viernes, 24 de febrero de 2017

Ida y vuelta

Ida y Vuelta

Primera escena


La calle es larga y se dirige directamente a la estación de tren, una sencilla parada sin cubierta. Y todas las mañanas siendo aun casi la noche, se llena de gente que subirá al tren que los lleva a Frankfurt donde está su trabajo. Es una masa humana gris y uniforme con algunos puntos más claros constituidos por los vestidos de las mujeres. Sobre todo son hombres los que se van al trabajo, las mujeres casi todas se quedan. También ellas trabajan, porque las casas con sus huertas y sus animales, los cerdos, cabras, conejos y gallinas son los auténticos centros de la vida de los que ahora se van acompañados por el cante de innumerables gallos y los ladridos de perros. Cuando vuelven ya de noche o de turnos cambiantes, los hombres esperan encontrar la comida en las cocinas calientes, únicos lugares con calor en estas casas. Casas de colores oscuros con parches caidos donde se asoman los ladrillos y están llenas de vida, casi revientan.


Son los años de la posguerra -1946 y subsiguientes-; el pueblo no sufrió bombardeos a pesar de la cercanía de Frankfurt que fuera destruida  en sucesivas oleadas devastadoras por las bombas incendiarias cuya deslumbrante luz habían iluminado el cielo nocturno tal como si fuera de día. Viejos habitantes y  nuevos -fugitivos del Este-, se apiñan al regreso bajo los techos, pero el trabajo es su refugio principal; trabajo manual ante la montaña de unos escombros que nunca desaparacerán. Eso dicen los viejos. Y en verano, cuando los días son largos, el que  era trabajador industrial en Frankfurt, ahora es labrador de campo que con pico y pala acomete lo que mujer e hijos no han podido hacer. Todo se hace a mano y todo se transporta en arcaicas carretillas con ruedas que chillan y andan mal.
Por esa calle ancha con el simple nombre “Hauptstrasse“ pasan a veces un coche o un camión o los carros tirados por caballos que pertenecen a las pocas fincas del pueblo; de esas, dos son grandes y de noble ancestro y ocupan el centro del pueblo.  Se trata de un sitio  ubicado encima del diseño de un viejo castillo romano que vigiló el Limes, la frontera de la civilización romana contra la barbarie, y desde cuya ubicación se dió el orígen histórico de ese pueblo.  Los hombres que todos los días cogen el tren nada  saben de todo ese imperial inicio, ni tienen nada que ver con ello. Deben su presencia en el pueblo a la revolución industrial y sólo ceden el paso muy lentamente cuando se aproxima un coche o una carreta de caballos. Saben que son diferentes, hablan de otro modo, han traido el dialecto urbano a esta aldea tan cercana a la ciudad de sus fábricas, pero separada de ella por siglos de incomunicación. Son ellos, los obreros quienes han roto ese cordón. Pero  los que poseen las tierras y nunca cogen el tren, nada saben de ellos ni se interesan.  Y con frecuencia se les ve asomados por la ventana, fumando en sus pipas largas y espiando con desconfianza lo que en las calles sucede. Y suceden cosas.
La calle ancha es el lugar preferido donde juegan los niños. Son juegos rudos y cuando pasan carros cargados de remolachas se montan y roban lo que necesitan sus conejos y cerdos siempre hambrientos. Sin embargo, estas relaciones no siempre son tensas. Los campesinos contratan a los niños obreros para labores menores del campo, arrancar las hierbas malas, escardar los extensos campos de remolachas de azúcar, trabajos aburridos y feos, pagados con un pan con mermelada y con unos billetes viejos con la efigie del viejo Hindenburg que ya no valen nada. Sí, también a veces pasa un transporte militar americano que levanta una polvoreda enorme. Son ellos los dueños y siempre tienen prisa. Nunca van solos, no se fian de los alemanes, pero reparten chicles entre los niños curiosos que rápidamente han aprendido decir: “¿ Hef yu chuvingam?“ Pregunta inútil, porque todos los americanos permanentemente mastican, rumian chicle. ¿Habrán ganado la guerra por eso? 
También hay eventos festivos. La calle ancha se presta para desfilar. Eso habían hecho los S.A. nazi con paso marcial que acompañados por tambores y flautas trataban de impresionar al vecindario. Ahora desfilan otros, bueno eso  es lo que se dice; y sus uniformes son de fantasía, muchas plumas encima de sombreros y camisas rojas naturalmente, igual que las banderas. Sin embargo hay otros aires y melodías, y la gente aplaude, porque eso es lo suyo y hay risas y comentarios chistosos. Es un pueblo rojo, se dice ahora. Desde luego no todos se alegran, y eso lo saben hasta los niños. Ahí está Heinrich, el de la S.S.quien todavía no ha vuelto pero que está vivo, prisionero de los americanos. Los padres de Heinrich son  religiosos luteranos muy practicantes . El hijo fue reclutado para los SS aparentemente sin oponer resistencia; un muchacho alto, buen mozo, raza nórdica de los  pocos que había así en este pueblo. Pero se escondía en casa cuando llegaba de permiso. El uniforme negro asustaba a la gente. Y la madre llorando. Por su parte, Karl, el panadero de la esquina no se alegra tampoco: al hijo soldado de 15 años, lo habían sacado del escondite de su casa. Fue una patrulla americana acompañada por delatadores alemanes con brazaletes rojos. Se lo llevaron y nunca más apareció.  Pero Ana si se alegra y mucho: recien casada había recibido la noticia de que el novio había caido en Rusia el mismo día que regresó del permiso para casarse. Con una guadaña en mano recorrió ella la calle, mujerona valiente, gritando que iba a matar a todos los nazi. Nada pasó, porque todos callaron. Y Jean. Su hermano...fue prófugo, no se presentó más al cuartel. Sabía que lo iban a fusilar y lo fusilaron. Pero Jean vive y pronto cumplirá 95 años. “Hemos sobrevivido“, dicen ahora todos, “de aquí en adelante sólo puede ocurrirnos algo mejor.“ ¡De utopías  más nada, hemos vuelto a la realidad!
Efectivamente se abrió un nuevo capítulo de la historia, la República Federal Alemana pronto será fundada y los vecinos de la calle ancha, Hauptstrasse, votarán en su gran mayoría por la Socialdemocracia Alemana lo que habrían hecho siempre si los dejaran y así seguirá. ¿O no?


