Todos
pensaban que aquella guerra duraría poco tiempo. Se equivocaban.
Pasaban los años y la situación para la población se hacía
insostenible. Faltaba de todo. Y lo poco que había desaparecía
antes de llegar a este pueblo perdido. No se conseguían alimentos
básicos para la familia numerosa, ni con dinero.
Los
niños no tenían zapatos. En verano iban descalzos y en invierno
llevaban unos zuecos de fabricación casera. Cuando se presentaba la
ocasión de conseguir un solo par de zapatos de cuero, todos lo
querían tener. Sobre todo, Gertrud la mayor de las niñas:
–A
mi me toca, soy la mayor. Otras niñas también tienen zapatos.–
Fritz
decidía que los llevara Walter, el hermano pequeño y el más débil
de todos.
–¡Cállate
y no protestes más! La próxima vez te tocará a tí.–
La
familia tenía una huerta y allí crecían hortalizas. Papas no
faltaban. Pero a veces tenían que repartirse un solo arenque salado
entre cinco hermanos y la madre.
Y
era Gertrud, la que protestaba:
–Fritz
ya no caza nada.–
Estaba
rabiosa contra él por lo de los zapatos.
–Cuando
estaba nuestro padre no pasaba esto. Él nos traía a veces un
corzo.–
–Ya
casi no hay corzos– contestó Fritz.
–¿Y
dónde están?– replicó ella.
–En
las ollas de Bitterfeld y Halle. Hay hambre en todas partes–
–Lo
que pasa es que tú no te atreves, esto es todo–, le increpó
furiosa.
La
discusión tuvo sus consecuencias: Al día siguiente Fritz cargó la
escopeta con munición de postas cuando fue como hacía siempre a por
comida para los conejos.
Cuando
los niños volvieron del colegio ya les avisó el olor:
–Aquí
hay venado– gritó Gertrud y dirigió una mirada de admiración
hacia su hermano.
–¡Callad
y comed!– dijo la madre.
Todos
estaban contentos.
Algunos
días después, el gendarme se acercó a Fritz en la calle. Lo agarró
por el hombro y lo miró con mirada fija y severa:
–¿Tú
que andas siempre por las tierras del Barón, has visto el perro este
grande de raza danés que tienen ellos?–
–No
sé nada de él– contestó Fritz –¿Qué pasó?
–Pues
dice el Barón que ha desaparecido.
–Y
yo, ¿qué tengo que ver con eso?– preguntó Fritz mirándole
fijamente.
–Mira,
Peter, estamos hartos de vosotros. Algún día me las pagaréis. No
lo digo yo, lo dice el Barón.–
Y
con esta advertencia se fue pedaleando en su bicicleta de servicio
oficial.
El
gendarme tenía como oficio principal y temido por él y por todos,
visitar las casas para entregar la noticia más temida en estos
tiempos. Entonces se limpiaba el sudor de la frente, enderezaba el
chacó que llevaba en estos momentos solemnes y llamaba a la puerta,
donde ya había una mujer temblando, porque lo había visto
acercarse.
Entonces,
sacando el telegrama de la bolsa que llevaba colgando, con voz casi
inaudible decía:
–Ha
caido por el Emperador y por la patria. Lo siento.–
Y
después, se iba rapidamente en busca de un trago de aguardiente. En
realidad había comenzado a habituarse al aguardiente, y esto se
notaba. A veces, cuando el Barón lo encontraba por la calle o en el
campo, le decía :
–¡No
te descuides tanto, hombre, tú también eres soldado. Todos somos
soldados en este tiempo,¡Hay que comportarse!–
–Sí,
mi señor, claro que sí–, contestaba el gendarme.
El
lector preguntará: ¿No había también juegos de niños y felicidad
en este ambiente siniestro marcado por la crueldad de la época?
Sí,
claro que había juegos, placer, diversión, motivos para hallarse
felices, pero también para el encuentro con la tragedia y el dolor.
La
guerra cambió la vida de todos y también borró el escenario
externo de la vida de esta familia.
La
escasez de materias primas del Reich, la falta de carbón como única
fuente de energía, habían provocado esta inesperada transformación
acelerada de la región dominada por la agricultura. La economía de
la guerra había descubierto el carbón lignito de poca potencia que
se encontraba en el subsuelo. En circunstancias normales la
explotación de esta reserva ofrecería poca rentabilidad. Ahora,
cuando Alemania y Austria luchaban aisladas contra un mundo de
enemigos, no había otra alternativa que comenzar la explotación con
un enorme esfuerzo humano y tecnológico.
Para
llegar a las capas delgadas de carbón, había que destruir inmensos
campos de trigo, patatas y remolachas e incluso derribar múltiples
pueblos con sus iglesias centenarias. Eran gigantescos los monstruos
de acero que comenzaron a excavar estas tierras hasta encontrar el
carbón en profundidades de entre diez a veinte metros. Un carbón
con restos de madera no carbonizada que echaba humo y olores
pestilentes por el alto grado de azufre que contenía.
Aquello
era la imagen viva de una revolución y Fritz se acordaba de lo que
solía decir su padre que todo lo que ahora estaba cubierto e
invisible algún día saldría triunfante. El mundo, tal como lo
vemos y conocemos, desaparecerá. Fritz ahora comprendía esto por
las imágenes que veía. Se sentía inmerso en una nueva realidad.
Además, a Fritz le fascinaban estos aparatos, máquinas monstruosas
que sacaban a la luz del día lo que había permanecido sepultado
durante centenares de miles de años.
Ahora
aparecían nuevos paisajes, escenarios ideales para los juegos de los
niños.
A
un ritmo cada vez más rápido se transformaba la región entera
entre Bitterfeld, Halle y Leipzig.
