miércoles, 22 de julio de 1992

Capítulo 6: –Lo que está en alto caerá – dijo Fritz

Junta a la puerta de entrada de la Bitterfelder Braunkohle Union había una pancarta. Todos habían leído esto antes de que la arrancaran los guardias:

Trabajadoras, trabajadores,

viva la huelga, viva nuestra lucha. El proletariado austro - húngaro se ha manifestado con fuerza: Todo el trabajo fue suspendido en Viena, en Budapest y en todo el Imperio.
Lo que iniciaron nuestros hermanos austro - húngaros tenemos que continuarlo.

Nuestra huelga no será ni protesta ni manifestación. Es la lucha por el poder y continuará hasta hallar soluciones a las siguientes demandas:

- el levantamiento del estado de sitio,

- la eliminación de la censura,

- la eliminación de la prohibición de nuestras organizaciones, el derecho a la huelga y de la libre asociación y reunión,

- la amnistía de todos los presos políticos.

¡Abajo la guerra! ¡Abajo este gobierno! ¡Viva la huelga!“

Un silencio impresionante había invadido toda la región. Todos los ruidos parecían anulados.

El encargado, vestido con su bata blanca cruzaba el patio con frecuencia gesticulando y amenazando hacia el portón donde estaban reunidos los obreros:

–Esto tendrá sus consecuencias– gritaba–.¡Alta traición!

El doctor le acompañaba a veces:

–¡Espías de los Rusos! ¡Al frente con todos ellos!

Estas voces no servían para nada. No había nada que hacer. Durante varios días parecía congelada toda la actividad.

Finalmente, un batallón de pioneros, recién formado se presentó para remover el carbón acumulado. Pero, tampoco pudieron poner en marcha la producción nuevamente. La industria química de Dessau y Leuna estaba necesitada de la materia prima. Esto era de mayor importancia para la máquina de guerra de Alemania. A pesar de las amenazas y advertencias, los huelguistas no cedieron.

Se oían numerosas discusiones:

–Los rusos están trabajando– dijo uno.

–¿Qué otra cosa pueden hacer ellos?– preguntó otro.

–No son libres, tienen que obedecer, así es la ley de las guerras–, dijo Fritz.

–Dicen que ya han fusilado a unos.

–No me extraña eso. Esto aquí es muy importante. Sin nosotros no hay municiones.

–Por eso nos fusilarán.

–Tonterías, ¿quién sacará el carbón para ellos?

–¿Es verdad que ya comenzaron a negociar con los rusos?

–Ellos ya no obedecen al Zar, han dicho.

–Los pueblos estamos hartos de la guerra.

–Aquí es ahora cuando gritan victoria y paz. Esto es lo que quieren nuestros jefes.

–Es absurdo, quieren vencer a Inglaterra con submarinos.

–En la marina se mueve algo. Ellos no son tontos. No somos carne de cañón, ni nuestros hijos tampoco.

–¡Continuaremos! Sin carbón no hay guerra.


La gente estaba eufórica. Nunca había pasado nada parecido. Era la primera vez que tenían la sensación de ser actores y no simples objetos de la voluntad de otros. Ahora veían que ellos también podían ser personas con plenos derechos y voluntades propias. Fritz estaba presente todo el tiempo. Su conversión al socialismo militante, herencia del padre, no se debía a la reflexión teórica. Era como hacerse mayor de edad. Le parecía que en estos días había comprendido la actitud rebelde de su padre. Comenzaba una nueva relación entre padre e hijo. Fritz entendía ahora lo que este había querido decir con aquello: “lo de abajo subiría a la luz“.

Los obreros de esta región ( Sajonia - Anhalt actualmente) eran todo menos revolucionarios.

Eran trabajadores de primera generación. Sus padres fueron criados y criadas en las fincas señoriales de la región. Muchos poseían pequeñas parcelas propias para sus propios cultivos.

Tenían todavía la mentalidad de sus antepasados campesinos. Vivían en aldeas o pueblos mayores dominados por una o varias fincas señoriales. Sólo algunas de estas casas señoriales tenían el carácter de un palacete, similar a un “chateau“francés. Eran casas prácticas, construidas para mayor efectividad de las labores del campo. El cristianismo luterano indicaba a sus propietarios cierta sobriedad y la obligación a renunciar a exhibir privilegios y riqueza.

