En el año de 1747 comenzó la obra de la catedral católica de Sankt
Hedwig en Berlín. Friedrich II había conquistado Silesia y el número de
habitantes católicos provenientes de la nueva
provincia aumentó rapidamente. Y pronto se diría que para ser berlinés
había que haber sido silesiano antes. Para el rey, eso era un problema
administrativo más:
“Todas las religiones tienen que ser toleradas y los fiscales deben
cuidar que ninguna perjudique a la otra. Aquí todos deben consolarse a su
propia manera ( à sa façon ).“
La razón de estado decidió así y bien conocida estaba la actitud agnóstica de la majestad:
“Católicos, luteranos, reformados, judíos y otras tantas sectas
cristianas viven pacíficamente en Prusia. Si prefiriéramos una a las otras pronto se formarían partidos y surgirían
conflictos violentos. Comenzarían las persecusiones y miles de súbditos
abandonarían nuestro país para aportar su saber industrial y su número a
nuestros vecinos. Para la política no importa si el príncipe es religioso o no
lo es.“
Friedrich no lo era y castigó
severamente toda manifestación de fundamentalismo religioso, pero al mismo
tiempo admitió a los jesuitas que fueron expulsados de España.
Y eso ya tenía larga tradición en Prusia: En el año 1685 fue cancelado
el edicto de Nantes en Francia que garantizaba el libre ejercicio de la
confesión reformada. El cardenal Richelieu expulsó a los que no querían
reconvertirse y en la despoblada y paupera Alemania devastada por la Guerra de
los Treinta Años eran bien recibidos. El edicto de Potsdam les abrió la puerta
en Prusia y el Gran Elector los recibió personalmente. El visitante actual
encontrará la catedral francesa en la plaza Gendarmenmarkt en Berlín y podrá
oir oficio religioso en francés. En el Berlín de Friedrich los hugonotes
formaron hasta 30 porciento de la población.
Sin embargo, no todo era gloria y progreso. La burguesía naciente
alemana vio con malos ojos tanta generosidad. Creció la competencia en la
industria y en el comercio. Sobre todo, cuando llegaron cada vez más numerosos
judíos del Este de Europa.
El estado de Prusia era una construcción fría y artificial, mantenida
por el racionalismo ilustrado en beneficio de la aristocracia. Ser generoso no
era precisamente una virtud apreciada por la burguesía. Esta, cada vez más,
buscará autonomía, en un principio fundada sobre su actividad económica
creciente y su papel dominante cultural. Es la moda del romanticismo que
cultivan los nuevos ricos en sus salones, no pocos de ellos dirigidos por
familias judías influyentes. Y cuando en el año 1812 el decreto de la
emancipación abolió definitivamente la discriminación de los judíos, se
manifestó la oposición:
“La honesta Prusia se está
haciendo un estado moderno, judío.“
Primer escalón de una delirante crecida que terminará en el
antisemitismo racista:
“Plutocracia, marxismo y
bolchevismo, todo eso creado por los judíos!“
Y a pesar de estas voces y
contrario a lo que dicen investigadores modernos, el historiador judío
Hans Joachim Schoeps, firme defensor de Prusia, habla de una simbiosis judío –
prusiana durante los siglos 18 y 19 con graves consecuencias posteriores. No
hay duda, el estado artificial de Prusia sin identidad étnica ni nacional, sin
ideología, fundado sobre la mera racionalidad, ofrecía óptimas condiciones para
la vida de los judíos. En ningún otro lugar del mundo había tantos médicos,
abogados, científicos, profesores judíos como aquí. Albert Einstein sólo es un
nombre entre los tantos que podrían ser mencionados. Aquí se podían realizar
plenamente, aunque sufrieran necia discriminación en el ambiente popular.
El estado prusiano los protegía. Es el nacionalismo alemán quien
destruye este idilio y la ideología nazi finalmente, maligna flor de este
tronco, provocará su destrucción física.
Al perder el elemento judío, Prusia y Berlín perdieron parte integral
de su identidad.
Alemania absorbió a Prusia y al absorberla la destruyó.
Hay una fecha siniestra en este proceso destructivo: El día 21 de Marzo
de 1933, cuando en presencia de los
grandes de Prusia, el senil presidente y exmariscal von Hindenburg entrega el bastón de mando al
nuevo canciller Adolf Hitler. Sucede esto en un escenario simbólico:
la iglesia de la Guarnición de Potsdam. A partir de este acto, la
esencia de Prusia ha desaparecido. Aunque el Führer mantuviera colgado en su
despacho del búnker en Berlín la imagen de Friedrich II, Prusia no es más que
el pretexto para dictadura, totalitarismo y agresión.
Henning von Treskow, uno de los aristócratas prusianos colaborador en
el atentado contra Hitler lo declaró poco antes de ser ejecutado:
“Y si Dios prometió no destruir la ciudad de Sodom si sólo hubiera diez
justos en ella, tal vez deje con vida a Alemania, aunque nosotros tengamos que
morir.“
Manfred
6/2008
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