dijo el director de la
prisión en Bautzen a donde había sido trasladado. Ahora vistió de
gris como todos los presos y se había presentado ante el director.
El director continuó:
–Usted se ha comportado
correctamente aquí y ha podido disfrutar de todas las ventajas que
normalmente se les otorga a los presos, después de haber cumplido
una parte mayor de la sanción.
Su esposa ha podido
escribir e inclusive ha podido visitarle. Creo que también está
autorizada a quedarse en la vivienda familiar.
–¿Qué quiere usted
proponerme?– le interrumpía Fritz que se había puesto inquieto.
Le era familiar el lenguaje que usaban sus carceleros. Una
introducción así, no prometía revelar nada de bueno.
–Un hombre con sus
conocimientos y su experiencia no puede ser empleado adecuadamente
aquí, como nos lo manda la sentencia. Debe usted emplear estas
facultades por el bien de la sociedad que se encuentra en una
encrucijada.
Le ofrecemos un privilegio
que al mismo tiempo es una obligación: trabajará usted como técnico
constructor. Su libertad será limitada como es natural. Vivirá en
un campamento en lugar de esta cárcel. Pero tanto su salario como el
suministro de todo lo que necesita serán absolutamente
normales.¡Olvídese de la existencia de esta cárcel!
–¿Y dónde será eso,
dónde me encontraré casi como en libertad? ¿No será casualmente
en Aue y trabajando en la Wismuth SA?– preguntó Fritz.
–Exactamente– contestó
el director–, este es el sitio a donde será trasladado usted
mañana.
He recibido una carta que
me indica que proceda así sin más demora.
–Parece que tengo el don
de profecía– dijo Fritz.
El director se calló.
El día siguiente, Fritz
comenzó a trabajar en la mina de Uranio cerca de Aue, una ciudad
pequeña situada en las llamadas “Montañas Metálicas“. En el
trascurso de los siglos, estas montañas habían visto a muchos
mineros. Mineros en busca de la plata para dar brillo a príncipes y
emperadores. Con picos y palas habían acumulado vertederos altos
como montañas. Su radioactividad durante siglos permaneció
desconocida. Bajo el látigo de la SS, esclavos modernos habían
arrancado metales de estos pobres yacimientos minerales, para bien de
la industria armamentística del Tercer Reich.
Esto había costado
innumerables vidas por el trato inhumano que estos peones recibían.
Pero, escondida quedaba otra realidad: el efecto tóxico de estas
tierras que eran ricas en uranio y pobres en todo lo demás.
Ahora, un ejército de
esclavos bajo el mando de los Soviéticos trabajaba sin parar para
suministrar a la industria soviética el uranio, elemento básico
para la fabricación de Plutonio. La producción de bombas atómicas
e hidrógenas dependía del envío constante de uranio enriquecido
producido en Alemania.
Máquinas excavadoras y
dinamita abrían el camino a las fuentes del mineral venenoso. En un
sitio cercano comenzaba el proceso de concentración, para
transformarlo en la masa superexplosiva que se necesitaba para
mantener el equilibrio del terror o la Guerra Fría.
Fritz se acordó de las
imágenes de su infancia. Eran fuerzas gigantescas que movían las
tierras, sacando a la luz del día lo que había permanecido
escondido durante millones de años. Pero esta vez, esta metáfora no
prometía progreso y revolución.
¿No era esto el retrato
fiel de las destrucciones que sufrían la naturaleza y la humanidad
del siglo XX en nombre del progreso?
¿Qué podía resistir a
la fuerza destructora de la técnica?
Todo se transformaría en
una cuestión puramente técnica. La política y la justicia, un
problema técnico. Fritz empezó a sentir esta destrucción. No era
el trabajo solamente. Era un trabajo que carecía de sentido.
Había días cuando se
llegaban representantes del mundo político de la RDA al campamento.
