domingo, 26 de julio de 1992

Capítulo 3: Fritz crece y falla

Todos pensaban que aquella guerra duraría poco tiempo. Se equivocaban. Pasaban los años y la situación para la población se hacía insostenible. Faltaba de todo. Y lo poco que había desaparecía antes de llegar a este pueblo perdido. No se conseguían alimentos básicos para la familia numerosa, ni con dinero.
Los niños no tenían zapatos. En verano iban descalzos y en invierno llevaban unos zuecos de fabricación casera. Cuando se presentaba la ocasión de conseguir un solo par de zapatos de cuero, todos lo querían tener. Sobre todo, Gertrud la mayor de las niñas:
–A mi me toca, soy la mayor. Otras niñas también tienen zapatos.–

Fritz decidía que los llevara Walter, el hermano pequeño y el más débil de todos.

–¡Cállate y no protestes más! La próxima vez te tocará a tí.–

La familia tenía una huerta y allí crecían hortalizas. Papas no faltaban. Pero a veces tenían que repartirse un solo arenque salado entre cinco hermanos y la madre.

Y era Gertrud, la que protestaba:

–Fritz ya no caza nada.–

Estaba rabiosa contra él por lo de los zapatos.

–Cuando estaba nuestro padre no pasaba esto. Él nos traía a veces un corzo.–

–Ya casi no hay corzos– contestó Fritz.

–¿Y dónde están?– replicó ella.

–En las ollas de Bitterfeld y Halle. Hay hambre en todas partes–

–Lo que pasa es que tú no te atreves, esto es todo–, le increpó furiosa.

La discusión tuvo sus consecuencias: Al día siguiente Fritz cargó la escopeta con munición de postas cuando fue como hacía siempre a por comida para los conejos.

Cuando los niños volvieron del colegio ya les avisó el olor:

–Aquí hay venado– gritó Gertrud y dirigió una mirada de admiración hacia su hermano.

–¡Callad y comed!– dijo la madre.

Todos estaban contentos.

Algunos días después, el gendarme se acercó a Fritz en la calle. Lo agarró por el hombro y lo miró con mirada fija y severa:

–¿Tú que andas siempre por las tierras del Barón, has visto el perro este grande de raza danés que tienen ellos?–

–No sé nada de él– contestó Fritz –¿Qué pasó?

–Pues dice el Barón que ha desaparecido.

–Y yo, ¿qué tengo que ver con eso?– preguntó Fritz mirándole fijamente.

–Mira, Peter, estamos hartos de vosotros. Algún día me las pagaréis. No lo digo yo, lo dice el Barón.–

Y con esta advertencia se fue pedaleando en su bicicleta de servicio oficial.

El gendarme tenía como oficio principal y temido por él y por todos, visitar las casas para entregar la noticia más temida en estos tiempos. Entonces se limpiaba el sudor de la frente, enderezaba el chacó que llevaba en estos momentos solemnes y llamaba a la puerta, donde ya había una mujer temblando, porque lo había visto acercarse.

Entonces, sacando el telegrama de la bolsa que llevaba colgando, con voz casi inaudible decía:

–Ha caido por el Emperador y por la patria. Lo siento.–

Y después, se iba rapidamente en busca de un trago de aguardiente. En realidad había comenzado a habituarse al aguardiente, y esto se notaba. A veces, cuando el Barón lo encontraba por la calle o en el campo, le decía :

–¡No te descuides tanto, hombre, tú también eres soldado. Todos somos soldados en este tiempo,¡Hay que comportarse!–

–Sí, mi señor, claro que sí–, contestaba el gendarme.


El lector preguntará: ¿No había también juegos de niños y felicidad en este ambiente siniestro marcado por la crueldad de la época?

Sí, claro que había juegos, placer, diversión, motivos para hallarse felices, pero también para el encuentro con la tragedia y el dolor.

La guerra cambió la vida de todos y también borró el escenario externo de la vida de esta familia.

La escasez de materias primas del Reich, la falta de carbón como única fuente de energía, habían provocado esta inesperada transformación acelerada de la región dominada por la agricultura. La economía de la guerra había descubierto el carbón lignito de poca potencia que se encontraba en el subsuelo. En circunstancias normales la explotación de esta reserva ofrecería poca rentabilidad. Ahora, cuando Alemania y Austria luchaban aisladas contra un mundo de enemigos, no había otra alternativa que comenzar la explotación con un enorme esfuerzo humano y tecnológico.

Para llegar a las capas delgadas de carbón, había que destruir inmensos campos de trigo, patatas y remolachas e incluso derribar múltiples pueblos con sus iglesias centenarias. Eran gigantescos los monstruos de acero que comenzaron a excavar estas tierras hasta encontrar el carbón en profundidades de entre diez a veinte metros. Un carbón con restos de madera no carbonizada que echaba humo y olores pestilentes por el alto grado de azufre que contenía.

Aquello era la imagen viva de una revolución y Fritz se acordaba de lo que solía decir su padre que todo lo que ahora estaba cubierto e invisible algún día saldría triunfante. El mundo, tal como lo vemos y conocemos, desaparecerá. Fritz ahora comprendía esto por las imágenes que veía. Se sentía inmerso en una nueva realidad. Además, a Fritz le fascinaban estos aparatos, máquinas monstruosas que sacaban a la luz del día lo que había permanecido sepultado durante centenares de miles de años.

Ahora aparecían nuevos paisajes, escenarios ideales para los juegos de los niños.

A un ritmo cada vez más rápido se transformaba la región entera entre Bitterfeld, Halle y Leipzig.

