lunes, 12 de agosto de 2002

Capítulo 6: –Fritz, imagínate,

a tu padre le han relevado del puesto de alcalde en Mühlbeck–, así le saludó un día Kaethe, cuando Fritz llegó a casa.
–¿Quién te lo ha dicho?– preguntó Fritz.
Kaethe contestó que Gertrud había estado aquí, pero no había querido quedarse:
–Estaba nerviosa, loca perdida– dijo Kaethe.
Parece que su padre no había previsto nada de esto. Fritz se puso muy inquieto y pensó en hacerle una visita el domingo siguiente.
–Ahora será pensionista definitivamente. ¿Qué más quiere?– Kaethe no apreciaba a su suegro.


El trabajo se le complicaba cada vez más a Fritz. No progresaba. A veces no tenía ni diez trabajadores a su disposición. Llevaba todo un paquete de encargos y no sabía, cómo podía cumplir lo que se le exigía. Además, había que preparar los transportes para su expedición. Esto absorbía muchas horas de trabajo, porque había que fabricar listas en alemán y en ruso, con varias copias. Así que había que buscar a un intérprete. A pesar de trabajar más horas, Fritz no lograba poner pie en tierra.
–Yo administro un caos– decía y tiró el paquete de papeles que llevaba en la mano sobre la mesa.
–Además tengo visita, con todo lo que hay que hacer– decía–. ¿Qué querrán ahora?
A través de la ventana veía llegar un grupo de hombres que se acercaban con pasos decidos a la barraca, donde Fritz hacía estos trabajos burocráticos odiados por él.
Entraron sin haber llamado a la puerta. Eran tres hombres, iban correctamente vestidos. A Fritz le parecía haberlos visto antes, pues habían venido por separado y habían observado los trabajos.
–¿Friedrich Peter?– le preguntó el que parecía mayor y más alto. Llevaba sombrero y chubasquera negra.
–Sí, ¿qué desean ustedes?– contestó Fritz–. Miren que estoy muy ocupado para .....
Le interrumpió el otro:
–Por favor, ¡acompáñenos!
–¿Cómo?– preguntaba Fritz–. Yo aquí tengo mucho que hacer. ¿Quiénes son uds?
–¡No nos ponga usted aquí dificultades!– dijo el tercero, gordo, desde atrás–. ¡Coja sus cosas personales y venga con nosotros!
–¿Qué quieren de mí y quiénes son? No me han dicho, quiénes son uds–. Fritz se había puesto pálido y nervioso.
–Está usted detenido, ¡vámonos!– el primero sacó una placa de lata y se la mostraba desde lejos.
Fritz no se acordó de lo que pasó después, ni cómo había llegado al coche que estos señores tenían estacionado detrás de la barranca. Sólo se dio cuenta de las miradas extrañadas de algunos trabajadores, que habían venido a la barraca para hablar con el jefe.

Finalmente se encontró sentado en la parte trasera de un Opel, similar al que él había tenido antes de la guerra. El coche estaba pintado de verde oliva, señal de que había servido anteriormente a la Wehrmacht.
Durante el viaje nadie hablaba. Fritz estaba sentado entre dos de sus guardianes. El gordo conducía. Pasaron por una carretera con numerosos huecos y baches y llegaron a Halle.
Un portón negro de hierro se abrió y se cerró detrás del coche. Todos bajaron y Fritz se encontró en un patio rodeado de muros altos de ladrillos rojos. Entonces se dio cuenta de donde estaba:
–“Der Rote Ochse“– dijo, la temida y mal afamada cárcel para detenciones preventivas en Halle. Nadie conocía el orígen de este apodo “El Buey Rojo“.

Sus acompañantes le obligaron a pasar por una puerta estrecha a un cuarto, donde no se veía más que un banco de madera. Cuando se volvió, los tres habían desaparecido.
Después de un breve tiempo, se abrió la puerta de enfrente y dos uniformados de verde entraron.
–¡Saque todo de los bolsillos, quítese la correa, los tirantes, los cordones de los zapatos y deposítelo todo encima del banco!– le mandó uno de ellos
Al ver que Fritz tardaba en hacer esto, le increpó el otro:
–Hombre, ¡apúrese de una vez! ¿O quiere que nosotros le quitemos las cosas?–
–¿Por qué estoy yo aquí?– Fritz preguntó–. ¿De qué se me acusa?
No recibió respuesta y mecánicamente comenzó a quitarse las cosas como ellos habían ordenado.
Cuando todo estuvo reunido encima del banco, le mandaron levantar los brazos y le revisaron.
–¿Quién avisa a mi mujer?– preguntó Fritz–.¿Van a avisar a mi mujer?–
No le contestaron, y Fritz repetía esta frase hasta que se encontró en su celda, y la puerta de hierro se cerró detrás de él.

Efectivamente, nadie avisó a Kaethe. Era noviembre y las noches se hacían interminables. Kaethe había pasado la noche esperando y en la madrugada salió de casa para buscar la posibilidad de llegar a Halle. Encontró una camioneta que transportaba leche y la dejaron subir. La oficina de la empresa estuvo cerrada. Entonces fue en busca de la prima en cuya casa había estado antes.
La prima le abrió la puerta toda extrañada y Kaethe le explicó con voz temblorosa su temor.
Kaethe se imaginó que una nueva catástrofe había irrumpido en su vida.
–Se lo han llevado– dijo–, se lo han llevado. Este hombre no se cuida, no me escucha–.Y terminó en un ataque de llanto.

