oía
que su madre ya estaba ocupada en la cocina. Se levantaba y sin hacer
ruidos se dirigía al establo y cogía la carretilla. En ella se
encontraba un saco y encima estaba la guadaña. Debajo del saco
escondía la escopeta. La carretilla tenía ruedas de goma. Al
moverla, casi no se oía nada.¡Buena idea del viejo!
La
intensa niebla escondía el palacete del Barón. La hierba densa y
fresca esperaba el corte de la guadaña cuando Fritz observó una
liebre que - como él - se disponía a hacer uso de la propiedad
ajena.
Todo
habría sucedido como siempre. Tan temprano no solía moverse nadie.
Pero esta vez iba a ser diferente: El joven señor, hijo del Junker,
estaba de visita en la casa del padre. Recien nombrado teniente iba
destinado al frente; había venido a despedirse y había sacado el
caballo para disfrutar de la fresca mañana y al montar escuchó el
tiro desde tan cerca. Rápidamente se acercó y atrapó a Fritz con
las manos en la masa.
–¿Qué
tienes ahí? ¡Quita este saco!–
Fritz
no se movía. Entonces, el señorito desmontó, quitó el saco. Allí
estaba la guadaña.
–¿No
te da vergüenza, coger lo que no es tuyo? ¿No conoces los
mandamientos?–
–Un
poco, sí– contestó Fritz –“No
robarás. No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu
prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada
de cuanto le pertenece.“
El
señorito estaba perplejo. No había esperado una contestación así.
–Vaya,
las cosas que sabe el niño. ¡Véte a casa y deja la hierba quieta!–
Y
dicho eso el joven Barón montó y desapareció en la niebla.
Fritz
segó la hierba. Después cogió la liebre y la escopeta para
esconderlas en la carretilla y se marchó a casa. Todavía no había
nacido quien le pillara.
Una
hora después, en el colegio, el maestro con voz severa se dirigió a
Fritz:
–¡Muéstrame
si ahora has copiado los diez mandamientos correctamente! --- ¡Bien
hecho!–
¿Tenía
el viejo un fiel colaborador y lugarteniente?
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