a tu padre le han relevado
del puesto de alcalde en Mühlbeck–, así le saludó un día
Kaethe, cuando Fritz llegó a casa.
–¿Quién te lo ha
dicho?– preguntó Fritz.
Kaethe contestó que
Gertrud había estado aquí, pero no había querido quedarse:
–Estaba nerviosa, loca
perdida– dijo Kaethe.
Parece que su padre no
había previsto nada de esto. Fritz se puso muy inquieto y pensó en
hacerle una visita el domingo siguiente.
–Ahora será pensionista
definitivamente. ¿Qué más quiere?– Kaethe no apreciaba a su
suegro.
El trabajo se le
complicaba cada vez más a Fritz. No progresaba. A veces no tenía ni
diez trabajadores a su disposición. Llevaba todo un paquete de
encargos y no sabía, cómo podía cumplir lo que se le exigía.
Además, había que preparar los transportes para su expedición.
Esto absorbía muchas horas de trabajo, porque había que fabricar
listas en alemán y en ruso, con varias copias. Así que había que
buscar a un intérprete. A pesar de trabajar más horas, Fritz no
lograba poner pie en tierra.
–Yo administro un caos–
decía y tiró el paquete de papeles que llevaba en la mano sobre la
mesa.
–Además tengo visita,
con todo lo que hay que hacer– decía–. ¿Qué querrán ahora?
A través de la ventana
veía llegar un grupo de hombres que se acercaban con pasos decidos a
la barraca, donde Fritz hacía estos trabajos burocráticos odiados
por él.
Entraron sin haber llamado
a la puerta. Eran tres hombres, iban correctamente vestidos. A Fritz
le parecía haberlos visto antes, pues habían venido por separado y
habían observado los trabajos.
–¿Friedrich Peter?–
le preguntó el que parecía mayor y más alto. Llevaba sombrero y
chubasquera negra.
–Sí, ¿qué desean
ustedes?– contestó Fritz–. Miren que estoy muy ocupado para
.....
Le interrumpió el otro:
–Por favor,
¡acompáñenos!
–¿Cómo?– preguntaba
Fritz–. Yo aquí tengo mucho que hacer. ¿Quiénes son uds?
–¡No nos ponga usted
aquí dificultades!– dijo el tercero, gordo, desde atrás–. ¡Coja
sus cosas personales y venga con nosotros!
–¿Qué quieren de mí y
quiénes son? No me han dicho, quiénes son uds–. Fritz se había
puesto pálido y nervioso.
–Está usted detenido,
¡vámonos!– el primero sacó una placa de lata y se la mostraba
desde lejos.
Fritz no se acordó de lo
que pasó después, ni cómo había llegado al coche que estos
señores tenían estacionado detrás de la barranca. Sólo se dio
cuenta de las miradas extrañadas de algunos trabajadores, que habían
venido a la barraca para hablar con el jefe.
Finalmente se encontró
sentado en la parte trasera de un Opel, similar al que él había
tenido antes de la guerra. El coche estaba pintado de verde oliva,
señal de que había servido anteriormente a la Wehrmacht.
Durante el viaje nadie
hablaba. Fritz estaba sentado entre dos de sus guardianes. El gordo
conducía. Pasaron por una carretera con numerosos huecos y baches y
llegaron a Halle.
Un portón negro de hierro
se abrió y se cerró detrás del coche. Todos bajaron y Fritz se
encontró en un patio rodeado de muros altos de ladrillos rojos.
Entonces se dio cuenta de donde estaba:
–“Der Rote Ochse“–
dijo, la temida y mal afamada cárcel para detenciones preventivas
en Halle. Nadie conocía el orígen de este apodo “El Buey Rojo“.
Sus acompañantes le
obligaron a pasar por una puerta estrecha a un cuarto, donde no se
veía más que un banco de madera. Cuando se volvió, los tres habían
desaparecido.
Después de un breve
tiempo, se abrió la puerta de enfrente y dos uniformados de verde
entraron.
–¡Saque todo de los
bolsillos, quítese la correa, los tirantes, los cordones de los
zapatos y deposítelo todo encima del banco!– le mandó uno de
ellos
Al ver que Fritz tardaba
en hacer esto, le increpó el otro:
–Hombre, ¡apúrese de
una vez! ¿O quiere que nosotros le quitemos las cosas?–
–¿Por qué estoy yo
aquí?– Fritz preguntó–. ¿De qué se me acusa?
No recibió respuesta y
mecánicamente comenzó a quitarse las cosas como ellos habían
ordenado.
Cuando todo estuvo reunido
encima del banco, le mandaron levantar los brazos y le revisaron.
–¿Quién avisa a mi
mujer?– preguntó Fritz–.¿Van a avisar a mi mujer?–
No le contestaron, y Fritz
repetía esta frase hasta que se encontró en su celda, y la puerta
de hierro se cerró detrás de él.
Efectivamente, nadie avisó
a Kaethe. Era noviembre y las noches se hacían interminables. Kaethe
había pasado la noche esperando y en la madrugada salió de casa
para buscar la posibilidad de llegar a Halle. Encontró una camioneta
que transportaba leche y la dejaron subir. La oficina de la empresa
estuvo cerrada. Entonces fue en busca de la prima en cuya casa había
estado antes.
La prima le abrió la
puerta toda extrañada y Kaethe le explicó con voz temblorosa su
temor.
