Había
pinchado una patata en el tenedor y se movía con ella alrededor de
la mesa de la cocina. la lámpara encima de la mesa representaba el
sol. Dándole vueltas a la patata bajo la luz tibia, esta pesentaba
un lado iluminado u otro oscuro:
–Veis,
ahora es de día, y ahora de noche– explicaba.
Los
hemanos seguían masticando.
–Menos
mal que nosotros estamos arriba–, observó Martha.
–Tonterías–
gritó Gertrud –. Eso de arriba y abajo no existe. Todo es arriba y
abajo al mismo tiempo.
–Claro,
porque todo se mueve y da vueltas como las ruedas– dijo Kurt.
– Las
piedras más pesadas se mueven– agregó Fritz.
–¿Y
la cinta rodante?– preguntó Martha.
Todos
se callaron.
Gertrud
nuevamente rompió el silencio:
–Papá
siempre ha dicho que todas las cosas tenían que cambiar, tanto en
Alemania como en otras partes del mundo.–
–Y
la guerra sólo es el principio–, dijo Fritz –. Lo he leido en un
libro sobre los griegos que Papá tiene.
–¿Tú
que entiendes de estas cosas?– interrumpió Gertrud.
–“La
guerra es padre de todas las cosas“– contestó Fritz con tono
solemne.
Todos
le dirigieron sus miradas.
–Esto
son cosas de Papá. Tenemos que preguntarle cuando venga– dijo
Kurt.
En
el trabajo siguió todo como siempre. Ahora Fritz pertenecía a
aquellos que movían la tierra desde abajo hacia arriba. Todo lo que
veía era nuevo. Nunca antes hubo máquinas tan poderosas, capaces de
tragarse toneladas de tierra y lodo y devorar una tierra dedicada a
la agricultura durante siglos, tal vez milenios. Los campos de trigo
y de patatas que se habían extendido hasta el horizonte -
interrumpidos a veces por pequeños bosques y lagos - desaparecían.
Estos campos extensos con las casas señoriales habían formado aquel
paisaje. Los pueblos se encontraban en medio como pequeños islotes
dominados por las torres de las iglesias con sus muros románicos.
Estas torres que habían logrado sobrevivir la Guerra de los Treinta
Años, ahora no paraban de sucumbir bajo el ataque de las
excavadoras. Algunos pueblos y casas señoriales quedaban en pie,
formando puntos exóticos en un paisaje lunar.
Las
inmensas palas avanzaban sin parar excavando a mayor profundidad y
lograron arrancar cada vez más carbón de la tierra.
Fritz
siempre trabajaba en compañía de un prisionero ruso. Había que
mover la cinta de un vagón a otro cuando este estaba lleno. Este era
el trabajo más pesado.
Algunas
semanas después, cuando Fritz se había familiarizado con esto, el
capataz llegó acompañado por otro hombre. Los hombres hablaron y
Fritz oyó lo que decían:
–Este
es, trabaja bien, puedes llevártelo si quieres– dijo el capataz.
El
otro hombre era mecánico y necesitaba a un ayudante o aprendiz. A
Fritz no le preguntaron si quería irse. Se suponía que no deseaba
permanecer en este trabajo esclavizador y tonto.
Efectivamente,
en este momento había comenzado la carrera de Fritz como técnico
perito. Dentro de unos años construiría túneles, canales, puentes
y carreteras, haciendo de todo lo que mueve la tierra desde abajo
hacia arriba.
Pero
ahora se despedía de Nicolay, el primer ruso que había trabajado
con él:
–¿Por
qué he tenido siempre a otro compañero trabajando conmigo durante
este tiempo?–
Nicolay
hizo el gesto de dirigir su mano a la boca:
–Comida,
comíamos– dijo.
Fritz
quiso regalarle la chaqueta. El uniforme estaba hecho pedazos. Pero
Nicolay no quiso, decía que era soldado. Fritz siempre pensaba en su
padre y lo que podría sucederle si cayera prisionero con los rusos.
Esta
noche, cuando Fritz regresó a casa, encontró una carta del viejo,
papel amarillo, correo militar. Había escrito pocas veces. Sabía
que las cartas de los soldados estaban sometidas a la censura. Los
hermanos de su padre que habían vivido todos entre Halle, Leipzig y
Wittenberg no volverían más de la lejana Rusia. Sin embargo, Eva y
sus hijos tenían la certeza de que el padre volvería. Les sonaba
todavía la frase del viejo:
–¡Esperad
a que yo vuelva!–
Sin
embargo, después de la muerte del pequeño Walter todo parecía
diferente.
–Fuí
yo quien lo subió a la cinta– se dijo Fritz muchas veces. Pero al
instante comenzó a buscar argumentos que le disculparan. ¿No le
había dejado su padre hacer y probar de todo, segar y tirar con la
escopeta?¿Cuándo ibas a aprender a valerte por ti solo, Walter?
Ahora,
el trabajo empezó a cambiarle los rasgos de niño. Tenía que ser
adulto. No había espacio para la juventud.
La
carta de Peter había llegado ya al mediodía. Eva la había guardado
para cuando viniera Fritz y leerla juntos. Le gustaba que Fritz se lo
leyera. A veces así había hecho el viejo también. Ella sabía que
la carta no traía la noticia que todo el mundo temía que sería
traída por el gendarme. Así, cuando Fritz se puso a abrirla, todos
estaban presentes. Fritz comenzó:
–“Mis
queridos todos:
Pronto
se acabará esta guerra, que es el padre de todo. No os preocupéis
por mí. Todo pasa como me lo había imaginado. Después de esto, el
mundo será diferente. Observen el noticiero con atención. Caerá
todo lo que está en alto. No temáis nada, porque ha llegado nuestra
hora. Nunca más será como era antes.
Fritz,¡cuida
los animales y ayuda a tu madre!“–
La
carta estaba firmada F. W. Peter, UOffz.
–¿Cómo?–
gritó Gertrud –¿Suboficial? Entonces nos darán más dinero. ¡Yo
quiero zapatos!–
–¡Pónte
los de Walter!– contestó Kurt.
Todos
corrieron al patio.
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