miércoles, 14 de agosto de 2002

Capítulo 4: Fritz tembló de ira,

cuando leyó las instrucciones que acabó de recibir de la administración de la empresa:
–¡Eliminar la vía totalmente!– leyó en voz alta–. Así que mi intervención no sirvió para nada.
La dirección había tomado una decisión distinta de la del técnico. Este se enfrentaba directamente a la obra y veía los problemas y las complicaciones.
La empresa “VEB - Bau“ había reunido legalmente lo que había quedado de varias empresas privadas de esta región. Un plebiscito en favor de la transformación de las empresas en “propiedad del pueblo“ había sido la base de la expropiación.
A Fritz, en un principio, esto le pareció bien y lo consideraba razonable. Algunas empresas eran ruinas, nada más. Solamente las inversiones públicas eran capaces de levantar este sector. Era preferible concentrarlas en una sola empresa y no regarlas sin control ni garantías. Fritz ocupó el mismo puesto que había tenido anteriormente.
Ya no dependía de la voluntad y del capricho de una familia como los Balken, ahora tenía que tratar con una administración anónima y burocrática. Nuevas dificultades se presentaban por la lentitud de todos los procesos y el inmenso papeleo que ahogaban el trabajo real.

Pero, eso no era la causa principal de su descontento: su actividad de técnico se limitaba exclusivamente a desmontar instalaciones ferroviarias, para cumplir el extenso programa de reparaciones que exigía la Unión Soviética, que en esta zona ejercía el poder igual que un señorío feudal.
Fritz comprendía la necesidad y la obligación moral de reparar los inmensos daños que había sufrido Rusia por culpa de la agresión alemana.
Sin embargo, era un técnico que consideraba una insensatez destruir elementos básicos de la infraestructura de una parte, con la intención de sanear otra. Además, veía la casi imposibilidad de extraer las piezas sanas. Había que empaquetearlas sin disponer de los medios para ello. Sus colaboradores tampoco eran aptos para esta clase de trabajo.
Como ciudadano alemán se preguntó: ¿Cómo podía recuperarse este país, si le quitaban los elementos básicos de su infraestructura, que son las vías de los trenes.
Se había quejado muchas veces a la dirección, en persona y por escrito. Pero todo había sido inútil. Nadie le hacía caso. Las relaciones entre el técnico y la dirección no podían empeorar ya más.
El resultado fue que ahora recibía las instrucciones por escrito con una copia para ser firmada por él.
Vivía ahora con Kaethe en una casa pequeña, que la empresa había puesto a su disposición. Estaba amueblada. Al ocupar la casa, ellos no poseían nada y no preguntaron quiénes fueron los que habían habitado la casa antes. Habían dejado todo atrás. La casa estaba completa. Pero ningún objeto personal recordaba a las personas que allí habían vivido.
Cuando Fritz regresaba por la noche, con frecuencia se sentó a la mesa sin hablar y con la mirada fija en la pared. Kaethe insistió en que tenía que levantar este ánimo. Pero no lo lograba. Ella, más que nunca, sufría de ataques de jaqueca. No podía comenzar ninguna actividad profesional. Hacía falta personal en casi todos los sectores. La administración pública crecía sin parar, y Kaethe había adquirido suficiente práctica en la oficina del padre para trabajar en cualquier oficina.
La mayoría de las mujeres estaban trabajando.
Fritz también se sentía harto de oír las quejas diarias de Kaethe. La lista de todo lo que no había y que no se conseguía, ni con cartilla ni con dinero, crecía sin parar.
Así, con frecuencia, la conversación durante la cena, comenzó con la frase que Kaethe pronunció a diario:
“¿Te acuerdas?“ y hacía referencia a uno u otro episodio memorable de antes de la guerra, cuando vivía el padre y estaba presente el hermano. Fritz la escuchó y aguantó las lamentaciones.
Para ella los tiempos dorados definitivamente habían pasado.
Fritz tenía la esperanza de que las cosas cambiarían con el paso del tiempo.

Una de estas tardes, su hermana Gertrud estuvo presente. Había llegado porque acabó de participar “en una reunión muy importante de la comisión femenina del SED“ como dijo.
Ella ahora era miembro activo del SED y llevaba el documento que la agreditaba “visiblemente“.
Así lo recomendó una instrucción interna del partido. Una pequeña bolsita de tela le colgaba del cuello. El pueblo tenía derecho a conocer los personajes que representaban la vanguardia del proletariado. Un miembro del partido tenía que cumplir sus deberes perfectamente y hacer más que esto: presentar una conducta ejemplar e impecable.
–¿Todavía no sabes nada de la solicitud que echaste ya hace tiempo?– preguntó–. Esto es muy raro.¿No te invitaron todavía a participar a ningún curso?
Gertrud pasaba la mano por la bolsita que le colgaba del cuello.
–No– contestaba Fritz–, no sé de nada.
–Voy a preguntar a papá; él debe de saber estas cosas.–
Gertrud se quedaba pensativa.
–No– decía Fritz,–, ¿me oyes? No quiero eso. A mí no me corre ninguna prisa. Si no se acuerdan de mí y me olvidan, mejor para mí.–
Fritz estaba de mal humor. Gertrud seguía callada y después de un rato largo preguntó:
–¿Cómo te va en el trabajo?
–Esto, ¡no se lo preguntes!– interrumpió Kaethe.
–¿Por qué no?– Gertrud se extrañó mucho.

