¡Que
nadie se vaya!– rogó la madre con las manos plegadas.
Cuando
la madre vio que habían comenzado a sacar las carabinas, se puso
delante del marido y de sus hijos:
–¿Qué
vais a hacer? Sois pocos.
Martha
agarró a Karl por el hombro:
–Tú
te quedas. No puedes dejarme.
Karl
lentamente se soltó.
Todos
permanecían callados mientras continuaban los preparativos, llenar
las cartucheras de municiones, etc.
–No
está nada decidido todavía– dijo Fritz.
–No
sabemos exactamente si pasarán por aquí cerca– agregó Karl.
–Tenemos
que estar preparados. No nos dejarán tranquilos aquí.–
–He
visto una pancarta en Bitterfeld: “se busca a Max Hölz“. Ofrecen
10 000 Marcos.–
Kurt
siempre sabía estas cosas.
Eva
no se dejó calmar por las palabras que le habían dicho. El momento
era dramático y ahora se notaba que la infancia católica no había
sido borrada del todo al lado de un hombre no creyente.
–Si
os vais para que os maten, yo tampoco voy a vivir más– dijo. Hizo
la señal de la cruz y comenzó a rezar en voz baja en polaco.
Todos
permanecían callados y era como si todos rezaran también.
Sin
embargo, a pesar de esta escena, se iban como habían decidido.
Era
el 28 de Marzo de 1921. La noche era clara, de luna llena. Había un
aire de primavera. Salían después de la medianoche Fritz y Karl.
Los otros se habían quedado dormidos.
Llevaban
carabinas y Fritz empujaba la bicicleta del padre cargada de bombas y
municiones.
A
la salida del pueblo encontraban a cuatro o cinco muchachos más.
Bordeaban el tajo de la mina en dirección a la puesta del sol. Fritz
había dejado una nota encima de la mesa:
“¡Tú,
quédate aquí. Ya ha sido bastante. Hacemos lo que tenemos que
hacer!“
Cuando
salía el sol, Mühlbeck había quedado ya atrás e invisible por la
bruma de la mañana.
Parece
que no era muy difícil encontrar la columna de Max Hölz. Entre
arbustos, genista y bajo los altos pinos les dieron el alto. El
centinela había reconocido a Karl. Habían estado trabajando juntos.
¿Quién
era Max Hölz?
Pertenecía
al mismo tipo humano que el padre de Fritz. Había nacido en la
ciudad de Falkenstein en Saxonia, en medio de una familia muy
religiosa. La extrema pobreza de su hogar había sido el motivo del
joven para emigrar a Inglaterra. Allí había conseguido aprender el
oficio de técnico de construcciones. Había vuelto a Alemania para
cumplir el servicio militar cuando le había pillado la guerra. Su
destino quiso que los primeros enemigos que tuvo enfrente fueran
ingleses en los campos de batalla de Flandes. Durante el proceso por
alta traición y rebelión contra él, explicaría su transformación
en un hombre pacifista y después en revolucionario decidido.
Le
molestaba que le recordaran la causa, por la que fue dado de baja en
el curso de la Guerra.
Fue
uno de tantos enfermos de los nervios, mutilados por el exceso de la
violencia, del miedo y del terror. No podía soportar vivir en
cuartos cerrados. No podía concentrarse más sobre ninguna actividad
civil. Vivía como si fuera un muerto con permiso para cumplir una
misión.
Esta
misión era destruir lo que destruye a otros. Su motivo era el odio
contra la sociedad burguesa, cuya insensibilidad denunciaba. Creía
que en nombre de todas las víctimas tenía autorización para
eliminar a los enemigos de la humanidad.
A
Fritz le parecía que la cara del comandante se movía
constantemente. Los ojos le parecían fríos y se acordaba de los
ojos de estrella de su padre. Pero Hölz era un fanático. Tal vez un
perturbado mental. Hölz no había sido un hombre de lectura ni de
reflexión. Además, era un puritano decidido e inflexible. Su
socialismo no admitía el espacio de la buena vida que el viejo Peter
solía cultivar con sonrisa y dedicación.
¿Qué
proyectos tenía este grupo humano que había comenzado la marcha de
la revolución y ahora contaba con doscientos hombres
aproximadamente?