Kaethe se imaginó que una
nueva catástrofe había irrumpido en su vida.
–Se lo han llevado–
dijo–, se lo han llevado. Este hombre no se cuida, no me escucha–.Y
terminó en un ataque de llanto.
Efectivamente “se lo
habían llevado“. En estas palabras se podían resumir las
desgracias que durante muchos años pesaban sobre Alemania. Se lo
llevaban, al marido, al hijo, al padre o a la hija, a la esposa, o a
la madre. Humillados, impotentes y resignados quedaban familiares y
amigos atrás. Los que se llevaban a la gente, eran siempre los
mismos: mediocres funcionarios, carreristas. El sistema carcelario,
ahora llamado popular o socialista, era idéntico al del régimen
anterior. Cuando las dictaduras llaman, nunca les faltan los
ejecutores y, si fuera necesario, los verdugos.
Pero esta vez Kaethe se
armó de valor y de orgullo. El día siguiente se puso a acosar a
quienes estaban la oficina de la empresa, tratando de romper el muro
de silencio que lo rodeaba.
Le decían que no se
preocupara, que seguramente habría que aclarar algunas cosas, que se
fuera a su casa a esperar y que se calmara. Cosas así, de vez en
cuanto pasaban. Pero todo se arreglaba finalmente, que tuviera
confianza en las autoridades, que era lo mejor que Alemania jamás
había tenido, y que defendían los derechos del pueblo, y que su
marido era parte de este pueblo.
–Pero se lo han llevado–
gritó Kaethe y levantó la mano.
Fue también al lugar
donde Fritz trabajaba, y lo encontró todo abandonado. No había
nadie.
Kaethe se quedó allí
durante mucho tiempo, buscando si encontrara a alguna persona, que
hubiera sido testigo de lo que había pasado.
Finalmente se acercó una
mujer que vivía en la casa en frente de la vía, donde habían
estado trabajando. La llamó aparte y mirando atrás y al lado, le
dijo en voz baja lo que ella había observado.
–Se lo han llevado–
contestó Kaethe–, se lo han llevado como si fuera nadie. ¡Un
perro tiene más derechos!
La señora se asustó y se
fue.
El siguiente día Kaethe
se fue a la cárcel. Este cajón rojo había sido el símbolo de todo
mal, la presencia viva de la delincuencia y del crimen sobre la
tierra. Así lo veía Kaethe cuando de niña pasaba por ahí
fuertemente agarrada de la mano de su madre. Se imaginaba los
horrores que tapaban aquellos muros altos y feos, y miraba con temor
aquella puerta negra grande por donde podrían salir todos estos
maleantes dispuestos a maltratar y a robar.
Al acercarse a la
portería, sintió como su corazón latía violentamente, y tuvo que
apoyarse sobre la pared. Pero su voz fue clara y decidida, cuando
preguntó al uniformado que se asomó por la ventanita dónde había
quedado su marido, y le pidió que le informara si estaba aquí
detenido.
El uniformado contestó
abriendo un poco los delgados labios, que no estaba autorizado a dar
informes de ninguna clase. Pero que ella podía dejar una solicitud
por escrito. Entonces, se aclararía lo que ella quería saber.
–Yo volveré– gritó y
le señaló con el dedo índice.
Kaethe escribió solicitud
tras solicitud. No las entregaba solamente en la portería de la
cárcel, las mandaba a todas las instituciones que ella pensó que
podían aclarar esto. También la envió a la comisión femenina de
la SED a la que pertenecía su cuñada Gertrud, que después de la
desaparición de Fritz no se dejó ver más.
Era curioso que ahora no
sufría ya de jaqueca. El raro dolor de cabeza parecía haber
desaparecido.
Había vivido siempre
protegida por su familia y después por Fritz. Ahora se encontraba
sola y abandonada en un mundo hostil. Tal vez era esta sensación la
que activaba su instinto de lucha y de defensa.
Todavía tuvo la esperanza
que todo se resolvería y Fritz se presentaría como siempre
sonriente y optimista. Así lo había conocido y así lo quería.
Ella trató de imaginarse qué delito podía haber cometido él. Pero
no encontró respuesta.
El salario seguía
llegando puntualmente y nadie le decía que se mudara de la casa.
¿Y el viejo Peter en
Mühlbeck? ¿No podía intervenir este viejo comunista en favor de su
hijo?
Kaethe sentía aversión
contra esta familia. Sin embargo, se fue a verlo y lo encontró muy
envejecido y deprimido. Peor estaba la abuela. Kaethe tenía la
impresión que vivía como sonámbula, metida en una pena que la
consumía.
El padre dijo que dos
veces había perdido el cargo. Esta vez era más doloroso, porque
ignoraba los razones. Lo de Fritz le había tocado profundamente. Ni
él, ni la madre podían dormir bien de noche.
Lo que podía hacer, lo
había hecho: presentar su petición personal al comité regional de
Halle. Ya no era invitado a participar en ninguna de las reuniones.
En política no valían
los viejos méritos. El ayer no contaba, decía y comenzaba a llorar.
–No todo es política–
decía Kaethe–. ¡Debe de haber un límite. Yo quiero que se haga
justicia!
Buscar un contacto con
Gertrud, la que “estaba al cien por cien“, era imposible. No se
dejaba ver. Nunca más hizo una visita a la casa de Fritz en Brehna
para preguntar cómo seguían ellos.
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