domingo, 11 de agosto de 2002

Capítulo 7: –Friedrich Peter, ¿quién habla aquí de culpa?

No aguanto más esta fraseología burguesa. Aquí se le exige, que usted comprenda que está equivocado.
Fritz estuvo sentado incómodamente al filo de la silla. Tuvo la cabeza agachada y se sintió cansado. El hombre enfrente de él, se había echado atrás y lo miró con enfado. La mesa de escritorio que separaba a los dos, estuvo cubierta de papeles en desorden y de lápices. La tapa de la mesa estaba rayada con los bordes de hierro gastados que brillaron bajo la tibia luz del invierno que entró a través de las rejas de dos ventanas.
–La guillotina– murmuró Fritz.
–¿Qué dice?– sonó la voz del hombre de enfrente, que con su cara ancha y cuadrada se parecía mucho a la fotografía que colgaba en la pared: Ernst Thälmann1 . Estaba puesta en el mismo lugar donde hace poco había otra cara:
–Hermann Göring2– murmuró Fritz.
–¿Qué dice?– el hombre levantó la voz.
Fritz no contestó. En realidad no sabía, quién era este hombre, si era fiscal o policía. Este interrogatorio había durado ya unas horas. Así le parecía a Fritz.
Si el Thälmann de la foto se quitara el gorro, sería idéntico a ese “Thälmann“ que lo estaba interrogando.

En el fondo de la habitación había un uniformado que tosía constantemente.
Fritz se sintió cansado. No había dormido. El tipo de enfrente le daba asco. Quería que le llevaran otra vez a la celda, que le dejaran en paz. Ya varias veces había sido sacado de la celda para ser interrogado. Siempre preguntaban lo mismo y ahora le había tocado este “saco de patatas vulgar“, pensó Fritz.
–Así no podemos continuar– dijo la voz de trompeta : –Peter, usted no es tonto, usted sabe lo que nosotros queremos. ¡No se haga aquí el valiente! No está mirando nadie.
El hombre sacó un cigarrillo y le pasó la cajetilla a Fritz. Este no la tocó.
–Repito otra vez, no me interesa saber lo que usted siente, lo que sospecha, si se siente culpable o no. ¿Culpa?¿Qué es esto? No lo sé, ni me interesa. Usted debe admitir aquí que piensa mal, planifica y actúa mal, es decir que se equivoca. Los resultados de su actuación son negativos para la sociedad, porque sirven a las fuerzas del enemigo imperialista y hacen daño a la causa del socialismo. Esto se llama sabotaje e incitar al boicot. La lista de los daños causados por su negligencia y dejadez es larguísima. Daños, que la Unión Soviética ahora nos reclama con justa razón. De todo ello ha sido usted la persona responsable. ¿O quiere usted. negar esto?
–¿Cómo puedo negar que soy el director técnico de estos trabajos?
–¡Muy bien! pues esto ya es un resultado. Usted ha querido formar parte del Partido de la clase obrera. Conocemos su historia. Pues ¡hágase un favor a usted mismo y a nosotros y confiese claramente esta responsabilidad! Declare usted aquí, que se ha equivocado. Nosotros seremos comprensivos y le trataremos de acuerdo a como usted se comporte. Es así de sencillo.
–Mire usted señor, yo tengo derecho a un abogado defensor, usted bien lo sabe– le contestó Fritz. Quería que le dejaran de una vez–.Yo ya no digo más nada.
En este momento tocaron a la puerta.
El uniformado que estaba detrás dejó de toser y dio un grito:
–¡A la pared! ¡La nariz pegada a la pared!
Como Fritz no la tenía realmente pegada a la pared, sintió un golpe en la cabeza que le aplastó la nariz contra la pared y empezó a sangrar.
La puerta se abrió y Fritz oyó un murmullo de voces y movimiento de papeles sobre la mesa. Tuvo que permanecer un largo rato en esa postura. No sintió ni vergüenza, ni rabia, ni dolor.
Pensaba, qué satisfacción para esta gente actuar en un teatro como este, cuánto placer ante la impotencia de sus víctimas.
Después lo llamaron. Él que llevaba la cara de Thälmann parecía ahora más amable:
–Regresa a la celda– dijo al uniformado y señalando hacia el paquete de cigarrillos:
–¡Lléveselo!
El uniformado acompañaba a Fritz tosiendo.
–¡Mal tiempo este, maldito invierno!– dijo, tosió y cerró la puerta.