Parecía
que eso no lo tenían nada claro. Contra la Schupo naturalmente,
porque ésta los perseguía. ¿Pero después, qué?
Hölz
parecía convencido de que su grupo se transformaría en una masa
humana por el simple peso de la miseria y del descontento general de
los obreros industriales y de los trabajadores en el campo. En las
aldeas y en los pueblos Hölz reunía a la gente para exhortar a los
hombres para que le siguieran. Aquello parecía como el retrato de
una escena bíblica: El profeta aparece sobre el escenario público.
En lugar de llevar la rama de una palmera, este profeta agitaba una
carabina. En muchos lugares el secuestro del arma del gendarme era la
única acción militar.
Los
que iban con Hölz más tiempo, se sentían cansados y desanimados.
¿Cuántas
veces habían cruzado aldeas, donde las ventanas y las puertas
permanecían cerrados y nadie se asomaba. Sólo los niños bordeaban
el camino por donde pasaba “El Ejército Rojo“ que parecía una
partida de bandoleros. Pero, no había que tenerles miedo. Hölz no
toleraba el más mínimo exceso, ni siquiera en las grandes haciendas
y propiedades ricas. La realidad era que mientras unos venían y se
juntaban al grupo, otros se retiraban defraudados.
Fritz
y Karl se daban cuenta de lo que pasaba. Con una tropa así, pocos
éxitos militares serían posibles. Lo veían ellos que no habían
sido soldados. La mayoría de los hombres de Hölz tenían
experiencia en combates durante la Guerra del pasado.
Un
día, Fritz se acercó a Hölz, y de un modo directo le preguntó:
–¿Cómo
vamos a enfrentarnos a la Schupo?
Hölz
lo miraba con ojos de enfado:
–Eso
me lo tienen que dejar a mí– espetó–. Lo que tienes que
aprender, muchacho, es la obediencia y la disciplina del
revolucionario verdadero.–
No
quedaba mucho tiempo para reflexionar sobre esta lección de
disciplina revolucionaria: sucedió lo que en términos militares se
llama “contacto con el enemigo“. Empezó un tiroteo general. El
lugar de los hechos era la aldea de Beesenstedt que tiene un
monumental castillo barroco, entonces residencia de su respectivo
conde o barón, el Junker del lugar.
A
Fritz le había quedado tiempo de mirar el letrero: Beesenstedt en
Sajonia - Anhalt, antes de que se cerrara sobre su mente un manto
rojo y luego negro y surgiera desde la profundidad de su memoria la
canción que había aprendido recientemente:
A
la lucha, a la lucha
Para
eso hemos nacido.
A
Rosa y a Karl
Se
lo hemos prometido....
Se
encontró tirado en la cuneta del camino. Las explosiones le habían
tirado allá. Cuando intentó incorporarse, ya tenía encima la
culata de una carabina y una bota militar.
¿Fue
una escaramuza o una batalla campal? ¿Cuánto tiempo duró?
Fritz
no lo supo.
Al
final, los soldados se llevaban una larga hilera de prisioneros
rojos. Estos no llegarían a ninguna parte. Fusilados. Al día
siguiente fueron descubiertos sus cadáveres, todos amontonados
juntos al arroyo que pasaba por allí. Entre los muertos se
encontraba Karl, el novio de Martha.
–Que
descansen en la paz del señor– rezó el pastor de la parroquia
vecina ante la fosa común abierta en un rincón del cementerio. La
gente de la aldea había reunido los muertos que había encontrado
para enterrarlos
–¡Acaben
con esto pronto!– ordenó el Junker.
Y
el comandante de la tropa le había ordenado:
–Ningún
acta, ningún juez, nada de esto. Estamos en estado de sitio. Esto es
como en la guerra.
A
la lucha, a la lucha
Para
eso hemos nacido.
A
Rosa y a Karl
Se
lo hemos prometido....
Así
cantarán muchos años después grupos de las Juventudes Socialistas
que solían depositar regularmente un ramo de flores delante del
monolito en este lugar.
Martha
encontrará felicidad en una nueva relación muy distinta.
Alfred,
el más pequeño, aprenderá el oficio de hortelano en el mismo
palacio de Beesenstedt, a poca distancia del lugar de estos trágicos
sucesos.
