Ida
y Vuelta
Primera escena
La calle es larga y se dirige directamente a la estación de tren, una
sencilla parada sin cubierta. Y todas las mañanas siendo aun casi la noche, se llena
de gente que subirá al tren que los lleva a Frankfurt donde está su trabajo. Es
una masa humana gris y uniforme con algunos puntos más claros constituidos por
los vestidos de las mujeres. Sobre todo son hombres los que se van al trabajo,
las mujeres casi todas se quedan. También ellas trabajan, porque las casas con
sus huertas y sus animales, los cerdos, cabras, conejos y gallinas son los
auténticos centros de la vida de los que ahora se van acompañados por el cante
de innumerables gallos y los ladridos de perros. Cuando vuelven ya de noche o
de turnos cambiantes, los hombres esperan encontrar la comida en las cocinas
calientes, únicos lugares con calor en estas casas. Casas de colores oscuros
con parches caidos donde se asoman los ladrillos y están llenas de vida, casi
revientan.
Son los años de la posguerra -1946 y subsiguientes-; el pueblo no
sufrió bombardeos a pesar de la cercanía de Frankfurt que fuera destruida en sucesivas oleadas devastadoras por las
bombas incendiarias cuya deslumbrante luz habían iluminado el cielo nocturno tal
como si fuera de día. Viejos habitantes y
nuevos -fugitivos del Este-, se apiñan al regreso bajo los techos, pero
el trabajo es su refugio principal; trabajo manual ante la montaña de unos
escombros que nunca desaparacerán. Eso dicen los viejos. Y en verano, cuando
los días son largos, el que era
trabajador industrial en Frankfurt, ahora es labrador de campo que con pico y
pala acomete lo que mujer e hijos no han podido hacer. Todo se hace a mano y
todo se transporta en arcaicas carretillas con ruedas que chillan y andan mal.
Por esa calle ancha con el simple nombre “Hauptstrasse“ pasan a veces
un coche o un camión o los carros tirados por caballos que pertenecen a las
pocas fincas del pueblo; de esas, dos son grandes y de noble ancestro y ocupan
el centro del pueblo. Se trata de un
sitio ubicado encima del diseño de un viejo
castillo romano que vigiló el Limes, la frontera de la civilización romana contra
la barbarie, y desde cuya ubicación se dió el orígen histórico de ese pueblo. Los hombres que todos los días cogen el tren
nada saben de todo ese imperial inicio,
ni tienen nada que ver con ello. Deben su presencia en el pueblo a la
revolución industrial y sólo ceden el paso muy lentamente cuando se aproxima un
coche o una carreta de caballos. Saben que son diferentes, hablan de otro modo,
han traido el dialecto urbano a esta aldea tan cercana a la ciudad de sus fábricas,
pero separada de ella por siglos de incomunicación. Son ellos, los obreros quienes
han roto ese cordón. Pero los que poseen
las tierras y nunca cogen el tren, nada saben de ellos ni se interesan. Y con frecuencia se les ve asomados por la
ventana, fumando en sus pipas largas y espiando con desconfianza lo que en las
calles sucede. Y suceden cosas.
La calle ancha es el lugar preferido donde juegan los niños. Son juegos
rudos y cuando pasan carros cargados de remolachas se montan y roban lo que
necesitan sus conejos y cerdos siempre hambrientos. Sin embargo, estas
relaciones no siempre son tensas. Los campesinos contratan a los niños obreros
para labores menores del campo, arrancar las hierbas malas, escardar los
extensos campos de remolachas de azúcar, trabajos aburridos y feos, pagados con
un pan con mermelada y con unos billetes viejos con la efigie del viejo
Hindenburg que ya no valen nada. Sí, también a veces pasa un transporte militar
americano que levanta una polvoreda enorme. Son ellos los dueños y siempre
tienen prisa. Nunca van solos, no se fian de los alemanes, pero reparten
chicles entre los niños curiosos que rápidamente han aprendido decir: “¿
Hef yu chuvingam?“ Pregunta inútil, porque todos los americanos
permanentemente mastican, rumian chicle. ¿Habrán ganado la guerra por eso?
También hay eventos festivos. La calle ancha se presta para desfilar.