Entonces todos los internados tenían que presentarse en formación
militar, para escuchar el sermón de algún funcionario político,
que había llegado desde Leipzig o Berlín, y que los llamaba
camaradas y compañeros de la lucha. Para continuar diciendo lo
importante que era el trabajo que ejercían y que la existencia misma
del socialismo dependía de ellos. Pero tampoco ahorraba amenazas:
había que cumplir con las
normas del trabajo y cuidar los materiales. La clase obrera no
perdonaba la negligencia, y lo que era peor, el sabotaje en favor del
enemigo representado por el Revanchismo y el Imperialismo del
Occidente.
Fritz había aprendido a
no escuchar y a no poner más atención a este campanilleo de
palabras vacías. Para él no tenía sentido escuchar esto. Dando
vuelta y mirando las caras observaba hastío e indiferencia
generales. Cada gesto indicaba: “no interesa lo que están
diciendo, no nos incumbe“.
Había que sobrevivir,
sacar el pellejo sano. A veces le divertía recordando que había
firmado una solicitud para afiliarse al partido. Ahora le parecía
eso absurdo, casi ridículo.
¿No era su vida una
tragicomedia?
Cuando de noche estaba
echado sobre el camastro en la barraca le invadían los pensamientos
negros:
¿Cómo había podido ser
tan ingenuo de creer que todo cambiaría a mejor si este mundo fuera
transformado por fuera y por dentro?
La vitalidad y todo
optimismo parecían haberle abandonado definitivamente. Se acordó de
situaciones similares en plena guerra: “la voluntad siempre era
optimista“. Ahora se preguntó:
¿Y si esta voluntad nos
engaña? Vivimos metidos en la mentira, porque no podemos soportar
estar sin esta consolación. Lo que Fritz no sabía era que este
estado de ánimo era una de las consecuencias de lenta intoxicación
que soportaba su organismo.
Sufrió terriblemente
durante días y semanas. A veces se veía tentado de coger una carga
de dinamita y acabar con su triste existencia. Él tenía acceso a
los materiales explosivos. Odiaba estas piedras que le rodeaban,
piedras sin color y brillo que transformado en el polvo grisáceo
sería capaz de causar la muerte a millones de personas. Fritz sentía
horror ante la idea.
Pero cuando cogió la
barra de dinamita, se produjo otra vez este milagro que la naturaleza
tiene reservado a los desesperados: apareció entre las piedras una
fina cristalización.
–Una flor que brota en
el infierno.– Fritz pasó la mano por esta fina estructura y olvidó
la barra de dinamita.
Le pareció que poco a
poco su cuerpo se transformara absorbiendo el color del ambiente. Los
ojos quedaban sin brillo, la piel escamosa. Le pareció que su mirada
se estrellara contra las piedras. Comenzó a sentir miedo ante los
lugares cerrados. Todo valor le había abandonado y a veces le
invadió un temblor que difícilmente logró dominar.
–¿Qué te pasa Fritz?
Parece que te estás acabando–, hablando solo.
Mientras tanto, el mundo
afuera seguía viviendo: había reuniones internacionales sobre el
destino de Alemania. Todos se armaron y hablaban de desarme. Había
nuevos conflictos y guerras en países lejanos. Fueron elegidos unos
gobiernos y otros desaparecieron. Hubo un reparto de las tierras de
los barones y nuevamente eran colectivizadas. Nacieron unos y
murieron otros. Había quien se casaba y otros se divorciaban.
Grandes imperios se derrumbaron y otros nuevos nacieron.
Y también empezaba a
hacerse una frontera fortificada y minada que separaba las dos
Alemanias.
Y mientras una pareja de
viejos celebraba su boda de oro.
Y sucedió lo que nadie
podía haber esperado: a Fritz le dieron un permiso, pero un permiso
bajo palabra de honor, como en los viejos tiempos feudales. Fritz
tenía permiso para ir a ver a sus padres.
Y allí estuvo, al lado
izquierdo de la fotografía. Era como si no perteneciera a la
familia. Llevaba la tristeza en la mirada. El traje demasiado ancho.
