“Fridericus Rex unser König und Herr,“
cantaban los grenaderos de su gloriosa majestad cuando fueron llamados
a presentarse con 60 cartuchos cada uno
contra la alianza aplastante de media Europa y los que lograron sobrevivir –
contra toda probabilidad – cantaron victoria.
Y cuando Fridericus Rex – el rey Friedrich II de Prusia – después de
haber reinado 46 años en el año 1786 murió, el pobre territorio de lodo y arena
que había heredado lo había más que duplicado y el número de súbditos aumentó.
Ya era el gran rey, Friedrich der Große.
“Sí, la guerra me gusta“, escribió este señor al principio de su
reinado en 1741, cuando parecía que era un escritor y músico con talento, “me
gusta la guerra por la gloria y la fama que aporta. Si no fuera príncipe sería
filósofo, nada más. Pero en fin, todo el mundo tiene que hacer su oficio como
mejor pueda, y yo quiero cumplir bien el mío.“
Y lo cumplía tan bien, que más de cien generales y doscientosmil
soldados pagaron con sus vidas esta ambición de hacer las cosas bien hechas.
La máquina militar que tenía a su disposición, no la había creado él.
Su padre, der Soldatenkönig – el Rey Soldado – se lo había dejado tan bien
preparada y el hijo con maestría sabía usar este instrumento.
Llama la atención, que el rey no acude a la ideología absolutista de la
potestad divina para justificar ese hacer sangriento de su rebelión contra la
propia máxima autoridad imperial del Sacro Imperio. “¡Ese horrible hombre!“ se
quejaba la emperatriz María Teresa en Viena, quien no sabía cómo deshacerse del
enemigo. La única manera habría sido, casarse con é; la majestad católica y
apostólica con el hereje y apóstata, imposible.
Friedrich se quedaba solo, nunca fue padre y murió en brazos de un
lacayo en el lugar donde quería reposar: “Quand je serai là, je serai sans
soucis“, en el palacete de Sanssouci en Potsdam. Y ahí está enterrado su cuerpo
en la terraza más alta de su viñedo, que no producía más que un vino simbólico,
ácido e imbebible por la falta de sol y calor bajo el cielo de Brandemburgo.
Y quedó grabada la imagen del viejo soldado bajito con su uniforme de
granadero raso, curvado por los años y la gota, que con su bastón y en compañía
de sus perros galgos buscaba la soledad en su campo de vides. Y sólo ellos, sus
perros, acompañan sus restos en Sanssouci donde finalmente reposa después de
peregrinar a través de pomposos refugios.
En 1991 fue cumplida su voluntad testamentaria: Siendo de noche, ningún
oficio, cuatro grenaderos presentes.
Fridericus Rex murió, pero quedó “Der alte Fritz“.
Manfred
6/2008
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