dijo
el viejo sentado a la mesa de la cocina con la cabeza apoyada sobre
el puño cerrado.
Otra
vez había llegado tarde a cenar. Pero los niños le habían esperado
para charlar.
–Reunión
de comité– se disculpó.
–¿Otra
vez?– preguntó Fritz–.¿No se habían reunido ayer?
–Tenemos
paz, pero no ha cambiado nada– manifestó Gertrud muy pensativa.
–¡Cállate
tú, ahora tienes zapatos nuevos!– contestó Kurt con sarcasmo.
El
padre se encontraba cansado. Además de los trabajos de la alcaldía
le citaban con frecuencia a Halle y a Leipzig. La organización del
partido avanzaba rápidamente con ayuda de los distintos asistentes
de Moscú.
En
realidad Peter no tenía una ideología marcadamente marxista. Su
actitud de opositor a la autocracia le había llevado hacia una
ideología, cuya dimensión y alcance teórico desconocía. Era mucho
menos que un experto marxista. Aunque aceptara la necesidad de
disciplina y organización, desconfiaba abiertamente de los
burócratas y de sus secretarías.
Tenía
numerosos conflictos con los directivos del partido. Lo consideraban,
un filósofo soñador, idealista e iluminado y político amateur.
–Tengo
que ir a Halle para participar en un curso sobre marxismo -
leninismo– dijo y se rasgó la cabeza.
–¿Otro
visitante desde Rusia?– preguntó Fritz
–Se
llama Unión Soviética– corrigió Gertrud.
–¿Qué
os creéis? ¿Pensáis que la Revolución es una fiesta?– Peter se
sintió incómodo pensando en las largas horas de aburrimiento que le
esperaban.
–Pero
esto no nos lo dijiste antes– dijo Kurt.
–Yo
tampoco lo sabía– contestó él.
Habían
pasado dos años desde “la Grande Guerre“ como se dice en Francia
y desde hacía un año y medio la vida en Alemania estaba definida
por la Paz de Versalles, este disfraz de una derrota. Todo indicaba
tensión y conflictos. Se habían desarrollado las regiones del Reich
en cierta autonomía. Baviera había pasado por un episodio de guerra
civil. Turingia y Sajonia habían girado hacia la izquierda y la
situación de la cuenca del Ruhr estaba totalmente confusa. Entre la
ocupación por los aliados, el envío de reparaciones y las luchas
fronterizas no se observaba un horizonte para la recuperación de la
capacidad industrial. La zona minera de Silesia era disputada por
nacionalistas alemanes y polacos. Por todo eso. el carbón malo de la
región de Bitterfeld seguía siendo indispensable para el Reich que
en el aspecto político y económico constantemente se encontraba al
borde del colapso definitivo.
En
medio de esto, más mal que bien, subsistía la diminuta “República
Soviética del Río Mulde“ como irónicamente había sido bautizada
por Fritz, lo que no era mucho más que el área dominado por la
“Bitterfelder Kohle Union“.
Era
esta una empresa con un grupo limitado de propietarios donde
predominaban los Junker, propietarios de las tierras en cuyas
entrañas se encontraba el cotizado mineral. A muchos de ellos, este
cambio de cosas les convenía enormemente, ya que podían mudar de
hacendados empobrecidos a prósperos industriales.
Era
cierto que los comités habían logrado establecer un poder político
considerable. Pero estaba claro que las viejas élites sociales del
pasado, gastadas moralmente y descalificadas, dominaban el ambiente
general. Sustancialmente poco había cambiado de sitio. Y si la
tierra había sido volteada y seguía siéndolo, los de siempre eran
los dueños del poder económico. Los magnates del carbón y del
acero, los Thyssen y Krupp, grandes beneficiados de la mecanización
de la guerra, habían salido triunfantes, mientras los demás
alemanes habían perdido la guerra.
