sábado, 10 de agosto de 2002

Capítulo 8: –Friedrich Peter, le hacemos una propuesta –

dijo el director de la prisión en Bautzen a donde había sido trasladado. Ahora vistió de gris como todos los presos y se había presentado ante el director.
El director continuó:
–Usted se ha comportado correctamente aquí y ha podido disfrutar de todas las ventajas que normalmente se les otorga a los presos, después de haber cumplido una parte mayor de la sanción.
Su esposa ha podido escribir e inclusive ha podido visitarle. Creo que también está autorizada a quedarse en la vivienda familiar.
–¿Qué quiere usted proponerme?– le interrumpía Fritz que se había puesto inquieto. Le era familiar el lenguaje que usaban sus carceleros. Una introducción así, no prometía revelar nada de bueno.

–Un hombre con sus conocimientos y su experiencia no puede ser empleado adecuadamente aquí, como nos lo manda la sentencia. Debe usted emplear estas facultades por el bien de la sociedad que se encuentra en una encrucijada.
Le ofrecemos un privilegio que al mismo tiempo es una obligación: trabajará usted como técnico constructor. Su libertad será limitada como es natural. Vivirá en un campamento en lugar de esta cárcel. Pero tanto su salario como el suministro de todo lo que necesita serán absolutamente normales.¡Olvídese de la existencia de esta cárcel!
–¿Y dónde será eso, dónde me encontraré casi como en libertad? ¿No será casualmente en Aue y trabajando en la Wismuth SA?– preguntó Fritz.
–Exactamente– contestó el director–, este es el sitio a donde será trasladado usted mañana.
He recibido una carta que me indica que proceda así sin más demora.
–Parece que tengo el don de profecía– dijo Fritz.
El director se calló.

El día siguiente, Fritz comenzó a trabajar en la mina de Uranio cerca de Aue, una ciudad pequeña situada en las llamadas “Montañas Metálicas“. En el trascurso de los siglos, estas montañas habían visto a muchos mineros. Mineros en busca de la plata para dar brillo a príncipes y emperadores. Con picos y palas habían acumulado vertederos altos como montañas. Su radioactividad durante siglos permaneció desconocida. Bajo el látigo de la SS, esclavos modernos habían arrancado metales de estos pobres yacimientos minerales, para bien de la industria armamentística del Tercer Reich.
Esto había costado innumerables vidas por el trato inhumano que estos peones recibían. Pero, escondida quedaba otra realidad: el efecto tóxico de estas tierras que eran ricas en uranio y pobres en todo lo demás.
Ahora, un ejército de esclavos bajo el mando de los Soviéticos trabajaba sin parar para suministrar a la industria soviética el uranio, elemento básico para la fabricación de Plutonio. La producción de bombas atómicas e hidrógenas dependía del envío constante de uranio enriquecido producido en Alemania.
Máquinas excavadoras y dinamita abrían el camino a las fuentes del mineral venenoso. En un sitio cercano comenzaba el proceso de concentración, para transformarlo en la masa superexplosiva que se necesitaba para mantener el equilibrio del terror o la Guerra Fría.
Fritz se acordó de las imágenes de su infancia. Eran fuerzas gigantescas que movían las tierras, sacando a la luz del día lo que había permanecido escondido durante millones de años. Pero esta vez, esta metáfora no prometía progreso y revolución.
¿No era esto el retrato fiel de las destrucciones que sufrían la naturaleza y la humanidad del siglo XX en nombre del progreso?
¿Qué podía resistir a la fuerza destructora de la técnica?
Todo se transformaría en una cuestión puramente técnica. La política y la justicia, un problema técnico. Fritz empezó a sentir esta destrucción. No era el trabajo solamente. Era un trabajo que carecía de sentido.
Había días cuando se llegaban representantes del mundo político de la RDA al campamento. Entonces todos los internados tenían que presentarse en formación militar, para escuchar el sermón de algún funcionario político, que había llegado desde Leipzig o Berlín, y que los llamaba camaradas y compañeros de la lucha. Para continuar diciendo lo importante que era el trabajo que ejercían y que la existencia misma del socialismo dependía de ellos. Pero tampoco ahorraba amenazas:
había que cumplir con las normas del trabajo y cuidar los materiales. La clase obrera no perdonaba la negligencia, y lo que era peor, el sabotaje en favor del enemigo representado por el Revanchismo y el Imperialismo del Occidente.
Fritz había aprendido a no escuchar y a no poner más atención a este campanilleo de palabras vacías. Para él no tenía sentido escuchar esto. Dando vuelta y mirando las caras observaba hastío e indiferencia generales. Cada gesto indicaba: “no interesa lo que están diciendo, no nos incumbe“.
Había que sobrevivir, sacar el pellejo sano. A veces le divertía recordando que había firmado una solicitud para afiliarse al partido. Ahora le parecía eso absurdo, casi ridículo.
¿No era su vida una tragicomedia?
Cuando de noche estaba echado sobre el camastro en la barraca le invadían los pensamientos negros:
¿Cómo había podido ser tan ingenuo de creer que todo cambiaría a mejor si este mundo fuera transformado por fuera y por dentro?
La vitalidad y todo optimismo parecían haberle abandonado definitivamente. Se acordó de situaciones similares en plena guerra: “la voluntad siempre era optimista“. Ahora se preguntó:
¿Y si esta voluntad nos engaña? Vivimos metidos en la mentira, porque no podemos soportar estar sin esta consolación. Lo que Fritz no sabía era que este estado de ánimo era una de las consecuencias de lenta intoxicación que soportaba su organismo.
Sufrió terriblemente durante días y semanas. A veces se veía tentado de coger una carga de dinamita y acabar con su triste existencia. Él tenía acceso a los materiales explosivos. Odiaba estas piedras que le rodeaban, piedras sin color y brillo que transformado en el polvo grisáceo sería capaz de causar la muerte a millones de personas. Fritz sentía horror ante la idea.
Pero cuando cogió la barra de dinamita, se produjo otra vez este milagro que la naturaleza tiene reservado a los desesperados: apareció entre las piedras una fina cristalización.
–Una flor que brota en el infierno.– Fritz pasó la mano por esta fina estructura y olvidó la barra de dinamita.
Le pareció que poco a poco su cuerpo se transformara absorbiendo el color del ambiente. Los ojos quedaban sin brillo, la piel escamosa. Le pareció que su mirada se estrellara contra las piedras. Comenzó a sentir miedo ante los lugares cerrados. Todo valor le había abandonado y a veces le invadió un temblor que difícilmente logró dominar.
–¿Qué te pasa Fritz? Parece que te estás acabando–, hablando solo.