Segunda escena
Sesenta aniversario de la República Federal y veinte de la reunificación, discursos solemnes en todos los medios de la información. ¿Qué nos cuenta la calle ancha, “Hauptstrasse“?
Innumerables veces durante estos años ha sido levantado su pavimento y cerrado otra vez.  El pavimento romano y los adoquines de basalto ya no se ven, un suave asfalto lo cubre todo y suaves pasan también los vehículos en medio de largas hileras de coches estacionados. ¿Es esto un parqueadero? Se pregunta el caminante. En cierta forma, sí, porque la estación ahora es una parada del metro urbano de Frankfurt y el pueblo ya no es pueblo sino un barrio de una extensa urbanización, donde se encuentran reunidos cinco antiguas aldeas y en medio hay una amplia zona industrial con centros comerciales. En Frankfurt ya no hay fábricas y más de doscientos bancos rodean al Banco Central Europeo. Lo que aquí pasa se puede observar a lo largo y ancho de toda Europa. El progreso ha sido fulminante e imparable. ¿Y la gente, la que dio vida a estas casas que ahora todas están bien pintadas y hasta decoradas con macetas de flores en los banquillos de las ventanas? Parece cambiado el personal que habita detrás de estas ventanas. Los que no se han muerto o se han mudado a residencias más cómodas se encuentran sentados en butacas idóneas para la “tercera edad“, de acuerdo con el eufemismo actual  que así llama a lo que antes siempre se nombraba lo que era: ¡viejos!. Y precisamente delante de la casa de Heinrich, el ahora viejo jubilado SS que todavía lleva el tatuaje de su regimiento, se ve estacionado el coche del servicio ambulante de cuidados para ancianos, “Pflegedienst“.  Y Ana, la viuda desesperada, la de la guadaña, levanta la cortina y espia para ver si hay novedad en la calle. Pero ya no hay niños que tiran la pelota en su jardín y eso le quita la oportunidad para retener la pelota y soltarla solamente después de largas y dramáticas negociaciones. Sólo Jean, el viejo comunista, con noventaycinco primaveras se monta en su viejo coche y sale con brío y cruza la vía del metro, por un nuevo túnel construido por debajo de la vía ferrea. Este túnel  priva a los vecinos del espectáculo de los mortíferos accidentes de antaño: tren contra camión cargado de leche, tren contra carros de caballos, tren contra Harald en su coche deportivo y final del chulo destacado del barrio. Parece que niños ya  no hay, ni gallos que cantan, ni obreros que van en busca de su trabajo entre las ruinas de Frankfurt. A cada veinte minutos para el metro y sube o baja gente alimentada, a veces demasiado, cuando hablan no usan el dialecto local y es común oir otro idioma del amplio panorama de las lenguas del mundo. ¿Y qué hay de los desfiles? Pues, ¿Quién va desfilar y para qué? ¿Qué melodías se podrían tocar? Todas sonarían banales entre las hileras de coches parqueados. Las utopías se acabaron; ya no hay unas contra otras, no hay ninguna.  Los proyectos han aterrizado sobre un terreno cómodo y estrictamente coditiano. La nave espacial alemana ha encontrado su puerto, eso parece para su propio bien y para el de sus vecinos. Lo que cuenta es el día de hoy y las vacaciones de mañana. Punto.







El pueblo se llama Okarben y está al norte de Frankfurt----mi pueblo natal.
friedrichmanfredpeter   escrito en 2009  y renovado en 2017

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