Era
esta la misma geografía, donde Martin Luther cuatrocientos años
antes había transformado el campo espiritual y cultural de medio
mundo.
En
el lugar de los inmensos campos de trigo, patatas y remolachas
surgían ahora nuevos paisajes fantásticos, hechos de lodo,
arcilla, arena y pedruscos. Profundos tajos rompían la llanura y se
elevaban montañas donde nunca las había. Pronto aperecía también
una vegetación silvestre acorde con estas nuevas condiciones
geológicas. Había escenarios que recordaban el lejano oeste
americano, otros que eran como las dunas del desierto africano.
Estaba
prohibido andar por allí por los peligros que había escondidos. En
aquellas circunstancias nadie podía prever todavía la recultivación
de esta región devastada. Era como si una guerra de ciencia ficción
hubiese pasado por encima de la tierra dejándola irreconocible hasta
para quien la había creado.
Sin
embargo, los niños pronto la hicieron suya por su carácter único
y ejemplar. La utilizaron para sus actividades, y en realidad podían
sentirse como exploradores de mundos desconocidos. Aquello parecía
un mundo creado para ellos, como al principio de los días, cuando
algún pedazo de tierra se escaparía de la mano del creador y ahora
estaba a disposición de aquel quien tuviera ideas y sueños para
explorarlo. Aquí los niños podían vivir todos los impulsos de su
fantasía, construir puentes voladizos y castillos en el aire.
¡Qué
suerte para un niño despierto, sensible e inteligente!
¡Cuántos
juegos podían realizarse aquí, inspirados por la lectura!
En
medio de su pobreza gozaban de una libertad casi sin límites para
estimular y desarrollar sus facultades, como la independencia y la
autonomía del pensar y sentir.
Renacían
las aventuras descritas por el escritor sajón, Karl May. Y el indio
Winnetou y su amigo Old Shatterhand participaban en los juegos de su
fantasía.
Pero,
no todo era juego y diversión. El carbón extraído del suelo no
sólo hacía falta a la máquina de guerra del Kaiser, también lo
necesitaban en casa de los Peter. Había que alimentar estufas y el
fogón de la cocina. Aunque la casa apestara a hollín y azufre como
en la antesala del infierno, siempre estaba calentita en las noches
rudas del invierno.
El
carbón se transportaba sobre largas cintas rodantes, medios de
transporte inventados para tal fin, para alcanzar al final la larga
hilera de vagones de carga. Con mucha frecuencia, pedazos de carbón
caían al suelo y eran recogidos por los vecinos del pueblo. Allí
estaban los niños también. Pero Fritz rápidamente comprendió que
había que usar otro método más rentable: ir donde no iba nadie y
montarse en la cinta, dejarse llevar por ella y tirar los mejores
pedazos al suelo para que fueran recogidos por los hermanos. No
solamente era más rentable, también se podía combinar con el
juego. Juego peligroso, sin duda.
–¡Así
saltan los indios americanos!– gritó Gertrud que, a pesar de su
falda larga, subía y bajaba de la cinta con facilidad. En estos
juegos ocurrió lo que tenía que ocurrir:
En
realidad, nunca se aclaró quién había tenido la idea de subir a
Walter encima de la cinta.
Todos
contaban lo que habían hecho para impedirlo. Sabían que era débil,
miedoso e introvertido.
¿Habría
sido Gertrud, diciendo “Anda niño, no seas tonto, con los zapatos
nuevos que te dieron, anda, salta de una vez!“?
¿O
era Fritz, irritado por la pasividad del hermano pequeño: “¡Atrévete
de una vez, ven, te ayudo, no tengas miedo!“?
La
cinta iba rápido y había que bajar antes de llegar al profundo
tajo. A todos les pareció larga la distancia para llegar hasta allí.
Todos habían subido y habían logrado bajar saltando sobre la arena
sin dificultad. Pero Walter no bajó, no se atrevía a saltar desde
tan alto. Cuando se acercaba el peligro, todos iban corriendo y
gritanto, que saltara ahora, que no tardara más.
Cuando
finalmente saltó, era tarde, su pequeño cuerpo iba rodando hacia
abajo. Desapareció de la vista de ellos y después oyeron este grito
de dolor y de desesperación que nunca más olvidarían.
Cuando
finalmente lo sacaron malherido de entre el amasijo de hierros donde
su cuerpo había caido, todos tenían las manos y los brazos llenos
de sangre.
Lo
llevaron a casa entre sollozos y llantos. Walter había perdido el
conocimiento y no lo recuperó nunca más.
–Es
un descuido terrible, señora–, dijo el médico dirigiéndose a
Eva.
–En
realidad, debería denunciar esto. La caido sola no ha sido. Fueron
estos hierros.–
Algunas
familias acompañaron a Eva y a su familia al cementerio. También
iba el gendarme con la bicicleta al lado.
–Terribles
tiempos son estos–, dijo, limpiándose el sudor de la frente.
Fritz
se sentó en el establo en medio de los conejos. Se puso de rodillas
y lloró desconsoladamente.
Ya
tenía catorce años y dentro de poco acabaría el colegio. Decidió
no ir más al colegio.
–Voy
a buscar trabajo en Bitterfeld.–
Se
lavó las manos y se las volvió a lavar. La escena se repitió
varias veces al día.
Los
hermanos se dieron cuenta, Fritz había cambiado. No encontraron una
palabra para ello.
De
una forma dramática la infancia de Fritz había terminado.
¿Y
Eva?
No
sabemos si su infancia entre los signos católicos fue la fuerza de
su inagotable paciencia.
También
esta vez habló con Fritz en polaco con un hilito de voz. Ambos
cantaron.
–Mañana
voy a Bitterfeld– dijo Fritz a los hermanos
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