Era esta la misma geografía, donde Martin Luther cuatrocientos años antes había transformado el campo espiritual y cultural de medio mundo.

En el lugar de los inmensos campos de trigo, patatas y remolachas surgían ahora nuevos paisajes fantásticos, hechos de lodo, arcilla, arena y pedruscos. Profundos tajos rompían la llanura y se elevaban montañas donde nunca las había. Pronto aperecía también una vegetación silvestre acorde con estas nuevas condiciones geológicas. Había escenarios que recordaban el lejano oeste americano, otros que eran como las dunas del desierto africano.

Estaba prohibido andar por allí por los peligros que había escondidos. En aquellas circunstancias nadie podía prever todavía la recultivación de esta región devastada. Era como si una guerra de ciencia ficción hubiese pasado por encima de la tierra dejándola irreconocible hasta para quien la había creado.

Sin embargo, los niños pronto la hicieron suya por su carácter único y ejemplar. La utilizaron para sus actividades, y en realidad podían sentirse como exploradores de mundos desconocidos. Aquello parecía un mundo creado para ellos, como al principio de los días, cuando algún pedazo de tierra se escaparía de la mano del creador y ahora estaba a disposición de aquel quien tuviera ideas y sueños para explorarlo. Aquí los niños podían vivir todos los impulsos de su fantasía, construir puentes voladizos y castillos en el aire.

¡Qué suerte para un niño despierto, sensible e inteligente!

¡Cuántos juegos podían realizarse aquí, inspirados por la lectura!

En medio de su pobreza gozaban de una libertad casi sin límites para estimular y desarrollar sus facultades, como la independencia y la autonomía del pensar y sentir.

Renacían las aventuras descritas por el escritor sajón, Karl May. Y el indio Winnetou y su amigo Old Shatterhand participaban en los juegos de su fantasía.


Pero, no todo era juego y diversión. El carbón extraído del suelo no sólo hacía falta a la máquina de guerra del Kaiser, también lo necesitaban en casa de los Peter. Había que alimentar estufas y el fogón de la cocina. Aunque la casa apestara a hollín y azufre como en la antesala del infierno, siempre estaba calentita en las noches rudas del invierno.

El carbón se transportaba sobre largas cintas rodantes, medios de transporte inventados para tal fin, para alcanzar al final la larga hilera de vagones de carga. Con mucha frecuencia, pedazos de carbón caían al suelo y eran recogidos por los vecinos del pueblo. Allí estaban los niños también. Pero Fritz rápidamente comprendió que había que usar otro método más rentable: ir donde no iba nadie y montarse en la cinta, dejarse llevar por ella y tirar los mejores pedazos al suelo para que fueran recogidos por los hermanos. No solamente era más rentable, también se podía combinar con el juego. Juego peligroso, sin duda.

–¡Así saltan los indios americanos!– gritó Gertrud que, a pesar de su falda larga, subía y bajaba de la cinta con facilidad. En estos juegos ocurrió lo que tenía que ocurrir:

En realidad, nunca se aclaró quién había tenido la idea de subir a Walter encima de la cinta.

Todos contaban lo que habían hecho para impedirlo. Sabían que era débil, miedoso e introvertido.

¿Habría sido Gertrud, diciendo “Anda niño, no seas tonto, con los zapatos nuevos que te dieron, anda, salta de una vez!“?

¿O era Fritz, irritado por la pasividad del hermano pequeño: “¡Atrévete de una vez, ven, te ayudo, no tengas miedo!“?

La cinta iba rápido y había que bajar antes de llegar al profundo tajo. A todos les pareció larga la distancia para llegar hasta allí. Todos habían subido y habían logrado bajar saltando sobre la arena sin dificultad. Pero Walter no bajó, no se atrevía a saltar desde tan alto. Cuando se acercaba el peligro, todos iban corriendo y gritanto, que saltara ahora, que no tardara más.
Cuando finalmente saltó, era tarde, su pequeño cuerpo iba rodando hacia abajo. Desapareció de la vista de ellos y después oyeron este grito de dolor y de desesperación que nunca más olvidarían.

Cuando finalmente lo sacaron malherido de entre el amasijo de hierros donde su cuerpo había caido, todos tenían las manos y los brazos llenos de sangre.

Lo llevaron a casa entre sollozos y llantos. Walter había perdido el conocimiento y no lo recuperó nunca más.


–Es un descuido terrible, señora–, dijo el médico dirigiéndose a Eva.

–En realidad, debería denunciar esto. La caido sola no ha sido. Fueron estos hierros.–

Algunas familias acompañaron a Eva y a su familia al cementerio. También iba el gendarme con la bicicleta al lado.

–Terribles tiempos son estos–, dijo, limpiándose el sudor de la frente.


Fritz se sentó en el establo en medio de los conejos. Se puso de rodillas y lloró desconsoladamente.

Ya tenía catorce años y dentro de poco acabaría el colegio. Decidió no ir más al colegio.

–Voy a buscar trabajo en Bitterfeld.–

Se lavó las manos y se las volvió a lavar. La escena se repitió varias veces al día.

Los hermanos se dieron cuenta, Fritz había cambiado. No encontraron una palabra para ello.

De una forma dramática la infancia de Fritz había terminado.

¿Y Eva?

No sabemos si su infancia entre los signos católicos fue la fuerza de su inagotable paciencia.

También esta vez habló con Fritz en polaco con un hilito de voz. Ambos cantaron.

–Mañana voy a Bitterfeld– dijo Fritz a los hermanos

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