Fritz estuvo sentado
incómodamente al filo de la silla. Tuvo la cabeza agachada y se
sintió cansado. El hombre enfrente de él, se había echado atrás y
lo miró con enfado. La mesa de escritorio que separaba a los dos,
estuvo cubierta de papeles en desorden y de lápices. La tapa de la
mesa estaba rayada con los bordes de hierro gastados que brillaron
bajo la tibia luz del invierno que entró a través de las rejas de
dos ventanas.
–La guillotina–
murmuró Fritz.
–¿Qué dice?– sonó
la voz del hombre de enfrente, que con su cara ancha y cuadrada se
parecía mucho a la fotografía que colgaba en la pared: Ernst
Thälmann1
. Estaba puesta en el mismo lugar donde hace poco había otra cara:
–Hermann Göring2–
murmuró Fritz.
–¿Qué dice?– el
hombre levantó la voz.
Fritz no contestó. En
realidad no sabía, quién era este hombre, si era fiscal o policía.
Este interrogatorio había durado ya unas horas. Así le parecía a
Fritz.
Si el Thälmann de la foto
se quitara el gorro, sería idéntico a ese “Thälmann“ que lo
estaba interrogando.
En el fondo de la
habitación había un uniformado que tosía constantemente.
Fritz se sintió cansado.
No había dormido. El tipo de enfrente le daba asco. Quería que le
llevaran otra vez a la celda, que le dejaran en paz. Ya varias veces
había sido sacado de la celda para ser interrogado. Siempre
preguntaban lo mismo y ahora le había tocado este “saco de patatas
vulgar“, pensó Fritz.
–Así no podemos
continuar– dijo la voz de trompeta : –Peter, usted no es tonto,
usted sabe lo que nosotros queremos. ¡No se haga aquí el valiente!
No está mirando nadie.
El hombre sacó un
cigarrillo y le pasó la cajetilla a Fritz. Este no la tocó.
–Repito otra vez, no me
interesa saber lo que usted siente, lo que sospecha, si se siente
culpable o no. ¿Culpa?¿Qué es esto? No lo sé, ni me interesa.
Usted debe admitir aquí que piensa mal, planifica y actúa mal, es
decir que se equivoca. Los resultados de su actuación son negativos
para la sociedad, porque sirven a las fuerzas del enemigo
imperialista y hacen daño a la causa del socialismo. Esto se llama
sabotaje e incitar al boicot. La lista de los daños causados por su
negligencia y dejadez es larguísima. Daños, que la Unión Soviética
ahora nos reclama con justa razón. De todo ello ha sido usted la
persona responsable. ¿O quiere usted. negar esto?
–¿Cómo puedo negar que
soy el director técnico de estos trabajos?
–¡Muy bien! pues esto
ya es un resultado. Usted ha querido formar parte del Partido de la
clase obrera. Conocemos su historia. Pues ¡hágase un favor a usted
mismo y a nosotros y confiese claramente esta responsabilidad!
Declare usted aquí, que se ha equivocado. Nosotros seremos
comprensivos y le trataremos de acuerdo a como usted se comporte. Es
así de sencillo.
–Mire usted señor, yo
tengo derecho a un abogado defensor, usted bien lo sabe– le
contestó Fritz. Quería que le dejaran de una vez–.Yo ya no digo
más nada.
En este momento tocaron a
la puerta.
El uniformado que estaba
detrás dejó de toser y dio un grito:
–¡A la pared! ¡La
nariz pegada a la pared!
Como Fritz no la tenía
realmente pegada a la pared, sintió un golpe en la cabeza que le
aplastó la nariz contra la pared y empezó a sangrar.
La puerta se abrió y
Fritz oyó un murmullo de voces y movimiento de papeles sobre la
mesa. Tuvo que permanecer un largo rato en esa postura. No sintió ni
vergüenza, ni rabia, ni dolor.
Pensaba, qué satisfacción
para esta gente actuar en un teatro como este, cuánto placer ante la
impotencia de sus víctimas.
Después lo llamaron. Él
que llevaba la cara de Thälmann parecía ahora más amable:
–Regresa a la celda–
dijo al uniformado y señalando hacia el paquete de cigarrillos:
–¡Lléveselo!
El uniformado acompañaba
a Fritz tosiendo.
–¡Mal tiempo este,
maldito invierno!– dijo, tosió y cerró la puerta.
Hizo frío en el celda.
Días y noches interminables le esperaban. Estaba sólo. A veces el
edificio parecía estar invadido de gritos y chillidos. Después todo
se volvía silencio, un silencio absoluto.
Al principio no había
podido comer. Pero ahora lo sentía como un alivio, cuando se abrió
la ventanita pequeña en la puerta y aparecía la mano con el plato
de lata con sopa, acompañada de la cuchara y un pedazo de pan. Nunca
había otra cosa.
–¡Al patio!– Este
grito le causaba placer. Entonces, los presos caminaban dando vueltas
en el patio central del viejo edificio. Tenían que mantener
distancia unos de otros. Estaba prohibido hablar. A veces sonaba una
voz de mando:
–¡Las narices a la
pared!
Entonces los presos se
ponían en fila como para la ejecución, con las narices pegadas a
los ladrillos rojos. De esta forma los presos no podían ver, lo que
pasaba detrás de ellos. Sólo oían personas venir o salir. ¿Cuántas
narices habrán conocido estos ladrillos?, pensó Fritz, ¿qué
contarían, si pudieran hablar?
Así trascurrieron días,
tal vez semanas. De día los presos no podían acostarse. Los
camastros los levantaron por la mañana y quedaron amarrados con
sus cadenas a la pared. Los presos preventivos no eran oblidados a
trabajabar, ni vestían ropas como los condenados. Pero la ética
socialista exigía, que demostraran su disponibilidad para ser útiles
a la sociedad. A Fritz no le quedó más remedio que pasar el día de
pie o sentado sobre el banquillo sin respaldo.
