sábado, 18 de julio de 1992

Capítulo 10: –¡Fritz, quédate aquí, no te vayas!

¡Que nadie se vaya!– rogó la madre con las manos plegadas.

Cuando la madre vio que habían comenzado a sacar las carabinas, se puso delante del marido y de sus hijos:
–¿Qué vais a hacer? Sois pocos.
Martha agarró a Karl por el hombro:
–Tú te quedas. No puedes dejarme.

Karl lentamente se soltó.
Todos permanecían callados mientras continuaban los preparativos, llenar las cartucheras de municiones, etc.
–No está nada decidido todavía– dijo Fritz.
–No sabemos exactamente si pasarán por aquí cerca– agregó Karl.
–Tenemos que estar preparados. No nos dejarán tranquilos aquí.–
–He visto una pancarta en Bitterfeld: “se busca a Max Hölz“. Ofrecen 10 000 Marcos.–

Kurt siempre sabía estas cosas.
Eva no se dejó calmar por las palabras que le habían dicho. El momento era dramático y ahora se notaba que la infancia católica no había sido borrada del todo al lado de un hombre no creyente.
–Si os vais para que os maten, yo tampoco voy a vivir más– dijo. Hizo la señal de la cruz y comenzó a rezar en voz baja en polaco.
Todos permanecían callados y era como si todos rezaran también.



Sin embargo, a pesar de esta escena, se iban como habían decidido.
Era el 28 de Marzo de 1921. La noche era clara, de luna llena. Había un aire de primavera. Salían después de la medianoche Fritz y Karl. Los otros se habían quedado dormidos.
Llevaban carabinas y Fritz empujaba la bicicleta del padre cargada de bombas y municiones.
A la salida del pueblo encontraban a cuatro o cinco muchachos más. Bordeaban el tajo de la mina en dirección a la puesta del sol. Fritz había dejado una nota encima de la mesa:
“¡Tú, quédate aquí. Ya ha sido bastante. Hacemos lo que tenemos que hacer!“
Cuando salía el sol, Mühlbeck había quedado ya atrás e invisible por la bruma de la mañana.
Parece que no era muy difícil encontrar la columna de Max Hölz. Entre arbustos, genista y bajo los altos pinos les dieron el alto. El centinela había reconocido a Karl. Habían estado trabajando juntos.

¿Quién era Max Hölz?

Pertenecía al mismo tipo humano que el padre de Fritz. Había nacido en la ciudad de Falkenstein en Saxonia, en medio de una familia muy religiosa. La extrema pobreza de su hogar había sido el motivo del joven para emigrar a Inglaterra. Allí había conseguido aprender el oficio de técnico de construcciones. Había vuelto a Alemania para cumplir el servicio militar cuando le había pillado la guerra. Su destino quiso que los primeros enemigos que tuvo enfrente fueran ingleses en los campos de batalla de Flandes. Durante el proceso por alta traición y rebelión contra él, explicaría su transformación en un hombre pacifista y después en revolucionario decidido.

Le molestaba que le recordaran la causa, por la que fue dado de baja en el curso de la Guerra.

Fue uno de tantos enfermos de los nervios, mutilados por el exceso de la violencia, del miedo y del terror. No podía soportar vivir en cuartos cerrados. No podía concentrarse más sobre ninguna actividad civil. Vivía como si fuera un muerto con permiso para cumplir una misión.

Esta misión era destruir lo que destruye a otros. Su motivo era el odio contra la sociedad burguesa, cuya insensibilidad denunciaba. Creía que en nombre de todas las víctimas tenía autorización para eliminar a los enemigos de la humanidad.


A Fritz le parecía que la cara del comandante se movía constantemente. Los ojos le parecían fríos y se acordaba de los ojos de estrella de su padre. Pero Hölz era un fanático. Tal vez un perturbado mental. Hölz no había sido un hombre de lectura ni de reflexión. Además, era un puritano decidido e inflexible. Su socialismo no admitía el espacio de la buena vida que el viejo Peter solía cultivar con sonrisa y dedicación.

¿Qué proyectos tenía este grupo humano que había comenzado la marcha de la revolución y ahora contaba con doscientos hombres aproximadamente?