Mientras tanto, el mundo afuera seguía viviendo: había reuniones internacionales sobre el destino de Alemania. Todos se armaron y hablaban de desarme. Había nuevos conflictos y guerras en países lejanos. Fueron elegidos unos gobiernos y otros desaparecieron. Hubo un reparto de las tierras de los barones y nuevamente eran colectivizadas. Nacieron unos y murieron otros. Había quien se casaba y otros se divorciaban. Grandes imperios se derrumbaron y otros nuevos nacieron.
Y también empezaba a hacerse una frontera fortificada y minada que separaba las dos Alemanias.

Y mientras una pareja de viejos celebraba su boda de oro.
Y sucedió lo que nadie podía haber esperado: a Fritz le dieron un permiso, pero un permiso bajo palabra de honor, como en los viejos tiempos feudales. Fritz tenía permiso para ir a ver a sus padres.
Y allí estuvo, al lado izquierdo de la fotografía. Era como si no perteneciera a la familia. Llevaba la tristeza en la mirada. El traje demasiado ancho. Kaethe lo tenía agarrado con ambas manos.
Casi todos los Peter1 estaban ahí reunidos. Por última vez. En el centro, la pareja de ancianos, en el sitio de honor.
Para casi todos, Mühlbeck ya no era su pueblo. Alfred había venido de Frankfurt, del “extranjero“. Los hijos de Gertrud en uniformes de la FdJ 2, preparándose para formar parte de la élite del estado. El orgullo de Gertrud. El viejo llevaba un ramillete de flores y ninguna condecoración. ¿Había dicho Adiós a sus sueños?

Este día se habló de muchas cosas. Fritz permanecía callado. Era un preso con permiso temporal.
Alfred contaba de su viaje desde el Oeste al Este:
–A mí, solamente a mí, me sacaron del autobus en la frontera. Me revisaron, me interrogaron y hasta me desnudaron. ¿Qué buscaban? ¿Por qué a mí? ¿Será porque me llamo Peter?
Gertrud permanecía callada mirando el suelo. También Martha callaba y Kurt sonreía. Gustav, el maquinista, se reía del chiste y tomó un largo sorbo de cerveza.
El viejo decía:
–Las patatas van muy bien este año.
–Las zanahorias también– continuó Eva mirando a Fritz con lágrimas en los ojos.

–Así es– dijo Fritz–, tengo que irme ya.
–Esto es como en “La Fianza“, el poema de Schiller– decía Kurt–, el Héroe se va porque el honor le obliga.
A Kurt le gustaba la literatura. Y con ironía trató la emoción.
Todos miraron a Fritz. Este abrazó a sus padres y se fue sin decir más nada.
Gustav, el maquinista, preguntó:
–¿Qué fianza? Tonterías, en el Socialismo ya no hay eso.
El resultado del encuentro era que la familia Peter se desmoronaba y los abuelos lo sabían. Era el final de la tragedia.

