.
Camaradas que habían regresado de Alemania, después de un descanso
motivado por enfermedad o heridas, habían contado sucesos
terroríficos. Luego en el curso de su marcha a través de Polonia,
había tenido información más detallada. Sin embargo, la dimensión
de este crimen estatal organizado, no se lo pudo imaginar en ningún
momento. Conocía los crímenes en el Este de Europa, la violencia
antisemita desatada y aplicada sistemáticamente por la
administración nazi. La eliminación casi industrial de seres
humanos desbordaba los límites de cualquier imaginación.
Fritz
que había participado en la guerra contra las bandas de partisanos
había conocido escenas de crueldad, jamás creyó posible esta
persecución sistemática de seres inocentes. Al pasar por Auschwitz
nada indicaba al viajero lo que había sucedido allí.
Fritz
realizó este trayecto como en un plan turístico. Llegado a la
frontera checa, el tren pasó sin controles. Había varias paradas en
aquel país. Fueron revisados los vagones por fuera. Pero nadie se
subía a controlar bajo las lonas que tapaban la carga. Mientras el
tren pasaba por Checoeslovaquia, Fritz se tuvo que cuidar mucho.
Espiando a través de agujeros en la lona, podía observar cómo la
gente saludaba a este convoy militar. Esto no era Polonia. Aquí los
soviéticos habían sido recibidos como verdaderos libertadores, como
hermanos eslavos. En ningún país del Este la persecución contra la
minoría alemana era tan feroz y despiadada como donde mandaban los
checos con ayuda de los vencedores soviéticos. Sólo de noche, Fritz
se atrevía asomarse para hacer necesidades inevitables.
Finalmente
llegaba el momento deseado, y tal vez Fritz se acordaba de unos
versos de Heine:
“En
el triste mes de noviembre fue.
Los
días se pusieron grises,
El
viento arrancaba las hojas,
Cuando
me fui a Alemania.“8
Naturalmente
Austria ya no era Alemania. Tal vez, nunca había sido. Pero, dejemos
esta cuestión aparte. Fritz se alegraba y su corazón latía como el
del viajero Heinrich Heine más de cien años atrás. Heine tampoco
pisaba Alemania sino la Confederación Alemana y a esta pertenecía
Austria también.
“Y
al oír la lengua alemana
Sentí
una cosa extraña.
Era
como si sangrar
Con
placer mi corazón.“
Aunque
no se acordara de estos versos, muy probablemente compartía los
sentimientos en ellos expresados. Las voces que le llegaban desde
fuera, hablaban alemán con su inconfundible entonación austriaca.
El tren había parado. Mirando a través del agujero en la lona, veía
vías ferreas que se cruzaban.
–Parece
que estamos cerca de una estación grande– pensó.
No
se veía ningún letrero que indicaba dónde estaban. Después de la
sensación de alegría, ahora le invadió la preocupación de cómo
podría bajar del tren sin ser visto. El tren pronto se pondría en
marcha otra vez. Seguramente iría a un sector cerrado y reservado
para el ejército soviético y entonces lo pillarían sin remedio.
Ahora era de noche. Más allá de las vías divisaba la silueta de
arbustos y árboles. Serían huertas, como se encuentran en las
cercanías de las ciudades.
–¿Estaré
cerca de Viena?– se preguntaba.
Entonces
tomó la decisión. Se puso el abrigo viejo que le había regalado un
campesino polaco, cogió la mochila, quitó los amarres de la lona y
se asomó. No había nadie:
–Confío
en tí– decía y saltó desde el vagón.
Comenzó
a caminar unos pasos. La agitación le hacía respirar fuertemente.
–¡Stoí!–
escuchó una voz que repetía –¡Stoí!
Y
enseguida oyó el ruido metálico de armas listas para disparar.
Un
frío como el hielo le invadió y lentamente dio la vuelta. Una idea
le cruzaba la cabeza:
lo
que no había pasado en tantas oportunidades, aquí tenía que pasar.
Delante
de él había dos soldados rusos que le apuntaron con sus
metralletas. Estaban a cinco metros de distancia. No los había visto
antes de bajar. Los miraba: dos caras anchas de hombres entrado en
años. Bajo los quepis: los rostros expresaban sorpresa.
Uno
de ellos le preguntaba algo en ruso. Fritz no contestaba.
¿Qué
podía decir o explicar? ¿Qué podía inventar?
Por
esto empezó a hablar sólo para sí mismo, como un resumen de los
hechos:
–Soy
un soldado alemán. He sido prisionero y me he escapado. Estoy en el
camino a mi casa. Ahora voy a casa.
Se
volvió y continuó su camino andando despacio, paso tras paso. En
realidad no había decidido nada, lo hacía como por orden ajena:
primero cruzó una vía, luego la otra. Se movía como en cámara
lenta.
–Ahora
me apuntarán– se decía. Le entraba como una euforia rara y
repetía la frase:
–Voy
a casa.
Entonces
pisó el hierro negro de la última vía.
Una
ráfaga de viento arrancaba hojas del árbol cercano. Ahí se quedó
parado, esperando los tiros mortales. Pensó en su hermano Walter y
abrió los brazos. El abrigo le rodeaba como unas alas desplegadas
para volar.
No
pasó nada.
Saltó
sobre el camino que pasaba al lado de las vías y se encontró entre
los árboles. Comenzaba a volverse lentamente, pero no veía a nadie.
La
locomotora pitaba y el tren lentamente se ponía de nuevo en marcha.
Le parecía que desde uno de los vagones, donde iban los soldados, se
asomaran dos cabezas. Pero no estaba seguro.
Temblaba
de emoción y se dejó caer. Sus manos encontraron hojas muertas y
las últimas ciruelas caidas del árbol. Automáticamente se las
metía en la boca. Eran muy dulces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario