cuando leyó las
instrucciones que acabó de recibir de la administración de la
empresa:
–¡Eliminar la vía
totalmente!– leyó en voz alta–. Así que mi intervención no
sirvió para nada.
La dirección había
tomado una decisión distinta de la del técnico. Este se enfrentaba
directamente a la obra y veía los problemas y las complicaciones.
La empresa “VEB - Bau“
había reunido legalmente lo que había quedado de varias empresas
privadas de esta región. Un plebiscito en favor de la transformación
de las empresas en “propiedad del pueblo“ había sido la base de
la expropiación.
A Fritz, en un principio,
esto le pareció bien y lo consideraba razonable. Algunas empresas
eran ruinas, nada más. Solamente las inversiones públicas eran
capaces de levantar este sector. Era preferible concentrarlas en una
sola empresa y no regarlas sin control ni garantías. Fritz ocupó el
mismo puesto que había tenido anteriormente.
Ya no dependía de la
voluntad y del capricho de una familia como los Balken, ahora tenía
que tratar con una administración anónima y burocrática. Nuevas
dificultades se presentaban por la lentitud de todos los procesos y
el inmenso papeleo que ahogaban el trabajo real.
Pero, eso no era la causa
principal de su descontento: su actividad de técnico se limitaba
exclusivamente a desmontar instalaciones ferroviarias, para cumplir
el extenso programa de reparaciones que exigía la Unión Soviética,
que en esta zona ejercía el poder igual que un señorío feudal.
Fritz comprendía la
necesidad y la obligación moral de reparar los inmensos daños que
había sufrido Rusia por culpa de la agresión alemana.
Sin embargo, era un
técnico que consideraba una insensatez destruir elementos básicos
de la infraestructura de una parte, con la intención de sanear otra.
Además, veía la casi imposibilidad de extraer las piezas sanas.
Había que empaquetearlas sin disponer de los medios para ello. Sus
colaboradores tampoco eran aptos para esta clase de trabajo.
Como ciudadano alemán se
preguntó: ¿Cómo podía recuperarse este país, si le quitaban los
elementos básicos de su infraestructura, que son las vías de los
trenes.
Se había quejado muchas
veces a la dirección, en persona y por escrito. Pero todo había
sido inútil. Nadie le hacía caso. Las relaciones entre el técnico
y la dirección no podían empeorar ya más.
El resultado fue que ahora
recibía las instrucciones por escrito con una copia para ser firmada
por él.
Vivía ahora con Kaethe en
una casa pequeña, que la empresa había puesto a su disposición.
Estaba amueblada. Al ocupar la casa, ellos no poseían nada y no
preguntaron quiénes fueron los que habían habitado la casa antes.
Habían dejado todo atrás. La casa estaba completa. Pero ningún
objeto personal recordaba a las personas que allí habían vivido.
Cuando Fritz regresaba por
la noche, con frecuencia se sentó a la mesa sin hablar y con la
mirada fija en la pared. Kaethe insistió en que tenía que levantar
este ánimo. Pero no lo lograba. Ella, más que nunca, sufría de
ataques de jaqueca. No podía comenzar ninguna actividad profesional.
Hacía falta personal en casi todos los sectores. La administración
pública crecía sin parar, y Kaethe había adquirido suficiente
práctica en la oficina del padre para trabajar en cualquier oficina.
La mayoría de las mujeres
estaban trabajando.
Fritz también se sentía
harto de oír las quejas diarias de Kaethe. La lista de todo lo que
no había y que no se conseguía, ni con cartilla ni con dinero,
crecía sin parar.
Así, con frecuencia, la
conversación durante la cena, comenzó con la frase que Kaethe
pronunció a diario:
“¿Te acuerdas?“ y
hacía referencia a uno u otro episodio memorable de antes de la
guerra, cuando vivía el padre y estaba presente el hermano. Fritz la
escuchó y aguantó las lamentaciones.
Para ella los tiempos
dorados definitivamente habían pasado.
Fritz tenía la esperanza
de que las cosas cambiarían con el paso del tiempo.
Una de estas tardes, su
hermana Gertrud estuvo presente. Había llegado porque acabó de
participar “en una reunión muy importante de la comisión femenina
del SED“ como dijo.
Ella ahora era miembro
activo del SED y llevaba el documento que la agreditaba
“visiblemente“.
Así lo recomendó una
instrucción interna del partido. Una pequeña bolsita de tela le
colgaba del cuello. El pueblo tenía derecho a conocer los personajes
que representaban la vanguardia del proletariado. Un miembro del
partido tenía que cumplir sus deberes perfectamente y hacer más que
esto: presentar una conducta ejemplar e impecable.
–¿Todavía no sabes
nada de la solicitud que echaste ya hace tiempo?– preguntó–.
Esto es muy raro.¿No te invitaron todavía a participar a ningún
curso?
Gertrud pasaba la mano por
la bolsita que le colgaba del cuello.
–No– contestaba
Fritz–, no sé de nada.
–Voy a preguntar a papá;
él debe de saber estas cosas.–
Gertrud se quedaba
pensativa.
–No– decía Fritz,–,
¿me oyes? No quiero eso. A mí no me corre ninguna prisa. Si no se
acuerdan de mí y me olvidan, mejor para mí.–
Fritz estaba de mal humor.
Gertrud seguía callada y después de un rato largo preguntó:
–¿Cómo te va en el
trabajo?
–Esto, ¡no se lo
preguntes!– interrumpió Kaethe.
–¿Por qué no?–
Gertrud se extrañó mucho.
–Porque estoy trabajando
con una empresa de derribos. No me dedico más que a desmontar y a
destruir. No construimos absolutamente nada, no reparamos nada,
solamante derribamos. Hoy mismo, ha sucedido que he tenido que
destruir lo que hace diez años logré construir. ¿Y sabes el valor
que esto representa después de sacado?
Fritz contestó la
pregunta levantando la voz:
–Nada, absolutamente
nada, ninguno, es chatarra. Todo para el desguace. Producimos hierro
viejo.
–¡Fritz!– llamaba
Kaethe para calmarlo.
Gertrud se retiró.
–¿Es esto construir el
Socialismo?– gritó y dio tal puñetazo en la mesa que los platos
saltaron.
Gertrud se levantó
irritada. No esperaba esto:
–Otro día volveré
cuando te hayas calmado– decía.
Fritz no la miró, salió
al patio, y empezó a partir leña.
Después de una hora
regresó. Gertrud ya se había ido y estaba solo con Kaethe:
–Fritz, por favor, ten
más cuidado– le pidió–. Tú sabes cómo es tu hermana. Ella
está convencida al cien por cien de sus ideas y conforme con todo lo
que hagan los de su partido.
–No– contestó Fritz–,
soy yo el que quiere que las cosas esten al cien por cien. No se debe
proteger la insensatez aunque sea políticamente correcta. Son unos
aprovechados asquerosos. ¡Y no me digas que tenga cuidado! Hace diez
años me dijiste lo mismo. Pero ya no vivimos en la Alemania de Adolf
Hitler.
Kaethe no dijo nada.
El trabajo se volvía cada
vez más difícil. Faltaban máquinas, herramientas idóneas y sobre
todo, no había personal adecuado para esta clase de trabajos. El
trabajo era duro y la dirección mandaba mujeres y jóvenes que nunca
habían tocado un pico o una pala.
Así las cosas, cuando un
día se presentó un grupo de niños con su maestro, Fritz perdió la
paciencia. Les gritó que se fueran a sus casas para hacer las tareas
del colegio. Los niños se quedaron totalmente perplejos. El maestro
había alabado el trabajo como una fuente de riqueza social. Ahora
deberían haberlo practicado, para describir sus impresiones y
experiencias. Eso se llamaba crear la conciencia socialista.
Fritz sospechó que una
medida como esta podía haber sido dirigida por su hermana. En su
comisión femenina de la SED era capaz de inventar cosas así, para
destacar su ingenio socialista.
Además, continuó el
racionamiento de los alimentos básicos. La cartilla para los que
trabajaban en estas obras estaba mejor dotada, pero no era
suficiente. Los obreros comían mal y pasaban hambre.
Todos los problemas se
podían resumir en una sola frase: no había nada de nada, sólo
palabras.
Naturalmente todos
trabajaron de mala gana, porque les fastidiaba esta labor dedicada a
la destrucción. Muchas piezas de señalización y desviación
recibían desperfectos al ser desmontados. Algunas piezas estaban ya
dañadas por culpa de la guerra.
La dirección le había ya
comunicado varias veces que la Unión Soviética exigía la entrega
de las piezas en un estado de funcionamiento normal. Le habían
amenazado inclusive con lo que había sucedido en otra parte: la
SMAD, Administración Soviética Militar, no sólo había denunciado
el mal estado de las cosas, sino que había iniciado una
investigación, acusando la empresa alemana de descuido y sabotaje de
las reparaciones.
En otra oportunidad le
habían citado personalmente para comunicarle que los trabajos
deberían realizarse con mayor rapidez, y que existía un plan de
entrega que debía cumplirse sin más demora.
Fritz quería dar
explicaciones y proponer una modificación razonable de ello. Pero no
era escuchado. Los señores camaradas tenían que hacer otras cosas
más importantes.
A Fritz no le quedaba más
remedio que cerrar la puerta de tal manera que retumbaron las
ventanas.
–Ni siquiera me han
ofrecido una silla. Son ignorantes, cuadros políticos, que nunca han
movido un dedo fuera de su oficina y metidos todo el día en sus
reuniones interminables.
Fritz hablaba así, como
todo el mundo hacía: maldiciendo la ignorancia de los nuevos
mandatarios, el comportamiento prepotente de las tropas de ocupación
soviéticas y la falta de medios de subsistencia elementales.
Sin embargo, nadie se
atrevía a protestar en público. Se hablaba también de “campos de
concentración“ y de que más de uno había “desaparecido“ ya.
Todos conocían casos de personas que habían sido detenidos. Por
regla general el procedimiento era tan discreto que se parecía a una
misteriosa desaparición. Y era cierto. Todos los campos de
concentración construidos durante la época nazi seguían
funcionando bajo el control de los soviéticos y sus ayudantes
alemanes. Se habían llenado pronto de un público muy variado: de
nazis, de sospechosos y de inocentes. En algunos casos, bastaba haber
sido actor de cine en películas consideradas de carácter fascista.
La mortandad en estos campos era alta.
Fritz en un principio no
daba crédito a estos rumores.
–Había muchos viejos
nazis– decía–, hay que limpiar la casa antes de pintarla de
nuevo.
La situación en el
trabajo no podía estar peor. Lo que desmontaban, en el fondo no
servía para ser reinstalado sin haber sido reparado. Fritz había
propuesto esto, crear un taller de reparaciones para entregar las
piezas en buen estado. La empresa exigía, que se cumpliera el plan y
el horario de las entregas.
Cuando de noche llegaba a
casa, Kaethe le explicaba todo lo que no había podido comprar, y por
eso tampoco había podido preparar para comer.
Fritz se resignaba a todo
esto diciendo:
–Estos problemas son
inevitables. Cuando haya pasado esto, comenzará la reconstrucción.
Somos capaces de muchas cosas y no nos escondemos delante de nadie.
Después movió un poco el
tenedor sobre el plato.
–No tengo nada mejor–
decía Kaethe.
–Eso no es. No es la
comida. Estamos bien. La guerra ya pasó. ¿Qué más queremos? Hay
que tener paciencia.
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