Cuando el Gran Stalin murió en la lejana Moscú, en Aue muchos hombres se quedaron paralizados por momentos aguantando la respiración:
-¿Será esta la solución, por lo menos el cambio?- se preguntó Fritz.
Pero nada pasó.
Alrededor del 17 de Junio de 1953, las Fuerzas Soviéticas tuvieron que sacar sus batallones de tanques, para aplastar una rebelión popular que se había extendido por toda la República Democrática Alemana. Así se llamaba la Zona de Ocupación Soviética, nada más que un eufemismo. Los esclavos de Aue siguieron trabajando como siempre.
Obreros libres se habían visto con frecuencia sobre las barricadas en el curso de la historia.
Y libre había sido Fritz cuando decidió arriesgar su vida por los ideales de libertad y justicia.
Pero esto quedaba ahora muchos años atrás. Las rebeliones de los esclavos no eran frecuentes.
Así también les pasaba a los esclavos de la Wismuth SA en Aue. Esclavos dentro del socialismo; no era una contradicción, formaba parte del sistema.
Los esclavos sintieron un estado febril de alerta, pero en vano. Nadie se acordó de ellos.
Finalmente, “el Poder de los Obreros y de los Campesinos“, después de triunfar sobre el intento de “contrarrevolución y revanchismo“, decidió aflojar un poco la rienda. Al final de la represión brutal debe llegar la amnistía. Este es el juego de todas las dictaduras. Las cárceles estaban repletas y brazos faltaron para reemplazar a los hombres amnistiados en Aue, que además de viejos y gastados, pronto presentarían problemas de salud.

Fritz casi no pudo creerlo cuando tuvo la carta en sus manos. Después de casi ocho de los doce años que le habían echado, estaría libre.
Le parecía oír las campanadas de Pascuas de Resurrección. Una marea de esperanza le invadió.
–Entonces– dijo–, todavía tengo la vida. Aún no estoy acabado.
Y esta vez escuchaba la voz que sonó dentro de él en momentos decisivos:
–“No esperes más, ¡salta, Fritz!“–
Sí, lo vio muy claro: no podía quedarse en este país, sometido a este orden y estas reglas.
–Esto no mejora, cada día que pase, será peor– dijo–. El régimen no se fia de su propia población: tendrá que elegir otra para gobernar mejor. Su humor había renacido.
Sabía que esta libertad suya era provisional. Ahora sería sometido a toda clase de medidas educativas: tendría que aguantar sermones explicativos e hipócritas. No faltarían los que le sugerirían que se arrepentiera, que hiciera declaraciones públicas y se presentara como revanchista arrepentido.
–No sirvo para esto, ni aprenderé nunca a disfrazarme.

Fritz, con la carta de libertad en la mano, tomó primero el tren a Leipzig. En la estación de Leipzig no compró el billete para ir a Halle o a Bitterfeld:
–A Berlín, sólo ida– dijo al hombre de la taquilla.
Confiaba que todavía no estuviera en la lista de las personas supervigiladas y controladas. Sabía que como técnico especialista que había trabajado en una empresa soviética, merecería el cuidado especial de las autoridades.
–Si me pillan, todo se habrá acabado– pensaba.
Así pasó, que Fritz no se fue primero a su casa a ver a su mujer y a sus padres, sino a cometer un nuevo delito contra el estado, que en este momento se preparaba para errigirse en una nación: la Primera Nación Socialista sobre el territorio de Alemania. Esta terminología muy bien escogida engañó a muchos observadores extranjeros. El delito que Fritz iba a cometer se llamaba: Republikflucht - huida de la República -. Una vez más, estuvo decidido a huir. Esta vez sabía que las consecuencias para su mujer serían graves: la acusarían de colaboración, por lo menos de tácito consentimiento. A su padre le caería esto como una ducha fría. Toda la familia perdería credibilidad y autoridad moral. Kaethe tendría que salir de la casa.
–Pero yo no puedo quedarme– se decía– me es imposible.
Cuando el tren pasó por Halle y después por Bitterfeld, sintió inmensas ganas de bajarse. Además, veía todo lo que faltaba por reconstruir. Medio Bitterfeld estaba en ruinas todavía. Entre la guerra y las reparaciones, el país se había quedado arruinado. Había tanto que hacer para un técnico.
–A pesar de esto, aquí no me necesita nadie– decía.
Pensaba en su familia. ¿No había sido objeto de observación por pertenecer a esta familia?
¿No habían querido corregirlo, educarlo y transformarlo todo el tiempo? Pensaba en Gertrud, su hermana y fiel seguidora del régimen, y en los hijos de ella, alevines prometedores. Le dolía no volver a ver a su padre. Aquel hombre viejo era un comunista de la primera hora. En poco o nada se parecía a los representantes del régimen actual, mediocres burócratas, inseguros y acomplejados.
–A ver si lo arreglan todo, los predicadores, habladores y sabelotodo cuidadosos de su propio puesto y poder. Fritz se enfurecía siempre pensando en esto.
Desde Leipzig le había escrito a Kaethe. La carta decía que no se extrañara de lo que pasaría y que estaba en el camino de un viaje largo. Esperó que Kaethe lo comprendiera.

1 Recordamos: Los abuelos Friedrich Wilhelm Peter y Eva Motok, sus hijos Fritz, Gertrud, Kurt, Martha y Alfred.
Casados: Fritz con Kaethe, sin hijos; Gertrud con Gustav, cuatro hijos; Kurt con Martha, dos hijos; Martha, viuda,
dos hijos; Alfred con Berta, un hijo ( el autor de esta crónica)
2 Organización juvenil oficial de la RDA

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