Parecía que eso no lo tenían nada claro. Contra la Schupo naturalmente, porque ésta los perseguía. ¿Pero después, qué?

Hölz parecía convencido de que su grupo se transformaría en una masa humana por el simple peso de la miseria y del descontento general de los obreros industriales y de los trabajadores en el campo. En las aldeas y en los pueblos Hölz reunía a la gente para exhortar a los hombres para que le siguieran. Aquello parecía como el retrato de una escena bíblica: El profeta aparece sobre el escenario público. En lugar de llevar la rama de una palmera, este profeta agitaba una carabina. En muchos lugares el secuestro del arma del gendarme era la única acción militar.

Los que iban con Hölz más tiempo, se sentían cansados y desanimados.

¿Cuántas veces habían cruzado aldeas, donde las ventanas y las puertas permanecían cerrados y nadie se asomaba. Sólo los niños bordeaban el camino por donde pasaba “El Ejército Rojo“ que parecía una partida de bandoleros. Pero, no había que tenerles miedo. Hölz no toleraba el más mínimo exceso, ni siquiera en las grandes haciendas y propiedades ricas. La realidad era que mientras unos venían y se juntaban al grupo, otros se retiraban defraudados.

Fritz y Karl se daban cuenta de lo que pasaba. Con una tropa así, pocos éxitos militares serían posibles. Lo veían ellos que no habían sido soldados. La mayoría de los hombres de Hölz tenían experiencia en combates durante la Guerra del pasado.

Un día, Fritz se acercó a Hölz, y de un modo directo le preguntó:

–¿Cómo vamos a enfrentarnos a la Schupo?

Hölz lo miraba con ojos de enfado:

–Eso me lo tienen que dejar a mí– espetó–. Lo que tienes que aprender, muchacho, es la obediencia y la disciplina del revolucionario verdadero.–

No quedaba mucho tiempo para reflexionar sobre esta lección de disciplina revolucionaria: sucedió lo que en términos militares se llama “contacto con el enemigo“. Empezó un tiroteo general. El lugar de los hechos era la aldea de Beesenstedt que tiene un monumental castillo barroco, entonces residencia de su respectivo conde o barón, el Junker del lugar.

A Fritz le había quedado tiempo de mirar el letrero: Beesenstedt en Sajonia - Anhalt, antes de que se cerrara sobre su mente un manto rojo y luego negro y surgiera desde la profundidad de su memoria la canción que había aprendido recientemente:

A la lucha, a la lucha
Para eso hemos nacido.
A Rosa y a Karl
Se lo hemos prometido....
Se encontró tirado en la cuneta del camino. Las explosiones le habían tirado allá. Cuando intentó incorporarse, ya tenía encima la culata de una carabina y una bota militar.


¿Fue una escaramuza o una batalla campal? ¿Cuánto tiempo duró?

Fritz no lo supo.

Al final, los soldados se llevaban una larga hilera de prisioneros rojos. Estos no llegarían a ninguna parte. Fusilados. Al día siguiente fueron descubiertos sus cadáveres, todos amontonados juntos al arroyo que pasaba por allí. Entre los muertos se encontraba Karl, el novio de Martha.

–Que descansen en la paz del señor– rezó el pastor de la parroquia vecina ante la fosa común abierta en un rincón del cementerio. La gente de la aldea había reunido los muertos que había encontrado para enterrarlos
–¡Acaben con esto pronto!– ordenó el Junker.

Y el comandante de la tropa le había ordenado:

–Ningún acta, ningún juez, nada de esto. Estamos en estado de sitio. Esto es como en la guerra.

A la lucha, a la lucha
Para eso hemos nacido.
A Rosa y a Karl
Se lo hemos prometido....

Así cantarán muchos años después grupos de las Juventudes Socialistas que solían depositar regularmente un ramo de flores delante del monolito en este lugar.

Martha encontrará felicidad en una nueva relación muy distinta.

Alfred, el más pequeño, aprenderá el oficio de hortelano en el mismo palacio de Beesenstedt, a poca distancia del lugar de estos trágicos sucesos.