–Porque estoy trabajando con una empresa de derribos. No me dedico más que a desmontar y a destruir. No construimos absolutamente nada, no reparamos nada, solamante derribamos. Hoy mismo, ha sucedido que he tenido que destruir lo que hace diez años logré construir. ¿Y sabes el valor que esto representa después de sacado?
Fritz contestó la pregunta levantando la voz:
–Nada, absolutamente nada, ninguno, es chatarra. Todo para el desguace. Producimos hierro viejo.
–¡Fritz!– llamaba Kaethe para calmarlo.
Gertrud se retiró.
–¿Es esto construir el Socialismo?– gritó y dio tal puñetazo en la mesa que los platos saltaron.
Gertrud se levantó irritada. No esperaba esto:
–Otro día volveré cuando te hayas calmado– decía.

Fritz no la miró, salió al patio, y empezó a partir leña.
Después de una hora regresó. Gertrud ya se había ido y estaba solo con Kaethe:
–Fritz, por favor, ten más cuidado– le pidió–. Tú sabes cómo es tu hermana. Ella está convencida al cien por cien de sus ideas y conforme con todo lo que hagan los de su partido.
–No– contestó Fritz–, soy yo el que quiere que las cosas esten al cien por cien. No se debe proteger la insensatez aunque sea políticamente correcta. Son unos aprovechados asquerosos. ¡Y no me digas que tenga cuidado! Hace diez años me dijiste lo mismo. Pero ya no vivimos en la Alemania de Adolf Hitler.
Kaethe no dijo nada.
El trabajo se volvía cada vez más difícil. Faltaban máquinas, herramientas idóneas y sobre todo, no había personal adecuado para esta clase de trabajos. El trabajo era duro y la dirección mandaba mujeres y jóvenes que nunca habían tocado un pico o una pala.
Así las cosas, cuando un día se presentó un grupo de niños con su maestro, Fritz perdió la paciencia. Les gritó que se fueran a sus casas para hacer las tareas del colegio. Los niños se quedaron totalmente perplejos. El maestro había alabado el trabajo como una fuente de riqueza social. Ahora deberían haberlo practicado, para describir sus impresiones y experiencias. Eso se llamaba crear la conciencia socialista.
Fritz sospechó que una medida como esta podía haber sido dirigida por su hermana. En su comisión femenina de la SED era capaz de inventar cosas así, para destacar su ingenio socialista.
Además, continuó el racionamiento de los alimentos básicos. La cartilla para los que trabajaban en estas obras estaba mejor dotada, pero no era suficiente. Los obreros comían mal y pasaban hambre.
Todos los problemas se podían resumir en una sola frase: no había nada de nada, sólo palabras.

Naturalmente todos trabajaron de mala gana, porque les fastidiaba esta labor dedicada a la destrucción. Muchas piezas de señalización y desviación recibían desperfectos al ser desmontados. Algunas piezas estaban ya dañadas por culpa de la guerra.
La dirección le había ya comunicado varias veces que la Unión Soviética exigía la entrega de las piezas en un estado de funcionamiento normal. Le habían amenazado inclusive con lo que había sucedido en otra parte: la SMAD, Administración Soviética Militar, no sólo había denunciado el mal estado de las cosas, sino que había iniciado una investigación, acusando la empresa alemana de descuido y sabotaje de las reparaciones.
En otra oportunidad le habían citado personalmente para comunicarle que los trabajos deberían realizarse con mayor rapidez, y que existía un plan de entrega que debía cumplirse sin más demora.
Fritz quería dar explicaciones y proponer una modificación razonable de ello. Pero no era escuchado. Los señores camaradas tenían que hacer otras cosas más importantes.
A Fritz no le quedaba más remedio que cerrar la puerta de tal manera que retumbaron las ventanas.
–Ni siquiera me han ofrecido una silla. Son ignorantes, cuadros políticos, que nunca han movido un dedo fuera de su oficina y metidos todo el día en sus reuniones interminables.
Fritz hablaba así, como todo el mundo hacía: maldiciendo la ignorancia de los nuevos mandatarios, el comportamiento prepotente de las tropas de ocupación soviéticas y la falta de medios de subsistencia elementales.
Sin embargo, nadie se atrevía a protestar en público. Se hablaba también de “campos de concentración“ y de que más de uno había “desaparecido“ ya. Todos conocían casos de personas que habían sido detenidos. Por regla general el procedimiento era tan discreto que se parecía a una misteriosa desaparición. Y era cierto. Todos los campos de concentración construidos durante la época nazi seguían funcionando bajo el control de los soviéticos y sus ayudantes alemanes. Se habían llenado pronto de un público muy variado: de nazis, de sospechosos y de inocentes. En algunos casos, bastaba haber sido actor de cine en películas consideradas de carácter fascista. La mortandad en estos campos era alta.
Fritz en un principio no daba crédito a estos rumores.
–Había muchos viejos nazis– decía–, hay que limpiar la casa antes de pintarla de nuevo.

La situación en el trabajo no podía estar peor. Lo que desmontaban, en el fondo no servía para ser reinstalado sin haber sido reparado. Fritz había propuesto esto, crear un taller de reparaciones para entregar las piezas en buen estado. La empresa exigía, que se cumpliera el plan y el horario de las entregas.
Cuando de noche llegaba a casa, Kaethe le explicaba todo lo que no había podido comprar, y por eso tampoco había podido preparar para comer.
Fritz se resignaba a todo esto diciendo:
–Estos problemas son inevitables. Cuando haya pasado esto, comenzará la reconstrucción. Somos capaces de muchas cosas y no nos escondemos delante de nadie.
Después movió un poco el tenedor sobre el plato.
–No tengo nada mejor– decía Kaethe.
–Eso no es. No es la comida. Estamos bien. La guerra ya pasó. ¿Qué más queremos? Hay que tener paciencia.

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