En el bolsillo había
encontrado un pequeño pedazo de lápiz. En letras diminutas empezaba
a escribir frases y palabras que a él le sonaban a poesía. Se
servía de pequeños trocitos de papel que salían del paquetito de
tabaco que le había dejado el “Cara Thälmann“ o del
insoportable papel higiénico que había en la celda.
Poco a poco Fritz empezó
a perder la noción del tiempo.
Un día se abrió la
puerta.
Se presentó un hombre que
se llamaba doctor Fuchs.
Fuchs abrió el maletín
que llevaba diciendo que era el encargado de su defensa.
“Fuchs“ que es zorro
en alemán, tenía la expresión de este animal. Así le parecía a
Fritz.
Siempre sonreía y se le
veían los colmillos.
Fuchs le informó de que
le parecía que su caso era sencillo. Los cargos eran aplastantes.
Había que acabar pronto con todo eso y lograr una sentencia
benigna.
–Pero, ¿qué cargos
aplastantes?– dijo Fritz–, yo que soy completamente inocente de
todo lo que se me reprocha. Nadie en mi lugar podría haber hecho
otra cosa con los medios de que disponía.
Parece que todos estáis
locos.
–¿Otra vez comienza ud
con este refrán?– le contestó el abogado–. Así no
progresaremos ni un solo paso.
El hombre cogió a Fritz
por el brazo y le dedicó la siguiente instrucción:
–¡Escúcheme de una
vez! Esto es su última oportunidad para salir de esto suavemente.
Si usted se empeña en
seguir negándolo todo, su caso será trasladado a las autoridades
soviéticas. Entonces usted podrá reflexionar en la lejana Siberia,
qué podría haber hecho para evitarlo.
Además, hay muchos cargos
más contra usted. El fiscal ha decidido no usarlo para no perjudicar
a su mujer y a su familia. Tiene usted una familia ejemplar. Hay que
cuidar de ella.
El camarada fiscal ha
preparado la declaración que usted debe firmar. Aquí la tengo.
Fuchs sacaba un escrito de
varias páginas.
–Yo le recomiendo que lo
firme y saldrá usted ganando.
Fritz, durante todo este
discurso cargado de mentiras dialécticas y amenazas, había cerrado
los puños tanto, que las uñas penetraron en la planta de las manos.
–¿A quién defiende
usted?– preguntó.
–Yo defiendo a todos mis
clientes, pero es mi obligación principal es defender el socialismo.
Nos encontramos delante de un peligro mortal. Las fuerzas
revanchistas e imperialista avanzan y nos amenazan. Hay que estar
atento y dispuesto a actuar con decisión.–
–Y yo estoy destinado a
hacer el papel del agente del imperialismo en este teatro, ¿verdad?
– Objetivamente y desde
el punto de vista de la clase obrera, usted es esto: un agente,
porque ha beneficiado a nuestro enemigo. Subjetivamente, estoy
convencido de ello, usted no lo quiere ser.
De este argumento me
serviré para lograr que la pena prevista para este caso sea
reducida.–
Hacía frío en la celda,
pero el abogado doctor Fuchs sudaba, y se dedicó a limpiarse la
frente con un pañuelo grande.
–Yo me voy– continuó
Fuchs–, y le dejo este escrito. ¡Estúdielo y fírmelo! No puedo
hacer otra cosa por usted. Si lo hace, pronto saldrá de aquí.
La puerta se cerró. Fritz
no leyó las tres páginas del escrito. Sacó el pedacito de lápiz y
lo firmó.
Sentado sobre el
banquillo, dejó caer la cabeza sobre la tabla de la mesita. La mesa
tenía hoyos, faltaban pedazos de madera. Fritz se acordaba del vagón
que lo había llevado camino de Siberia. Aquella vez había escuchado
las voces y había logrado saltar. Pero ahora, nadie le salvaría. Se
quedó dormido.
Depués de este incidente,
todo fue muy rápido.
Se celebró el juicio en
un tiempo récord. No duró mucho más de un cuarto de hora.
Posteriormente, Fritz casi no se acordó de los detalles. No había
testigos. Se había fijado en la persona del juez, era Hilde
Benjamin, la que después sería la Ministra de Justicia en la RDA.
Ella era familia del famoso escritor Walter Benjamin que había
muerto en su huida a España.
La declaración presentada
por el fiscal y que había sido firmada por Fritz no fue leída. La
juez llevaba el pelo peinado hacia la frente y con la cabeza agachada
solamente se le veía la boca.
–Una boca ancha de
gruesos labios, un personaje feo y vulgar– pensó Fritz.
Durante el juicio Fritz
llevaba los tirantes y los cordones de los zapatos puestos. Así se
quedó de pie con la cabeza en alto. Durante tanto tiempo había
tenido que andar agarrando el pantalón con la mano para que no se le
cayera. Se había puesto delgado.
La sentencia era: doce
años de prisión a plan de trabajos forzados.
La juez preguntó si Fritz
quería decir algo:
Fritz contestó:
–¡No!
El uniformado que le
acompañaba para encerrarle, le pedía que devolviera los tirantes y
los cordones.
Tosía y decía:
–Mal tiempo hace, pero
muy malo.
1
Ernst Thälmann, Secretario General del Partido Comunista Alemán
fue detenido y asesinado por los nazis poco tiempo antes de la
llegada de los soviéticos.
2
Hermann Goering, comisario del Ministerio del Interior de Prusia y
fundador de la GeStaPo en Prusia. Cometió suicidio durante el
proceso contra los principales nazis en Nuremberg en 1946.
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