Kaethe lo tenía agarrado con ambas manos.
Casi todos los Peter1
estaban ahí reunidos. Por última vez. En el centro, la pareja de
ancianos, en el sitio de honor.
Para casi todos, Mühlbeck
ya no era su pueblo. Alfred había venido de Frankfurt, del
“extranjero“. Los hijos de Gertrud en uniformes de la FdJ 2,
preparándose para formar parte de la élite del estado. El orgullo
de Gertrud. El viejo llevaba un ramillete de flores y ninguna
condecoración. ¿Había dicho Adiós a sus sueños?
Este día se habló de
muchas cosas. Fritz permanecía callado. Era un preso con permiso
temporal.
Alfred contaba de su viaje
desde el Oeste al Este:
–A mí, solamente a mí,
me sacaron del autobus en la frontera. Me revisaron, me interrogaron
y hasta me desnudaron. ¿Qué buscaban? ¿Por qué a mí? ¿Será
porque me llamo Peter?
Gertrud permanecía
callada mirando el suelo. También Martha callaba y Kurt sonreía.
Gustav, el maquinista, se reía del chiste y tomó un largo sorbo de
cerveza.
El viejo decía:
–Las patatas van muy
bien este año.
–Las zanahorias también–
continuó Eva mirando a Fritz con lágrimas en los ojos.
–Así es– dijo Fritz–,
tengo que irme ya.
–Esto es como en “La
Fianza“, el poema de Schiller– decía Kurt–, el Héroe se va
porque el honor le obliga.
A Kurt le gustaba la
literatura. Y con ironía trató la emoción.
Todos miraron a Fritz.
Este abrazó a sus padres y se fue sin decir más nada.
Gustav, el maquinista,
preguntó:
–¿Qué fianza?
Tonterías, en el Socialismo ya no hay eso.
El resultado del encuentro
era que la familia Peter se desmoronaba y los abuelos lo sabían. Era
el final de la tragedia.
Cuando el Gran Stalin
murió en la lejana Moscú, en Aue muchos hombres se quedaron
paralizados por momentos aguantando la respiración:
-¿Será esta la solución,
por lo menos el cambio?- se preguntó Fritz.
Pero nada pasó.
Alrededor del 17 de Junio
de 1953, las Fuerzas Soviéticas tuvieron que sacar sus batallones de
tanques, para aplastar una rebelión popular que se había extendido
por toda la República Democrática Alemana. Así se llamaba la Zona
de Ocupación Soviética, nada más que un eufemismo. Los esclavos de
Aue siguieron trabajando como siempre.
Obreros libres se habían
visto con frecuencia sobre las barricadas en el curso de la historia.
Y libre había sido Fritz
cuando decidió arriesgar su vida por los ideales de libertad y
justicia.
Pero esto quedaba ahora
muchos años atrás. Las rebeliones de los esclavos no eran
frecuentes.
Así también les pasaba a
los esclavos de la Wismuth SA en Aue. Esclavos dentro del socialismo;
no era una contradicción, formaba parte del sistema.
Los esclavos sintieron un
estado febril de alerta, pero en vano. Nadie se acordó de ellos.
Finalmente, “el Poder de
los Obreros y de los Campesinos“, después de triunfar sobre el
intento de “contrarrevolución y revanchismo“, decidió aflojar
un poco la rienda. Al final de la represión brutal debe llegar la
amnistía. Este es el juego de todas las dictaduras. Las cárceles
estaban repletas y brazos faltaron para reemplazar a los hombres
amnistiados en Aue, que además de viejos y gastados, pronto
presentarían problemas de salud.
Fritz casi no pudo creerlo
cuando tuvo la carta en sus manos. Después de casi ocho de los doce
años que le habían echado, estaría libre.
Le parecía oír las
campanadas de Pascuas de Resurrección. Una marea de esperanza le
invadió.