Hizo frío en el celda. Días y noches interminables le esperaban. Estaba sólo. A veces el edificio parecía estar invadido de gritos y chillidos. Después todo se volvía silencio, un silencio absoluto.
Al principio no había podido comer. Pero ahora lo sentía como un alivio, cuando se abrió la ventanita pequeña en la puerta y aparecía la mano con el plato de lata con sopa, acompañada de la cuchara y un pedazo de pan. Nunca había otra cosa.
–¡Al patio!– Este grito le causaba placer. Entonces, los presos caminaban dando vueltas en el patio central del viejo edificio. Tenían que mantener distancia unos de otros. Estaba prohibido hablar. A veces sonaba una voz de mando:
–¡Las narices a la pared!
Entonces los presos se ponían en fila como para la ejecución, con las narices pegadas a los ladrillos rojos. De esta forma los presos no podían ver, lo que pasaba detrás de ellos. Sólo oían personas venir o salir. ¿Cuántas narices habrán conocido estos ladrillos?, pensó Fritz, ¿qué contarían, si pudieran hablar?
Así trascurrieron días, tal vez semanas. De día los presos no podían acostarse. Los camastros los levantaron por la mañana y quedaron amarrados con sus cadenas a la pared. Los presos preventivos no eran oblidados a trabajabar, ni vestían ropas como los condenados. Pero la ética socialista exigía, que demostraran su disponibilidad para ser útiles a la sociedad. A Fritz no le quedó más remedio que pasar el día de pie o sentado sobre el banquillo sin respaldo.
En el bolsillo había encontrado un pequeño pedazo de lápiz. En letras diminutas empezaba a escribir frases y palabras que a él le sonaban a poesía. Se servía de pequeños trocitos de papel que salían del paquetito de tabaco que le había dejado el “Cara Thälmann“ o del insoportable papel higiénico que había en la celda.
Poco a poco Fritz empezó a perder la noción del tiempo.
Un día se abrió la puerta.
Se presentó un hombre que se llamaba doctor Fuchs.
Fuchs abrió el maletín que llevaba diciendo que era el encargado de su defensa.
“Fuchs“ que es zorro en alemán, tenía la expresión de este animal. Así le parecía a Fritz.
Siempre sonreía y se le veían los colmillos.
Fuchs le informó de que le parecía que su caso era sencillo. Los cargos eran aplastantes. Había que acabar pronto con todo eso y lograr una sentencia benigna.
–Pero, ¿qué cargos aplastantes?– dijo Fritz–, yo que soy completamente inocente de todo lo que se me reprocha. Nadie en mi lugar podría haber hecho otra cosa con los medios de que disponía.
Parece que todos estáis locos.
–¿Otra vez comienza ud con este refrán?– le contestó el abogado–. Así no progresaremos ni un solo paso.
El hombre cogió a Fritz por el brazo y le dedicó la siguiente instrucción:
–¡Escúcheme de una vez! Esto es su última oportunidad para salir de esto suavemente.
Si usted se empeña en seguir negándolo todo, su caso será trasladado a las autoridades soviéticas. Entonces usted podrá reflexionar en la lejana Siberia, qué podría haber hecho para evitarlo.
Además, hay muchos cargos más contra usted. El fiscal ha decidido no usarlo para no perjudicar a su mujer y a su familia. Tiene usted una familia ejemplar. Hay que cuidar de ella.
El camarada fiscal ha preparado la declaración que usted debe firmar. Aquí la tengo.
Fuchs sacaba un escrito de varias páginas.
–Yo le recomiendo que lo firme y saldrá usted ganando.


Fritz, durante todo este discurso cargado de mentiras dialécticas y amenazas, había cerrado los puños tanto, que las uñas penetraron en la planta de las manos.
–¿A quién defiende usted?– preguntó.
–Yo defiendo a todos mis clientes, pero es mi obligación principal es defender el socialismo. Nos encontramos delante de un peligro mortal. Las fuerzas revanchistas e imperialista avanzan y nos amenazan. Hay que estar atento y dispuesto a actuar con decisión.–
–Y yo estoy destinado a hacer el papel del agente del imperialismo en este teatro, ¿verdad?
– Objetivamente y desde el punto de vista de la clase obrera, usted es esto: un agente, porque ha beneficiado a nuestro enemigo. Subjetivamente, estoy convencido de ello, usted no lo quiere ser.
De este argumento me serviré para lograr que la pena prevista para este caso sea reducida.–
Hacía frío en la celda, pero el abogado doctor Fuchs sudaba, y se dedicó a limpiarse la frente con un pañuelo grande.
–Yo me voy– continuó Fuchs–, y le dejo este escrito. ¡Estúdielo y fírmelo! No puedo hacer otra cosa por usted. Si lo hace, pronto saldrá de aquí.
La puerta se cerró. Fritz no leyó las tres páginas del escrito. Sacó el pedacito de lápiz y lo firmó.
Sentado sobre el banquillo, dejó caer la cabeza sobre la tabla de la mesita. La mesa tenía hoyos, faltaban pedazos de madera. Fritz se acordaba del vagón que lo había llevado camino de Siberia. Aquella vez había escuchado las voces y había logrado saltar. Pero ahora, nadie le salvaría. Se quedó dormido.

Depués de este incidente, todo fue muy rápido.
Se celebró el juicio en un tiempo récord. No duró mucho más de un cuarto de hora. Posteriormente, Fritz casi no se acordó de los detalles. No había testigos. Se había fijado en la persona del juez, era Hilde Benjamin, la que después sería la Ministra de Justicia en la RDA. Ella era familia del famoso escritor Walter Benjamin que había muerto en su huida a España.
La declaración presentada por el fiscal y que había sido firmada por Fritz no fue leída. La juez llevaba el pelo peinado hacia la frente y con la cabeza agachada solamente se le veía la boca.
–Una boca ancha de gruesos labios, un personaje feo y vulgar– pensó Fritz.
Durante el juicio Fritz llevaba los tirantes y los cordones de los zapatos puestos. Así se quedó de pie con la cabeza en alto. Durante tanto tiempo había tenido que andar agarrando el pantalón con la mano para que no se le cayera. Se había puesto delgado.
La sentencia era: doce años de prisión a plan de trabajos forzados.
La juez preguntó si Fritz quería decir algo:
Fritz contestó:
–¡No!
El uniformado que le acompañaba para encerrarle, le pedía que devolviera los tirantes y los cordones.
Tosía y decía:
–Mal tiempo hace, pero muy malo.
1 Ernst Thälmann, Secretario General del Partido Comunista Alemán fue detenido y asesinado por los nazis poco tiempo antes de la llegada de los soviéticos.

2 Hermann Goering, comisario del Ministerio del Interior de Prusia y fundador de la GeStaPo en Prusia. Cometió suicidio durante el proceso contra los principales nazis en Nuremberg en 1946.

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