La imagen del aristócrata prusiano ha sido difundida por el mundo a
través de la caricatura que el
inolvidable actor Erich von Stroheim
imprimía en numerosas películas de Hollywood.
Al público ameriacano le encantaba ver a un estúpido militarote alemán,
delgado y tieso como un garrote metido en su uniforme demasiado estrecho y
escupiendo frases recortadas como un autómata telegrafista. Con el monóculo
puesto que le obligaba a mantener una mueca de imbécil que sólo alteraba cuando
las curvas de una bella señorita le provocaban hacer alarde de machismo y el
monóculo se le caía. Una figura grotesca de la misma familia que el gato Fritz,
“Fritz the cat“, y ambos sólo con
su acento marcado de teutones eran capaces de provocar las risas del público
inglés. Con el Junker se logró definir un arquetipo antiheroíco que contrasta
notablemente con el generoso y divertido H. Bogart quien luce superioridad
moral e intelictual en la película
Casablanca.
Y eso no era muy difícil, porque el comportamiento torpe del enemigo prusiano casi le
autoelimina dejando el campo al macho de verdad con la sonrisa de soberbia en
los labios con el cigarrillo puesto. Cigarrillo contra monóculo... no cabe duda
cuál de los dos objetos gana la victoria.
La imagen contraria del “Junker“ realmente es la del Señor von Ribbeck, señor del palacete y
de la comarca de Ribbeck en la región del Havelland, cerca de Berlín. Theodor
Fontane, autor de una obra muy extensa literaria -caracterizada por su
realismo- ha dejado grabado este personaje en la memoria colectiva a través de
la balada que lleva el mismo nombre: “Der Herr von Ribbeck auf Ribbeck“. ¿Qué
hace este señor, este Junker prusiano, para ser tan memorable?
Pues en el parque de su palacete, (en “el jardín de mi casa“ solían
decir estos nobles) crecía un hermoso peral que daba sus frutos jugosos todos
los años cuando llegaba el dorado otoño.
Entonces, al señor von Ribbeck le gustaba llamar en el dialecto de la
comarca a los niños y niñas cuando estos pasaban para regalarles peras. Así
quedó la cosa durante muchos años, hasta que al señor von Ribbeck le tocó
morir; antes de morir pidió que enterraran una pera con él en su tumba. Pero
ahora, los niños igual a huérfanos se quejaban: “¿Quién nos dará peras ahora?“
Efectivamente el hijo heredero no quería ver niños en su parque Y por
eso mandó a cortar el árbol.
Y hubo años estériles sin peras, cuando de pronto, lentamente, en el
cementerio y sobre la tumba del barón se levantó otro peral.
De nuevo pasaban los niños por aquel lugar y desde la copa frondosa del
nuevo árbol se escuchaba el susurro de una voz que hablaba en plat alemán: “¿Wist´ne Beer?“(¿Quieres una
pera?)
Y por eso quedará viva la fama del señor von Ribbeck porque en muchos recitales poéticos aparece la balada de Fontane, raro
es encontrar a personas que no se
hayan emocionado con ella una vez.
También en la novela “Der Stechlin“ de 1898 Fontane, descendiente de
hugonotes como indica el apellido, describe la vida de un Junker prusiano como la
ha observado en sus numerosas excursiones a través de Brandemburgo:
En esa región poco poblada donde alteran bosques con cadenas de lagos y
campos de trigo, se halla el lago Stechlin, con el pueblo pequeño del mismo nombre en su orilla. Una iglesia
medieval con muros de piedras
irregulares en el centro y con su casa señorial al lado, la del señor von
Stechlin. Esta casa monumental se encuentra en el lugar donde antiguamente se
levantaba un auténtico castillo que fue destruido durante la Guerra de los Treinta
Años al igual que los restos de un monasterio; allí ,en medio de las ruinas, se
hallan modestas viviendas para las damas protestantes que ejercen una vida
retirada y contemplativa. La superiora, la Domina, es Adelaida von Stechlin,
hermana del señor von Stechlin.
El Junker que habita la casa señorial se llama Dubslav von Stechlin, y
su nombre Dubslav, pronunciado Dubsvav, indica que nos encontramos cerca de
etnias eslavas.
El Junker Dubslav von Stechlin era coronel retirado y descendiente de gente que ya estaba
allí mucho antes que los reyes de Prusia. Pero eso sólo estimulaba su sentido
del humor y de la ironía. Le gustaba oir opiniones contrarias a las suyas y
mientras más libres y provocadoras mejor. Conocía sus limitaciones, pues había
tenido que repetir varias veces el sencillo examen de alférez y por eso oía con
gusto las sentencias bien dichas ya que él era escaso de palabras.
Estaba convencido de que la verdad absoluta no existía, aunque
respetaba la del pastor y la de un amigo como Baruch Hirschfeld, comerciante
judío de la ciudad de Ruppin, quien le prestaba dinero cuando lo necesitaba,
-ya que la casa, el cascarrón viejo y sobredimensionado, se tragaba sumas
importantes para su mantenimiento-. Para Baruch eso significaba perder dinero,
porque Dubslav era mal pagador. Para justificar al deudor ante su hijo, Baruch
Hirschfeld solía afirmar: “Siempre nos queda el lago.“ --- “¿ Y qué hacemos con
un lago?“ contestaba el hijo.