Efectivamente “se lo habían llevado“. En estas palabras se podían resumir las desgracias que durante muchos años pesaban sobre Alemania. Se lo llevaban, al marido, al hijo, al padre o a la hija, a la esposa, o a la madre. Humillados, impotentes y resignados quedaban familiares y amigos atrás. Los que se llevaban a la gente, eran siempre los mismos: mediocres funcionarios, carreristas. El sistema carcelario, ahora llamado popular o socialista, era idéntico al del régimen anterior. Cuando las dictaduras llaman, nunca les faltan los ejecutores y, si fuera necesario, los verdugos.

Pero esta vez Kaethe se armó de valor y de orgullo. El día siguiente se puso a acosar a quienes estaban la oficina de la empresa, tratando de romper el muro de silencio que lo rodeaba.
Le decían que no se preocupara, que seguramente habría que aclarar algunas cosas, que se fuera a su casa a esperar y que se calmara. Cosas así, de vez en cuanto pasaban. Pero todo se arreglaba finalmente, que tuviera confianza en las autoridades, que era lo mejor que Alemania jamás había tenido, y que defendían los derechos del pueblo, y que su marido era parte de este pueblo.
–Pero se lo han llevado– gritó Kaethe y levantó la mano.
Fue también al lugar donde Fritz trabajaba, y lo encontró todo abandonado. No había nadie.
Kaethe se quedó allí durante mucho tiempo, buscando si encontrara a alguna persona, que hubiera sido testigo de lo que había pasado.
Finalmente se acercó una mujer que vivía en la casa en frente de la vía, donde habían estado trabajando. La llamó aparte y mirando atrás y al lado, le dijo en voz baja lo que ella había observado.
–Se lo han llevado– contestó Kaethe–, se lo han llevado como si fuera nadie. ¡Un perro tiene más derechos!
La señora se asustó y se fue.

El siguiente día Kaethe se fue a la cárcel. Este cajón rojo había sido el símbolo de todo mal, la presencia viva de la delincuencia y del crimen sobre la tierra. Así lo veía Kaethe cuando de niña pasaba por ahí fuertemente agarrada de la mano de su madre. Se imaginaba los horrores que tapaban aquellos muros altos y feos, y miraba con temor aquella puerta negra grande por donde podrían salir todos estos maleantes dispuestos a maltratar y a robar.
Al acercarse a la portería, sintió como su corazón latía violentamente, y tuvo que apoyarse sobre la pared. Pero su voz fue clara y decidida, cuando preguntó al uniformado que se asomó por la ventanita dónde había quedado su marido, y le pidió que le informara si estaba aquí detenido.
El uniformado contestó abriendo un poco los delgados labios, que no estaba autorizado a dar informes de ninguna clase. Pero que ella podía dejar una solicitud por escrito. Entonces, se aclararía lo que ella quería saber.
–Yo volveré– gritó y le señaló con el dedo índice.
Kaethe escribió solicitud tras solicitud. No las entregaba solamente en la portería de la cárcel, las mandaba a todas las instituciones que ella pensó que podían aclarar esto. También la envió a la comisión femenina de la SED a la que pertenecía su cuñada Gertrud, que después de la desaparición de Fritz no se dejó ver más.
Era curioso que ahora no sufría ya de jaqueca. El raro dolor de cabeza parecía haber desaparecido.
Había vivido siempre protegida por su familia y después por Fritz. Ahora se encontraba sola y abandonada en un mundo hostil. Tal vez era esta sensación la que activaba su instinto de lucha y de defensa.
Todavía tuvo la esperanza que todo se resolvería y Fritz se presentaría como siempre sonriente y optimista. Así lo había conocido y así lo quería. Ella trató de imaginarse qué delito podía haber cometido él. Pero no encontró respuesta.
El salario seguía llegando puntualmente y nadie le decía que se mudara de la casa.

¿Y el viejo Peter en Mühlbeck? ¿No podía intervenir este viejo comunista en favor de su hijo?
Kaethe sentía aversión contra esta familia. Sin embargo, se fue a verlo y lo encontró muy envejecido y deprimido. Peor estaba la abuela. Kaethe tenía la impresión que vivía como sonámbula, metida en una pena que la consumía.
El padre dijo que dos veces había perdido el cargo. Esta vez era más doloroso, porque ignoraba los razones. Lo de Fritz le había tocado profundamente. Ni él, ni la madre podían dormir bien de noche.
Lo que podía hacer, lo había hecho: presentar su petición personal al comité regional de Halle. Ya no era invitado a participar en ninguna de las reuniones.
En política no valían los viejos méritos. El ayer no contaba, decía y comenzaba a llorar.
–No todo es política– decía Kaethe–. ¡Debe de haber un límite. Yo quiero que se haga justicia!
Buscar un contacto con Gertrud, la que “estaba al cien por cien“, era imposible. No se dejaba ver. Nunca más hizo una visita a la casa de Fritz en Brehna para preguntar cómo seguían ellos.

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