Junta
a la puerta de entrada de la Bitterfelder
Braunkohle Union había
una pancarta. Todos habían leído esto antes de que la arrancaran
los guardias:
“Trabajadoras,
trabajadores,
viva
la huelga, viva nuestra lucha. El proletariado austro - húngaro se
ha manifestado con fuerza: Todo el trabajo fue suspendido en Viena,
en Budapest y en todo el Imperio.
Lo que iniciaron nuestros hermanos austro - húngaros tenemos que continuarlo.
Lo que iniciaron nuestros hermanos austro - húngaros tenemos que continuarlo.
Nuestra
huelga no será ni protesta ni manifestación. Es la lucha por el
poder y continuará hasta hallar soluciones a las siguientes
demandas:
-
el levantamiento del estado de sitio,
-
la eliminación de la censura,
-
la eliminación de la prohibición de nuestras organizaciones, el
derecho a la huelga y de la libre asociación y reunión,
-
la amnistía de todos los presos políticos.
¡Abajo
la guerra! ¡Abajo este gobierno! ¡Viva la huelga!“
Un
silencio impresionante había invadido toda la región. Todos los
ruidos parecían anulados.
El
encargado, vestido con su bata blanca cruzaba el patio con frecuencia
gesticulando y amenazando hacia el portón donde estaban reunidos los
obreros:
–Esto
tendrá sus consecuencias– gritaba–.¡Alta traición!
El
doctor le acompañaba a veces:
–¡Espías
de los Rusos! ¡Al frente con todos ellos!
Estas
voces no servían para nada. No había nada que hacer. Durante varios
días parecía congelada toda la actividad.
Finalmente,
un batallón de pioneros, recién formado se presentó para remover
el carbón acumulado. Pero, tampoco pudieron poner en marcha la
producción nuevamente. La industria química de Dessau y Leuna
estaba necesitada de la materia prima. Esto era de mayor importancia
para la máquina de guerra de Alemania. A pesar de las amenazas y
advertencias, los huelguistas no cedieron.
Se
oían numerosas discusiones:
–Los
rusos están trabajando– dijo uno.
–¿Qué
otra cosa pueden hacer ellos?– preguntó otro.
–No
son libres, tienen que obedecer, así es la ley de las guerras–,
dijo Fritz.
–Dicen
que ya han fusilado a unos.
–No
me extraña eso. Esto aquí es muy importante. Sin nosotros no hay
municiones.
–Por
eso nos fusilarán.
–Tonterías,
¿quién sacará el carbón para ellos?
–¿Es
verdad que ya comenzaron a negociar con los rusos?
–Ellos
ya no obedecen al Zar, han dicho.
–Los
pueblos estamos hartos de la guerra.
–Aquí
es ahora cuando gritan victoria y paz. Esto es lo que quieren
nuestros jefes.
–Es
absurdo, quieren vencer a Inglaterra con submarinos.
–En
la marina se mueve algo. Ellos no son tontos. No somos carne de
cañón, ni nuestros hijos tampoco.
–¡Continuaremos!
Sin carbón no hay guerra.
La
gente estaba eufórica. Nunca había pasado nada parecido. Era la
primera vez que tenían la sensación de ser actores y no simples
objetos de la voluntad de otros. Ahora veían que ellos también
podían ser personas con plenos derechos y voluntades propias. Fritz
estaba presente todo el tiempo. Su conversión al socialismo
militante, herencia del padre, no se debía a la reflexión teórica.
Era como hacerse mayor de edad. Le parecía que en estos días había
comprendido la actitud rebelde de su padre. Comenzaba una nueva
relación entre padre e hijo. Fritz entendía ahora lo que este había
querido decir con aquello: “lo de abajo subiría a la luz“.
Los
obreros de esta región ( Sajonia - Anhalt actualmente) eran todo
menos revolucionarios.
Eran
trabajadores de primera generación. Sus padres fueron criados y
criadas en las fincas señoriales de la región. Muchos poseían
pequeñas parcelas propias para sus propios cultivos.
Tenían
todavía la mentalidad de sus antepasados campesinos. Vivían en
aldeas o pueblos mayores dominados por una o varias fincas
señoriales. Sólo algunas de estas casas señoriales tenían el
carácter de un palacete, similar a un “chateau“francés. Eran
casas prácticas, construidas para mayor efectividad de las labores
del campo. El cristianismo luterano indicaba a sus propietarios
cierta sobriedad y la obligación a renunciar a exhibir privilegios y
riqueza.