El barón era viudo hacía mucho tiempo y no se había vuelto a casar. A veces
con humor explicaba: “Todos, más o menos, pensamos que allá arriba nos
encontraremos otra vez, y¿qué haría yo con dos mujeres?“
La gente decía que se parecía a Bismarck. “Puede ser“ contestaba
Dubslav, “ él vive en una casa vieja como esta, pero no tiene un lago como
este.“
Pues este lago es su orgullo con las hayas que lo bordean y su
presencia de ópalo bajo la luz de la luna. Y naturalmente sus caballos, no
había nada más importante. Pasaba largas horas con ellos y por ello no tenía
tiempo para la lectura. A Dubslav le acompañaba siempre el mayordomo en casi
todos los quehaceres y no solía tomar ninguna decisión sin antes haberlo
consultado con este hombre que era de su edad junto a quien se había criado, ya
el padre del mayordomo había servido al padre de Dubslav.
La literatura nos ayuda ha entender mejor la ciscunstancia e identidad
del Jünker. El Junker prusiano era un aristócrata de características originales,
su función como militar y terrateniente a la vez le garantizaba un elevado
rango social. Sin embargo, su protagonismo en política era bastante modesto. El
resultado de la Guerra de los Treinta Años era el poder crecido de los
principados. El imperio y la nobleza local perdieron. La administración estatal
estaba ocupada por profesionales funcionarios, la industria y el comercio
dominados por la burguesía. Así, el sector agrario decreciente, pronto parecía
una especie de museo social que desde tiempos de Friedrich II cedía lentamente el
paso a las nuevas fuerzas sociales, los industriales y la masa obrera.
Sin embargo, la monarquía hizo todo lo posible para contrarrestar esta
tendencia. La nobleza fundamentó el estado prusiano y por eso fueron
reconfirmados los privilegios sociales de los Junker mientras Prusia existía. Y
ellos trataban de hacerse indispensables en las carreras militares y como
diplomáticos vigilando con celo que no se inmiscuaran elementos novatos en ese,
su territorio.
Sin embargo, el
anacronismo viviente del Junker era obvio. El último ataque de la caballería prusiana se hizo en
Mars–Latour durante la guerra entre Prusia y Francia en 1870 y la juventud
aristócrata prusiana murió abatida por la fusilería eficaz del fusil Chassepot
francés. Pagar el servicio al estado con sangre era su misión, y no solían
preguntar, si la causa por la que tenían que batirse era justa o no. Eso no era
asunto suyo, sino de la autoridad suprema a la que se debía lealdad y servicio
incondicionales.
Las masas de soldados en sus uniformes grises durante las dos guerras
mundiales que seguirían después formaban un ejército proletario y sólo en el
cielo abierto, encima de la guerra de las trincheras donde la muerte era
anónima, se presentó el último de los Junker, el barón von Richthofen. Allá
arriba hizo su guerra particular. La mayoría de los generales ahora ya no eran
los egresados de la escuela de cadetes de Berlín y portadores de apellidos
sonantes. Y en el año 1944, en la apocalipsis del mundo en el que fueron
educados y al que que fielmente le creían, ese grupo de Junker rompió su código
de honor y se rebeló contra el poder pervertido. Fracasó su intento de eliminar
a su jefe supremo y lo pagaron con sus vidas.
La revolución nazi había eliminado desde tiempo atrás sus privilegios
mostrando desprecio por esos reaccionarios.
Y cuando en 1945 fueron expropiados de sus tierras, la época del Junker
prusiano definitivamente terminó. Quedaron estas “casas“ sembradas por todo
Brandemburgo y por los territorios que ahora son de Polonia y de Rusia. Después
de una larga época de menosprecio, abandono y destrucción ahora se restaura lo que quedó.
Quedan también las chaplinadas de Hollywood y la obra poética de
Fontane.
Y a veces la realidad es más sorprendente que la poesía fantástica:
Quien ha visto renacer Berlín, también creerá en un peral que nace de una tumba.
¿No les parece?
En la novela de Theodor Fontane el Junker Dubslav von Stechlin muere
solo. Había mandado a su mayordomo, a su alter ego, a dormir. El pastor
luterano del pueblo de Stechlin dedicó un breve sermón a la memoria del que era
el personaje principal del pueblo:
“Era un señor, un aristócrata. Todos lo conocíamos. Pero principalmente
era un hombre libre y él lo sabía y se comportaba como tal. No le importaba el
dinero y por eso nadie lo envidiaba. No tenía enemigos porque él no era enemigo
de nadie. Nada humano le era ajeno. ¿Podemos llamarle cristiano?
Era pacífico y bondadoso, sencillo y al mismo tiempo era un hombre y un niño. ¿No era eso lo que predicaba
nuestro señor Jesus?“
Manfred
07/2008
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