–Entonces– dijo–,
todavía tengo la vida. Aún no estoy acabado.
Y esta vez escuchaba la
voz que sonó dentro de él en momentos decisivos:
–“No esperes más,
¡salta, Fritz!“–
Sí, lo vio muy claro: no
podía quedarse en este país, sometido a este orden y estas reglas.
–Esto no mejora, cada
día que pase, será peor– dijo–. El régimen no se fia de su
propia población: tendrá que elegir otra para gobernar mejor. Su
humor había renacido.
Sabía que esta libertad
suya era provisional. Ahora sería sometido a toda clase de medidas
educativas: tendría que aguantar sermones explicativos e hipócritas.
No faltarían los que le sugerirían que se arrepentiera, que hiciera
declaraciones públicas y se presentara como revanchista
arrepentido.
–No sirvo para esto, ni
aprenderé nunca a disfrazarme.
Fritz, con la carta de
libertad en la mano, tomó primero el tren a Leipzig. En la estación
de Leipzig no compró el billete para ir a Halle o a Bitterfeld:
–A Berlín, sólo ida–
dijo al hombre de la taquilla.
Confiaba que todavía no
estuviera en la lista de las personas supervigiladas y controladas.
Sabía que como técnico especialista que había trabajado en una
empresa soviética, merecería el cuidado especial de las
autoridades.
–Si me pillan, todo se
habrá acabado– pensaba.
Así pasó, que Fritz no
se fue primero a su casa a ver a su mujer y a sus padres, sino a
cometer un nuevo delito contra el estado, que en este momento se
preparaba para errigirse en una nación: la Primera Nación
Socialista sobre el territorio de Alemania. Esta terminología muy
bien escogida engañó a muchos observadores extranjeros. El delito
que Fritz iba a cometer se llamaba: Republikflucht - huida de la
República -. Una vez más, estuvo decidido a huir. Esta vez sabía
que las consecuencias para su mujer serían graves: la acusarían de
colaboración, por lo menos de tácito consentimiento. A su padre le
caería esto como una ducha fría. Toda la familia perdería
credibilidad y autoridad moral. Kaethe tendría que salir de la casa.
–Pero yo no puedo
quedarme– se decía– me es imposible.
Cuando el tren pasó por
Halle y después por Bitterfeld, sintió inmensas ganas de bajarse.
Además, veía todo lo que faltaba por reconstruir. Medio Bitterfeld
estaba en ruinas todavía. Entre la guerra y las reparaciones, el
país se había quedado arruinado. Había tanto que hacer para un
técnico.
–A pesar de esto, aquí
no me necesita nadie– decía.
Pensaba en su familia. ¿No
había sido objeto de observación por pertenecer a esta familia?
¿No habían querido
corregirlo, educarlo y transformarlo todo el tiempo? Pensaba en
Gertrud, su hermana y fiel seguidora del régimen, y en los hijos de
ella, alevines prometedores. Le dolía no volver a ver a su padre.
Aquel hombre viejo era un comunista de la primera hora. En poco o
nada se parecía a los representantes del régimen actual, mediocres
burócratas, inseguros y acomplejados.
–A ver si lo arreglan
todo, los predicadores, habladores y sabelotodo cuidadosos de su
propio puesto y poder. Fritz se enfurecía siempre pensando en esto.
Desde Leipzig le había
escrito a Kaethe. La carta decía que no se extrañara de lo que
pasaría y que estaba en el camino de un viaje largo. Esperó que
Kaethe lo comprendiera.
1
Recordamos: Los abuelos Friedrich Wilhelm
Peter y Eva Motok, sus hijos Fritz,
Gertrud, Kurt, Martha y Alfred.
Casados:
Fritz con Kaethe, sin hijos; Gertrud con Gustav, cuatro hijos; Kurt
con Martha, dos hijos; Martha, viuda,
dos
hijos; Alfred con Berta, un hijo ( el autor de esta crónica)
2
Organización juvenil oficial de la RDA
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