Sin
embargo, las familias de nobles, los Junker, presidían la vida
social de los pueblos. Ellos eran los patrocinadores nativos de la
iglesia y de la escuela. Federico de Prusia había instituido esta
casta al servicio del estado. Sin el Junker, el ejército y el estado
prusianos no hubieran existido. Así, la familia del barón von
Wendlitz presidía los oficios religiosos en la iglesia del pueblo de
Mühlbeck. La Baronesa estaba informada sobre las vidas de las
familias y en ciertas oportunidades, hacía visitas a los enfermos y
estaba al tanto de sus apuros familiares. El Barón presidía la
sociedad de los reservistas y excombatientes. El hijo del Barón,
naturalmente, era oficial.
Una
familia de trabajadores como los Peter ciertamente no era corriente
en este medio. Pocas eran las familias en esta región caracterizadas
por su inconformidad y la rebelión hacia las reglas de la
convivencia tradicionales. Además, desde la cercana Halle el
Pietismo luterano había extendido su influencia sobre estos campos
idílicos. El Pietismo predicaba conformidad y resignación ante la
voluntad de Dios. Había sido la fuente de conformidad y resignación
piadosa durante los siglos pasados. Al mismo tiempo infiltraba
ideales como la responsabilidad social y la convivencia pacífica
entre las clases sociales.
Ahora,
el mundo exterior había sufrido profundos cambios, tantos, que
aquello se parecía al nacer de un mundo nuevo. Naturalmente, la
situación social y también política no podía permanecer
inalterada. Tal vez, los Peter eran los primeros en darse cuenta.
Los
organizadores habrían querido que la huelga continuara. Pero no fue
así.
Llegó
la policía armada en reemplazo de los guardias. Arrancaron las
banderas rojas de todos los edificios y también de lo alto de la
inmensa chimenea.
Pero
no impresionaban tanto a los obreros por medio de sus carabinas y
bayonetas.
Ya
no aguantaban más. El sueldo hacía falta en casa.
Sin
embargo, estaban satisfechos. No se sentían derrotados.
–Por
fin, se acabó– dijo el encargado al ponerse una bata blanca nueva.
–Yo
los mandaría a todos a Flandes, a las trincheras con ellos– gruñó
el doctor.
–Lo
que ahora hace falta, es organizar la guerra total. Lo he leído en
Clausewitz. Una guerra a medias no la puede llevar una nación que
carece de recursos como nosotros.
Tenemos
que emplearlo todo y a fondo, hasta la última de las reservas. La
guerra tiene que ser total. Pero, ¿con gente así? Mala raza.
El
encargado no contestó. Se acordó de su hijo en Flandes.
–Ha
comenzado la gran ofensiva– continuó el doctor–. Vamos a
emplearlo todo y sin reservas, ¿qué cree ud.?
–Ahí
están ahora los americanos, tropas frescas y sanas. Que Dios nos
ayude si no tenemos éxito– contestó el encargado.
–¡No
sea pesimista! Ya vencimos a los rusos– espetó el doctor.
Cuando
llegó la policía armada, Fritz veía por primera vez, cómo le
apuntaban los fusiles. Observaba los movimientos militares: la
colocación de las bayonetas y el avance a pasos lentos. La masa de
los trabajadores retrocedió.
Por
la noche pensó sobre todo lo que había visto. Su padre poseía
numerosos escritos de teóricos socialistas:
Fritz
leyó: “Karl Kautsky, Catecismos Socialdemócrata“.
El
padre había subrayado unas líneas:
“Sabemos
que podemos alcanzar nuestros objetivos solamente a través de la
revolución.
Sin
embargo, sabemos también que no tenemos capacidad de hacerla, como
sabemos también que nuestros enemigos son incapaces de impedirla.
Por esta razón, no se nos ocurre preparar o iniciar una revolución“.
¿Significa
esto que las cosas deberán ocurrir por sí solas, automáticamente,
como la rueda da la vuelta? Fritz todavía no había escuchado nada
de las leyes que rigen el curso de la historia reveladas por Carlos
Marx.
¿Cómo
había escrito su padre: que todo lo que está en alto deberá caer y
ceder la plaza a lo que surgirá desde abajo?
En
el sueño, durante la noche, vio cómo una inmensa pala excavadora se
llevó la luna. Las estrellas empezaron a caer. Oyó la voz de su
padre: “Fritz, ya comenzó la revolución“.
Se
despertó inquieto y asustado.
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