Cuando en el “triste mes de Noviembre“ del año 1843 el escritor
exiliado Heinrich Heine pisa de nuevo suelo alemán a través de la frontera de
Prusia se encuentra con militares prusianos que metidos en sus rígidos uniformes
grises andan tan tiesos y derechos como si “hubiesen tragado el palo con que
les habían pegado anteriormente“. Ya no llevan peluca con su colita como en
tiempos del gran Friedrich. Ahora tienen bigotes que no son más que “colitas
colgadas debajo de la nariz“. Sus elegantes cascos con los picos brillantes
parecen ingeniosos pararrayos y el aguilucho de siempre, negro, que le ha
saludado en la frontera, invita a practicarle tiro al blanco en las fiestas
populares de su patria renana.
Heine no quiere a los símbolos de Prusia ni a los prusianos y tiene sus
razones: ¿Es aquel estado que tiene un ejército admirado y copiado en toda
Europa? O ¿ Es un ejército que posee un estado?
Desde el triunfo de las armas contra Napoleón se había despertado el
nacionalismo alemán y el elemento esencial de este nacionalismo era el soldado,
ya no el mercenario mal pagado y peor tratado de antes. Las reformas en Prusia
de Scharnhorst y Gneisenau habían creado el ejército que era el pueblo en armas
que celebró su triunfo definitivo en Sedan con la derrota del enemigo francés.
Era el ejército prusiano que había regalado al país la nueva unión nacional, la
nación alemana bajo su canciller “de hierro“ Otto von Bismarck, junker y primer
canciller del nuevo Reich.
No es extraño que esta constelación de las cosas creara una sociedad
bajo el signo del uniforme militar. Uniformado iba el canciller y uniformado
también se presentaba la máxima autoridad militar y civil, el Kaiser, que había
dejado atrás su calidad de rey de Prusia.
Uniformados iban Karl, Philipp y Manuel, uniformados iban todos que
pretedían tener alguna valía social y deseaban ser admirados por las mujeres.
Desde luego, un fenómeno social así no es único y tampoco es típico alemán.
Basta observar el cuerpo de marines americanos o los desfiles en la Plaza Roja
de Moscú para verificar una vez más que este mundo es redondo en todas partes.
Vestir “des Kaisers Rock“ el traje imperial era más que un aburrido
deber de tres largos años.
Era el colmo de todo patriótico sentir y vivir. De la fase activa
militar se pasaba a la reserva y el reservista solía mantener su uniforme como
oro en paño en el sitio privilegiado de su casa para sacarlo en días festivos
como en el día de Sedan, cuando en los colegios se repartían buñuelos a los niños
a costo de la Majestad en Berlín, entonces el reservista desfilaba y una música
militar sonora le acompañaba majestuosamente.
Ser alférez o teniente de la reserva otorgaba privilegios sociales
considerables y haber “servido“ era necesario para cualquier empleo de calidad.
Militares tenían acceso directo a las audiencias de su Majestad. El rico
industrial tenía que pedir cita.
El capitán de reserva en esta Prusia de Wilhelm II era una figura del
santuario nacional.
Por eso no faltaban episodios que inspiraban a escritores o humoristas
satíricos de la revista Simplicissimus por ejemplo que ilustraban como bajo la
lupa este estado de una sociedad deformada por el militarismo vivido y compartido por un sector crecido de
la población. El militarismo había empezado a ganar la batalla a la tradición
demócrata y las capas sociales privilegiadas, aristocracia y burguesía supieron
defender privilegios contra “los de
abajo“ vistiéndose de uniforme, sobre todo el de la Marina. Hasta los niños de
bien lucían sus uniformes de pequeños marineros durante el paseo dominguero
familiar.
El autor de teatro y novelista Carl Zuckmayer, empleó un episodio real
para su drama satírico:
“Der Hauptmann von Köpenick“ – el capitán de K.. – que tuvo lugar en
tiempos de Wilhelm II, años antes de la Primera Guerra Mundial.
Es la historia del zapatero Vogt, quien después de pasar largos años en
la cárcel por delitos menores, sale a la libertad y – no se espera otra cosa –
no consigue trabajo ni permiso de residencia. Todas las puertas se le cierran.
Tampoco puede realizar la única solución que le queda; abandonar su país. Como
no tiene residencia, tampoco le dan pasaporte.
No ha servido, nunca ha sido soldado, sin embargo, en la cárcel por la
obsesión de un director medio loco y militarista, que trata a los reclusos como
a soldaditos de maniobra, llega a conocer todos los detalles del manual de
instrucciones militar prusiano.
Así, un día, con el último dinero que le queda, compra un uniforme
usado de capitán de infantería y como indigente entra en un retrete público
para salir hecho un capitán.
Y en este preciso momento pasa una columna de soldaditos con su
suboficial. Vogt se presenta y con la autoridad que le otorga su disfraz ordena
que le acompañen. Le siguen como perros obedientes y Vogt ocupa la alcaldía de
Köpenick, detiene al alcalde, “revisa“ las actas y se lleva formularios para
fabricarse el documento que le da vida.
La comedia tiene medio final feliz, porque el Kaiser mismo en un
instante de humor “se rie“ al enterarse del caso y así se ríen todos.
El Vogt verdadero logra lo que más quiere, abandonar Alemania y en
Luxemburgo pudo ser lo que siempre quería: ser zapatero.
Más amarga es la sátira que escribió Heinrich Mann, hermano de Thomas
Mann, sobre el militarismo alemán. “Der Untertan“ – el súbdito – es una
furibunda destrucción de la imagen del burgués mediocre e hipócrita. Su nombre
Hessling – insinua el adjetivo alemán hässlich – feo – es sinónimo de un
individuo despreciable que vive una doble vida. Detrás de una fachada de
patriotismo y militarismo se esconde un egoista cobarde sin alma ni escrúpulos.
Debido a esta mezcla de “virtudes“ triunfa en una sociedad que en el fondo es
como él.
Heinrich Mann prepara el terreno para la visión apocalíptica del
hundimiento y de la autodestrucción de la sociedad prusiano – alemana. Esta vía
fue continuada por Döblin y naturalmente magistralmente por el hermano de
Heinrich, Thomas Mann, en su obra Doktor Faustus. Aquí la decadencia toma ya el
carácter de un proceso endemoniado, un “fatum“ histórico, cultural y político.
Sería muy corta la interpretación, ver el comienzo de todo mal sólo en
el militarismo prusiano.
Pero, es inegable, que su efecto negativo ha sido tóxico para Alemania.
Manfred
7/2008
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