miércoles, 9 de julio de 2008

El Mito de Prusia (7): El militarismo

Cuando en el “triste mes de Noviembre“ del año 1843 el escritor exiliado Heinrich Heine pisa de nuevo suelo alemán a través de la frontera de Prusia se encuentra con militares prusianos que metidos en sus rígidos uniformes grises andan tan tiesos y derechos como si “hubiesen tragado el palo con que les habían pegado anteriormente“. Ya no llevan peluca con su colita como en tiempos del gran Friedrich. Ahora tienen bigotes que no son más que “colitas colgadas debajo de la nariz“. Sus elegantes cascos con los picos brillantes parecen ingeniosos pararrayos y el aguilucho de siempre, negro, que le ha saludado en la frontera, invita a practicarle tiro al blanco en las fiestas populares de su patria renana.

Heine no quiere a los símbolos de Prusia ni a los prusianos y tiene sus razones: ¿Es aquel estado que tiene un ejército admirado y copiado en toda Europa? O ¿ Es un ejército que posee un estado?
Desde el triunfo de las armas contra Napoleón se había despertado el nacionalismo alemán y el elemento esencial de este nacionalismo era el soldado, ya no el mercenario mal pagado y peor tratado de antes. Las reformas en Prusia de Scharnhorst y Gneisenau habían creado el ejército que era el pueblo en armas que celebró su triunfo definitivo en Sedan con la derrota del enemigo francés. Era el ejército prusiano que había regalado al país la nueva unión nacional, la nación alemana bajo su canciller “de hierro“ Otto von Bismarck, junker y primer canciller del nuevo Reich.
No es extraño que esta constelación de las cosas creara una sociedad bajo el signo del uniforme militar. Uniformado iba el canciller y uniformado también se presentaba la máxima autoridad militar y civil, el Kaiser, que había dejado atrás su calidad de rey de Prusia.
Uniformados iban Karl, Philipp y Manuel, uniformados iban todos que pretedían tener alguna valía social y deseaban ser admirados por las mujeres. Desde luego, un fenómeno social así no es único y tampoco es típico alemán. Basta observar el cuerpo de marines americanos o los desfiles en la Plaza Roja de Moscú para verificar una vez más que este mundo es redondo en todas partes.
Vestir “des Kaisers Rock“ el traje imperial era más que un aburrido deber de tres largos años.
Era el colmo de todo patriótico sentir y vivir. De la fase activa militar se pasaba a la reserva y el reservista solía mantener su uniforme como oro en paño en el sitio privilegiado de su casa para sacarlo en días festivos como en el día de Sedan, cuando en los colegios se repartían buñuelos a los niños a costo de la Majestad en Berlín, entonces el reservista desfilaba y una música militar sonora le acompañaba majestuosamente.
Ser alférez o teniente de la reserva otorgaba privilegios sociales considerables y haber “servido“ era necesario para cualquier empleo de calidad. Militares tenían acceso directo a las audiencias de su Majestad. El rico industrial tenía que pedir cita.
El capitán de reserva en esta Prusia de Wilhelm II era una figura del santuario nacional.

Por eso no faltaban episodios que inspiraban a escritores o humoristas satíricos de la revista Simplicissimus por ejemplo que ilustraban como bajo la lupa este estado de una sociedad deformada por el militarismo  vivido y compartido por un sector crecido de la población. El militarismo había empezado a ganar la batalla a la tradición demócrata y las capas sociales privilegiadas, aristocracia y burguesía supieron defender  privilegios contra “los de abajo“ vistiéndose de uniforme, sobre todo el de la Marina. Hasta los niños de bien lucían sus uniformes de pequeños marineros durante el paseo dominguero familiar.

El autor de teatro y novelista Carl Zuckmayer, empleó un episodio real para su drama satírico:
“Der Hauptmann von Köpenick“ – el capitán de K.. – que tuvo lugar en tiempos de Wilhelm II, años antes de la Primera Guerra Mundial. 
Es la historia del zapatero Vogt, quien después de pasar largos años en la cárcel por delitos menores, sale a la libertad y – no se espera otra cosa – no consigue trabajo ni permiso de residencia. Todas las puertas se le cierran. Tampoco puede realizar la única solución que le queda; abandonar su país. Como no tiene residencia, tampoco le dan pasaporte.
No ha servido, nunca ha sido soldado, sin embargo, en la cárcel por la obsesión de un director medio loco y militarista, que trata a los reclusos como a soldaditos de maniobra, llega a conocer todos los detalles del manual de instrucciones militar prusiano.
Así, un día, con el último dinero que le queda, compra un uniforme usado de capitán de infantería y como indigente entra en un retrete público para salir hecho un capitán.
Y en este preciso momento pasa una columna de soldaditos con su suboficial. Vogt se presenta y con la autoridad que le otorga su disfraz ordena que le acompañen. Le siguen como perros obedientes y Vogt ocupa la alcaldía de Köpenick, detiene al alcalde, “revisa“ las actas y se lleva formularios para fabricarse el documento que le da vida.
La comedia tiene medio final feliz, porque el Kaiser mismo en un instante de humor “se rie“ al enterarse del caso y así se ríen todos.
El Vogt verdadero logra lo que más quiere, abandonar Alemania y en Luxemburgo pudo ser lo que siempre quería: ser zapatero.

Más amarga es la sátira que escribió Heinrich Mann, hermano de Thomas Mann, sobre el militarismo alemán. “Der Untertan“ – el súbdito – es una furibunda destrucción de la imagen del burgués mediocre e hipócrita. Su nombre Hessling – insinua el adjetivo alemán hässlich – feo – es sinónimo de un individuo despreciable que vive una doble vida. Detrás de una fachada de patriotismo y militarismo se esconde un egoista cobarde sin alma ni escrúpulos. Debido a esta mezcla de “virtudes“ triunfa en una sociedad que en el fondo es como él.
Heinrich Mann prepara el terreno para la visión apocalíptica del hundimiento y de la autodestrucción de la sociedad prusiano – alemana. Esta vía fue continuada por Döblin y naturalmente magistralmente por el hermano de Heinrich, Thomas Mann, en su obra Doktor Faustus. Aquí la decadencia toma ya el carácter de un proceso endemoniado, un “fatum“ histórico, cultural y político.
Sería muy corta la interpretación, ver el comienzo de todo mal sólo en el militarismo prusiano.
Pero, es inegable, que su efecto negativo ha sido tóxico para Alemania.

Manfred
7/2008

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