¿Y Max Hölz? Sobrevivió la batalla. Fue detenido posteriormente y condenado a cárcel perpetua en un proceso criminal en Berlín. Una amnistía general lo liberó luego y emigró a Rusia donde pereció ahogado cerca de Gorkij, víctima de la purga ordenada por Stalin.
¿Y Fritz? Aunque malherido quedó con vida. Fue encontrado y recogido por los aldeanos.
Lo llevaron a una buhardilla. Tenía heridas en el pecho y en una pierna; tosía y escupía sangre. No se atrevían a meterlo en su casa. Pero, su fuerza física y su juventud le ayudaron a sobrevivir.
Llegó el día que pudo levantarse, otro que pudo caminar, y otro se marchó buscando el camino a casa.

En realidad no sentía nada, ni tristeza por lo sucedido, ni alegría por haber escapado a la muerte y vivir. Pero sabía que su vida después de esto, no sería ya la misma.


¿Y en Mühlbeck, en casa de los Peter, qué pasó mientras tanto?

¿Qué sucedía en la “pequeña República soviética del Río Mulde“ en estos días de la Contrarrevolución?

Los sucesos se precipitaban:

Se acabó el gobierno de los comités. Terminaron los días repletos de actividad política para F.W.Peter y “sus compinches“. Todo esto sucedía en pocas horas.


Durante la noche el viento había arrancado unas tejas y las puertas sonaban “como si imitasen el ruido de las ametraladoras pesadas“, pensaba Peter.

Los padres no podían dormir. Habían llegado rumores: decían que Max Hölz había caido prisionero de la “Schupo“, que había habido muchos muertos. El viejo había querido ir detrás de los muchachos cuando cayó en la cuenta que ellos se habían marchado. Pero Eva y los otros niños le imploraban que se quedara. Además, el pueblo era un frente de la misma guerra.
Al amanecer y después de la larga noche de insomnio, se quedaron dormidos. Por eso, el viejo no veía lo que pasaba a primera hora en el pueblo y en el ayuntamiento.
Era el día anunciado por el doctor en la reunión celebrada en la Bitterfelder.
La Reacción se ponía en marcha. El frente interior se disponía a atacar.

Salían de la finca del Barón, todos hombres jóvenes. Algunos iban armados con carabinas, otros llevaban palos. Vestían fragmentos de los distintos uniformes del ejército imperial y llevaban la “Reichskriegsflagge“, la bandera de guerra, el “gonfalón“ del Reich que había acompañado las batallas durante la Gran Guerra. Se veían gorras de marineros y cascos de hierro. Sobre estos había esvásticas, dibujadas con pintura blanca.

Al salir del portón de la finca tocaban el tambor, desplegaban la bandera y marchaban al compas. Recorrían el mismo camino por donde dos años antes había venido la Revolución en la persona del viejo Peter y los suyos. Cruzaban la bien conocida pradera donde más de una liebre había dejado la vida. Pero no era una mañana de sol con olores de pistacho. La niebla no dejaba ver las caras y ahogaba el olfato, sólo se podía oler el hollín de carbón, el olor de la mina.

Eran jóvenes de diferentes partes del país; ninguno de ellos de Sajonia. Marchaban eufóricos.

La mañana había comenzado con un buen desayuno y aguardiente a chorros.

–Hoy es el día. Ha llegado la hora– dijeron.

Cuando Peter llegó, todo había pasado ya. Encontró el ayuntamiento rodeado de policía armada. Los del Barón, los del “frente interior“, habían llegado antes.

–Han destrozado todo. Han quemado todos los papeles– decía la gente, algunos curiosos que miraban a Peter con asombro. En el patio ardieron hogueras.
Había una pancarta pegada a la reja que Peter leyó:

Alemanes, mujeres y hombres,
¿Sabéis lo que es el bolchevismo? ¿Conocéis este peligro? ¿Conocéis a los que lo difunden por toda Alemania?
Es el crimen transformado en ley general. Es la tiranía del robo y de la destrucción.
Es la eliminación de la nación y de la familia bajo el nombre de Comunismo.“

Un soldado de la Schupo se acercó a Peter con fusil y bayoneta puesta:

–¡Vete a casa, hombre, aquí no haces nada! Esto se normalizará en un par de días. Entonces se abrirá el despacho del alcalde. Ya se avisará al público. ¡Ahora, vete!–
Cuando Peter volvió a su casa, encontró todo hecho un caos.
–Han llegado aquí estos hombres– dijo Eva entre sollozos.
Sí, habían llegado. habían llegado y comenzaron a romper cosas, preguntando por el “rojo este“ que “tiene una cuenta pendiente“.
A Eva y a los niños no los habían tocado. Pero destrozaron todo lo que podían.
– Han destruido mi casa–dijo Peter–. ¿quién manda hacer esto?
–Uno quería prender fuego a todo, pero otro decía que eso no se podía hacer, que eso estaba prohibido– dijo Gertrud.
Así terminó este episodio de la Revolución en casa de los Peter. No sabemos cuánto tiempo duró el proceso de la normalización después de este drama.
Nos imaginamos la alegría de todos cuando Fritz regresó, y la tristeza y los gritos de desesperación de Martha cuando llegó la noticia que Karl no regresaría nunca más.
Pero todo lo cura el tiempo.
A Peter nadie lo buscó más. Era como si ya no existiera. Vivía en una situación de aislamiento social. Le invadió la soledad y la depresión. Había comenzado a buscar trabajo en Bitterfeld. Pero todo fue inútil. En la imprenta Schwarz, donde había trabajado durante tantos años antes de la guerra, no querían volver a emplearlo, ni encontró trabajo en otra parte:
–¿No era este el que se destacó tanto durante el gobierno de los comités?– decían todos.
Así que no le quedó nada más que su jardín, su huerta y el cuidado de sus animales. Para esto, ya lo sabemos, tenía muy buena mano. Podía pasar horas con ellos. Como había sido suboficial le correspondía una pequeñísima pensión. Pero los Peter estaban acostumbrados a arreglarselas con poco.
Sin embargo, nuevamente su vida daría otra vuelta.
Existen dos versiones para explicar cómo Peter logró volver a la imprenta:
La primera versión es la de su hijo Kurt, que se ha destacado siempre por su fantasía abundante:
Según ésta, Fritz habría llegado a la imprenta y cogería al dueño por el cuello para sacar a este hombrecito pequeño por la ventana - un primer piso - y preguntarle:
–¿Vas a darle trabajo a mi padre o no?
Después de este diálogo, el viejo Peter regresaba contento a su trabajo de antes.

La segunda versión es de su hija Gertrud, que se ha destacado siempre por su realismo:
Según ésta, el gendarme se había acercado a Peter mientras trabajaba en el jardín:
–Peter, tú todavía buscas trabajo, ¿verdad?
–Claro– le contestó este– ustedes me quitaron el mío.
–Bueno, dejemos esto. Sabes que esto no era para tí, hombre. ¿Por qué no preguntas en la imprenta?–
–Ya lo hice y no me cogieron.
–¿Y por qué no vuelves a preguntar?
Peter aún tardó mucho en hacer lo que se le decía. Pero finalmente lo hizo. Fue recibido con mucha atención y comenzó a trabajar al día siguiente. Sin embargo, no iba contento a su trabajo. Había perdido el brillo de sus ojos. Pero tenía una ocupación hasta que le llegara la pensión y tenía lectura hasta el fin de sus días.
–Soy un hombre derrotado– decía.
Las malas voces no paraban de acusarle de practicar la caza furtiva. Pero no era cierto. Nunca más pisó los terrenos del Barón. Hasta que casi veinticinco años después sucedió lo que no podía haber previsto nadie: soldados soviéticos ocupaban el pueblo de Mühlbeck. El anciano Peter iba a su encuentro y el soldado oficial le preguntaba:
–¿Eres tú el camarada Peter?
Y los ojos del viejo volvieron a brillar.
–Ahora eres el alcalde de este pueblo.
El barón von Wendlitz ya hacía tiempo había huido hacia el Oeste.
¿Y qué le sucedió a Fritz?
Se fue. Todos se iban.

friedrichmanfredpeter
Julio 2002

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