Sin embargo, las familias de nobles, los Junker, presidían la vida social de los pueblos. Ellos eran los patrocinadores nativos de la iglesia y de la escuela. Federico de Prusia había instituido esta casta al servicio del estado. Sin el Junker, el ejército y el estado prusianos no hubieran existido. Así, la familia del barón von Wendlitz presidía los oficios religiosos en la iglesia del pueblo de Mühlbeck. La Baronesa estaba informada sobre las vidas de las familias y en ciertas oportunidades, hacía visitas a los enfermos y estaba al tanto de sus apuros familiares. El Barón presidía la sociedad de los reservistas y excombatientes. El hijo del Barón, naturalmente, era oficial.

Una familia de trabajadores como los Peter ciertamente no era corriente en este medio. Pocas eran las familias en esta región caracterizadas por su inconformidad y la rebelión hacia las reglas de la convivencia tradicionales. Además, desde la cercana Halle el Pietismo luterano había extendido su influencia sobre estos campos idílicos. El Pietismo predicaba conformidad y resignación ante la voluntad de Dios. Había sido la fuente de conformidad y resignación piadosa durante los siglos pasados. Al mismo tiempo infiltraba ideales como la responsabilidad social y la convivencia pacífica entre las clases sociales.

Ahora, el mundo exterior había sufrido profundos cambios, tantos, que aquello se parecía al nacer de un mundo nuevo. Naturalmente, la situación social y también política no podía permanecer inalterada. Tal vez, los Peter eran los primeros en darse cuenta.

Los organizadores habrían querido que la huelga continuara. Pero no fue así.

Llegó la policía armada en reemplazo de los guardias. Arrancaron las banderas rojas de todos los edificios y también de lo alto de la inmensa chimenea.

Pero no impresionaban tanto a los obreros por medio de sus carabinas y bayonetas.

Ya no aguantaban más. El sueldo hacía falta en casa.

Sin embargo, estaban satisfechos. No se sentían derrotados.


–Por fin, se acabó– dijo el encargado al ponerse una bata blanca nueva.

–Yo los mandaría a todos a Flandes, a las trincheras con ellos– gruñó el doctor.

–Lo que ahora hace falta, es organizar la guerra total. Lo he leído en Clausewitz. Una guerra a medias no la puede llevar una nación que carece de recursos como nosotros.

Tenemos que emplearlo todo y a fondo, hasta la última de las reservas. La guerra tiene que ser total. Pero, ¿con gente así? Mala raza.

El encargado no contestó. Se acordó de su hijo en Flandes.

–Ha comenzado la gran ofensiva– continuó el doctor–. Vamos a emplearlo todo y sin reservas, ¿qué cree ud.?
–Ahí están ahora los americanos, tropas frescas y sanas. Que Dios nos ayude si no tenemos éxito– contestó el encargado.

–¡No sea pesimista! Ya vencimos a los rusos– espetó el doctor.


Cuando llegó la policía armada, Fritz veía por primera vez, cómo le apuntaban los fusiles. Observaba los movimientos militares: la colocación de las bayonetas y el avance a pasos lentos. La masa de los trabajadores retrocedió.

Por la noche pensó sobre todo lo que había visto. Su padre poseía numerosos escritos de teóricos socialistas:

Fritz leyó: “Karl Kautsky, Catecismos Socialdemócrata“.

El padre había subrayado unas líneas:

Sabemos que podemos alcanzar nuestros objetivos solamente a través de la revolución.
Sin embargo, sabemos también que no tenemos capacidad de hacerla, como sabemos también que nuestros enemigos son incapaces de impedirla. Por esta razón, no se nos ocurre preparar o iniciar una revolución“.

¿Significa esto que las cosas deberán ocurrir por sí solas, automáticamente, como la rueda da la vuelta? Fritz todavía no había escuchado nada de las leyes que rigen el curso de la historia reveladas por Carlos Marx.

¿Cómo había escrito su padre: que todo lo que está en alto deberá caer y ceder la plaza a lo que surgirá desde abajo?

En el sueño, durante la noche, vio cómo una inmensa pala excavadora se llevó la luna. Las estrellas empezaron a caer. Oyó la voz de su padre: “Fritz, ya comenzó la revolución“.

Se despertó inquieto y asustado.

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