¿Y
Max Hölz? Sobrevivió la batalla. Fue detenido posteriormente y
condenado a cárcel perpetua en un proceso criminal en Berlín. Una
amnistía general lo liberó luego y emigró a Rusia donde pereció
ahogado cerca de Gorkij, víctima de la purga ordenada por Stalin.
¿Y
Fritz? Aunque malherido quedó con vida. Fue encontrado y recogido
por los aldeanos.
Lo
llevaron a una buhardilla. Tenía heridas en el pecho y en una
pierna; tosía y escupía sangre. No se atrevían a meterlo en su
casa. Pero, su fuerza física y su juventud le ayudaron a sobrevivir.
Llegó
el día que pudo levantarse, otro que pudo caminar, y otro se marchó
buscando el camino a casa.
En
realidad no sentía nada, ni tristeza por lo sucedido, ni alegría
por haber escapado a la muerte y vivir. Pero sabía que su vida
después de esto, no sería ya la misma.
¿Y
en Mühlbeck, en casa de los Peter, qué pasó mientras tanto?
¿Qué
sucedía en la “pequeña República soviética del Río Mulde“ en
estos días de la Contrarrevolución?
Los
sucesos se precipitaban:
Se
acabó el gobierno de los comités. Terminaron los días repletos de
actividad política para F.W.Peter y “sus compinches“. Todo esto
sucedía en pocas horas.
Durante
la noche el viento había arrancado unas tejas y las puertas sonaban “como
si imitasen el ruido de las ametraladoras pesadas“, pensaba Peter.
Los
padres no podían dormir. Habían llegado rumores: decían que Max
Hölz había caido prisionero de la “Schupo“, que había habido
muchos muertos. El viejo había querido ir detrás de los muchachos
cuando cayó en la cuenta que ellos se habían marchado. Pero Eva y
los otros niños le imploraban que se quedara. Además, el pueblo era
un frente de la misma guerra.
Al
amanecer y después de la larga noche de insomnio, se quedaron
dormidos. Por eso, el viejo no veía lo que pasaba a primera hora en
el pueblo y en el ayuntamiento.
Era
el día anunciado por el doctor en la reunión celebrada en la
Bitterfelder.
La
Reacción se ponía en marcha. El frente interior se disponía a
atacar.
Salían
de la finca del Barón, todos hombres jóvenes. Algunos iban armados
con carabinas, otros llevaban palos. Vestían fragmentos de los
distintos uniformes del ejército imperial y llevaban la
“Reichskriegsflagge“, la bandera de guerra, el “gonfalón“
del Reich que había acompañado las batallas durante la Gran Guerra.
Se veían gorras de marineros y cascos de hierro. Sobre estos había
esvásticas, dibujadas con pintura blanca.
Al
salir del portón de la finca tocaban el tambor, desplegaban la
bandera y marchaban al compas. Recorrían el mismo camino por donde
dos años antes había venido la Revolución en la persona del viejo
Peter y los suyos. Cruzaban la bien conocida pradera donde más de
una liebre había dejado la vida. Pero no era una mañana de sol con
olores de pistacho. La niebla no dejaba ver las caras y ahogaba el
olfato, sólo se podía oler el hollín de carbón, el olor de la
mina.
Eran
jóvenes de diferentes partes del país; ninguno de ellos de Sajonia.
Marchaban eufóricos.
La
mañana había comenzado con un buen desayuno y aguardiente a
chorros.
–Hoy
es el día. Ha llegado la hora– dijeron.
Cuando
Peter llegó, todo había pasado ya. Encontró el ayuntamiento
rodeado de policía armada. Los del Barón, los del “frente
interior“, habían llegado antes.
–Han
destrozado todo. Han quemado todos los papeles– decía la gente,
algunos curiosos que miraban a Peter con asombro. En el patio
ardieron hogueras.
Había
una pancarta pegada a la reja que Peter leyó:
“Alemanes,
mujeres y hombres,
¿Sabéis
lo que es el bolchevismo? ¿Conocéis este peligro? ¿Conocéis a
los que lo difunden por toda Alemania?
Es
el crimen transformado en ley general. Es la tiranía del robo y de
la destrucción.