Eso habían hecho los S.A. nazi con paso marcial que acompañados por tambores y
flautas trataban de impresionar al vecindario. Ahora desfilan otros, bueno
eso es lo que se dice; y sus uniformes
son de fantasía, muchas plumas encima de sombreros y camisas rojas
naturalmente, igual que las banderas. Sin embargo hay otros aires y melodías, y
la gente aplaude, porque eso es lo suyo y hay risas y comentarios chistosos. Es
un pueblo rojo, se dice ahora. Desde luego no todos se alegran, y eso lo saben
hasta los niños. Ahí está Heinrich, el de la S.S.quien todavía no ha vuelto
pero que está vivo, prisionero de los americanos. Los padres de Heinrich
son religiosos luteranos muy
practicantes . El hijo fue reclutado para los SS aparentemente sin oponer
resistencia; un muchacho alto, buen mozo, raza nórdica de los pocos que había así en este pueblo. Pero se
escondía en casa cuando llegaba de permiso. El uniforme negro asustaba a la
gente. Y la madre llorando. Por su parte, Karl, el panadero de la esquina no se
alegra tampoco: al hijo soldado de 15 años, lo habían sacado del escondite de
su casa. Fue una patrulla americana acompañada por delatadores alemanes con
brazaletes rojos. Se lo llevaron y nunca más apareció. Pero Ana si se alegra y mucho: recien casada
había recibido la noticia de que el novio había caido en Rusia el mismo día que
regresó del permiso para casarse. Con una guadaña en mano recorrió ella la
calle, mujerona valiente, gritando que iba a matar a todos los nazi. Nada pasó,
porque todos callaron. Y Jean. Su hermano...fue prófugo, no se presentó más al
cuartel. Sabía que lo iban a fusilar y lo fusilaron. Pero Jean vive y pronto
cumplirá 95 años. “Hemos sobrevivido“, dicen ahora todos, “de aquí en adelante
sólo puede ocurrirnos algo mejor.“ ¡De utopías
más nada, hemos vuelto a la realidad!
Efectivamente
se abrió un nuevo capítulo de la historia, la República Federal Alemana pronto
será fundada y los vecinos de la calle ancha, Hauptstrasse, votarán en su gran
mayoría por la Socialdemocracia Alemana lo que habrían hecho siempre si los
dejaran y así seguirá. ¿O no?
Segunda
escena
Sesenta aniversario de la República Federal y veinte de la
reunificación, discursos solemnes en todos los medios de la información. ¿Qué
nos cuenta la calle ancha, “Hauptstrasse“?
Innumerables
veces durante estos años ha sido levantado su pavimento y cerrado otra
vez. El pavimento romano y los adoquines
de basalto ya no se ven, un suave asfalto lo cubre todo y suaves pasan también
los vehículos en medio de largas hileras de coches estacionados. ¿Es esto un
parqueadero? Se pregunta el caminante. En cierta forma, sí, porque la estación
ahora es una parada del metro urbano de Frankfurt y el pueblo ya no es pueblo
sino un barrio de una extensa urbanización, donde se encuentran reunidos cinco
antiguas aldeas y en medio hay una amplia zona industrial con centros
comerciales. En Frankfurt ya no hay fábricas y más de doscientos bancos rodean
al Banco Central Europeo. Lo que aquí pasa se puede observar a lo largo y ancho
de toda Europa. El progreso ha sido fulminante e imparable. ¿Y la gente, la que
dio vida a estas casas que ahora todas están bien pintadas y hasta decoradas
con macetas de flores en los banquillos de las ventanas? Parece cambiado el
personal que habita detrás de estas ventanas. Los que no se han muerto o se han
mudado a residencias más cómodas se encuentran sentados en butacas idóneas para
la “tercera edad“, de acuerdo con el eufemismo actual que así llama a lo que antes siempre se
nombraba lo que era: ¡viejos!. Y precisamente delante de la casa de Heinrich,
el ahora viejo jubilado SS que todavía lleva el tatuaje de su regimiento, se ve
estacionado el coche del servicio ambulante de cuidados para ancianos,
“Pflegedienst“. Y Ana, la viuda
desesperada, la de la guadaña, levanta la cortina y espia para ver si hay novedad
en la calle. Pero ya no hay niños que tiran la pelota en su jardín y eso le
quita la oportunidad para retener la pelota y soltarla solamente después de
largas y dramáticas negociaciones. Sólo Jean, el viejo comunista, con
noventaycinco primaveras se monta en su viejo coche y sale con brío y cruza la
vía del metro, por un nuevo túnel construido por debajo de la vía ferrea. Este
túnel priva a los vecinos del
espectáculo de los mortíferos accidentes de antaño: tren contra camión cargado
de leche, tren contra carros de caballos, tren contra Harald en su coche
deportivo y final del chulo destacado del barrio. Parece que niños ya no hay, ni gallos que cantan, ni obreros que
van en busca de su trabajo entre las ruinas de Frankfurt. A cada veinte minutos
para el metro y sube o baja gente alimentada, a veces demasiado, cuando hablan
no usan el dialecto local y es común oir otro idioma del amplio panorama de las
lenguas del mundo. ¿Y qué hay de los desfiles? Pues, ¿Quién va desfilar y para
qué? ¿Qué melodías se podrían tocar? Todas sonarían banales entre las hileras
de coches parqueados. Las utopías se acabaron; ya no hay unas contra otras, no hay
ninguna. Los proyectos han aterrizado
sobre un terreno cómodo y estrictamente coditiano. La nave espacial alemana ha
encontrado su puerto, eso parece para su propio bien y para el de sus vecinos.
Lo que cuenta es el día de hoy y las vacaciones de mañana. Punto.
El pueblo se llama Okarben y está al norte de
Frankfurt----mi pueblo natal.
friedrichmanfredpeter escrito en 2009 y renovado en 2017
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