Es
la eliminación de la nación y de la familia bajo el nombre de
Comunismo.“
Un
soldado de la Schupo se acercó a Peter con fusil y bayoneta puesta:
–¡Vete
a casa, hombre, aquí no haces nada! Esto se normalizará en un par
de días. Entonces se abrirá el despacho del alcalde. Ya se avisará
al público. ¡Ahora, vete!–
Cuando
Peter volvió a su casa, encontró todo hecho un caos.
–Han
llegado aquí estos hombres– dijo Eva entre sollozos.
Sí,
habían llegado. habían llegado y comenzaron a romper cosas,
preguntando por el “rojo este“ que “tiene una cuenta
pendiente“.
A
Eva y a los niños no los habían tocado. Pero destrozaron todo lo
que podían.
– Han
destruido mi casa–dijo Peter–. ¿quién manda hacer esto?
–Uno
quería prender fuego a todo, pero otro decía que eso no se podía
hacer, que eso estaba prohibido– dijo Gertrud.
Así
terminó este episodio de la Revolución en casa de los Peter. No
sabemos cuánto tiempo duró el proceso de la normalización después
de este drama.
Nos
imaginamos la alegría de todos cuando Fritz regresó, y la tristeza
y los gritos de desesperación de Martha cuando llegó la noticia que
Karl no regresaría nunca más.
Pero
todo lo cura el tiempo.
A
Peter nadie lo buscó más. Era como si ya no existiera. Vivía en
una situación de aislamiento social. Le invadió la soledad y la
depresión. Había comenzado a buscar trabajo en Bitterfeld. Pero
todo fue inútil. En la imprenta Schwarz, donde había trabajado
durante tantos años antes de la guerra, no querían volver a
emplearlo, ni encontró trabajo en otra parte:
–¿No
era este el que se destacó tanto durante el gobierno de los
comités?– decían todos.
Así
que no le quedó nada más que su jardín, su huerta y el cuidado de
sus animales. Para esto, ya lo sabemos, tenía muy buena mano. Podía
pasar horas con ellos. Como había sido suboficial le correspondía
una pequeñísima pensión. Pero los Peter estaban acostumbrados a
arreglarselas con poco.
Sin
embargo, nuevamente su vida daría otra vuelta.
Existen
dos versiones para explicar cómo Peter logró volver a la imprenta:
La
primera versión es la de su hijo Kurt, que se ha destacado siempre
por su fantasía abundante:
Según
ésta, Fritz habría llegado a la imprenta y cogería al dueño por
el cuello para sacar a este hombrecito pequeño por la ventana - un
primer piso - y preguntarle:
–¿Vas
a darle trabajo a mi padre o no?
Después
de este diálogo, el viejo Peter regresaba contento a su trabajo de
antes.
La
segunda versión es de su hija Gertrud, que se ha destacado siempre
por su realismo:
Según
ésta, el gendarme se había acercado a Peter mientras trabajaba en
el jardín:
–Peter,
tú todavía buscas trabajo, ¿verdad?
–Claro–
le contestó este– ustedes me quitaron el mío.
–Bueno,
dejemos esto. Sabes que esto no era para tí, hombre. ¿Por qué no
preguntas en la imprenta?–
–Ya
lo hice y no me cogieron.
–¿Y
por qué no vuelves a preguntar?
Peter
aún tardó mucho en hacer lo que se le decía. Pero finalmente lo
hizo. Fue recibido con mucha atención y comenzó a trabajar al día
siguiente. Sin embargo, no iba contento a su trabajo. Había perdido
el brillo de sus ojos. Pero tenía una ocupación hasta que le
llegara la pensión y tenía lectura hasta el fin de sus días.
–Soy
un hombre derrotado– decía.
Las
malas voces no paraban de acusarle de practicar la caza furtiva. Pero
no era cierto. Nunca más pisó los terrenos del Barón. Hasta que
casi veinticinco años después sucedió lo que no podía haber
previsto nadie: soldados soviéticos ocupaban el pueblo de Mühlbeck.
El anciano Peter iba a su encuentro y el soldado oficial le
preguntaba:
–¿Eres
tú el camarada Peter?
Y
los ojos del viejo volvieron a brillar.
–Ahora
eres el alcalde de este pueblo.
El
barón von Wendlitz ya hacía tiempo había huido hacia el Oeste.
¿Y
qué le sucedió a Fritz?
Se
fue. Todos se iban.
friedrichmanfredpeter
Julio
2002
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