El
gobierno del Reich, en manos de demócratas, no tenía otra
alternativa que proteger los intereses económicos de estos elementos
hostiles a la democracia y reaccionarios hasta el tuétano. Los
comunistas en Sajonia y en la provincia prusiana vecina, donde se
desarrollan estos hechos, veían claramente, como la política volvía
el rumbo en contra de ellos. El primer acto de la tragedia, La
caída de la democracia alemana, hostigada
desde dentro y desde fuera había comenzado. . ...
El
viejo y sus hijos, sentados alrededor de la mesa de cocina después
de la cena, intercambiaban con regularidad noticias e impresiones:
–La
mayoría de la gente no ha comprendido todavía que el Reich ha
perdido la guerra– decía el padre.
–A
nosotros, a los Rojos, nos echan la culpa de todo. Dicen que hemos
sido el puñal traidor del ejército victorioso. Se refieren a las
huelgas y a las manifestaciones por la paz– decía Karl.
–Nosotros
podemos hacer lo que queramos, siempre seremos los culpables–
contestaba el padre–. Además, estamos divididos, los Sozi no me
pueden ver.
–Y
tú a ellos tampoco– agregaba Fritz.
Un
día el pequeño Alfred se metió por primer vez en la conversación
de los mayores:
–¿Sabéis
lo que he visto en la casa del Barón? El granero está repleto de
hombres que van y vienen.
–Sí,
es gente de estos Freikorps. Son mercenarios, la chusma más
ordinaria. El Barón los habrá contratado– dijo Karl–. El doctor
de la empresa es uno de los cabecillas.
–Tienen
puesta la
Reichskriegsflagge,
la bandera del Kaiser dentro del granero. Alfred y yo lo hemos visto–
agregó Kurt.
–Oye,
Peter– Karl levantó la voz–, la cosa se está poniendo fea.
¿Vamos a esperar a que nos corten el cuello?
El
viejo escuchaba y bajaba la cabeza.
Al
mismo tiempo se estaba celebrando una reunión urgente y de
emergencia en el salón de conferencias de la
Bitterfelder.
El
director técnico de la empresa y la Junta Directiva habían invitado
a los socios que asistieron casi todos. Detrás del orden del día,
“Asuntos varios“, se escondía un problema de gran magnitud. El
director había logrado por fin que el Secretario de Estado del
Ministerio del
Interior
del Reich viniera a Bitterfeld y se presentara ante la Junta
Directiva de la empresa. El director había viajado a Berlín para
mostrar el cuadro desolado de la empresa debido a la actividad
prepotente y subversiva de los comités populares. Hasta ahora,el
Ministerio del Interior había rechazado siempre autorizar la
intervención de la policía armada ( Schutzpolizei, llamada “Schupo“
por la gente) con el argumento de que no podía ser empleada la
fuerza militar contra la propia población. Además, no existía
acuerdo entre el gobierno del Reich y los gobiernos regionales
autonómicos2 en esta cuestión. Había que esperar una situación
de emergencia para declarar el estado de excepción que justificaba
intervenir con las fuerzas armadas. Ahora se habían acercado las
posiciones de los diferentes gremios políticos y las llamadas de
socorro constantes de la empresa en Bitterfeld eran escuchadas. El
gobierno central no tenía otra alternativa que complacer a los
propietarios de las pobres fuentes de energía del Reich.
Cuando
se constituía del nuevo orden republicano, la República de Weimar,
se había previsto la expropiación y nacionalización del sector
energético, básico de toda la economía. Pero el proyecto se había
estrellado contra la resistencia de grupos poderosos.
Después
de presentar al ilustre huésped, la asamblea iba al grano
directamente:
–Esto
no puede seguir así, no podemos aguantar más. La canalla hace lo
que le da la gana y no somos dueños ya de lo nuestro. Sí, estamos
produciendo, pero por debajo de nuestras capacidades. Y lo peor de
todo, mientras no haya seguridad y garantía para el inversor, aquí
no habrá créditos ni capital desde fuera.
El
director estaba enfurecido y trató de impresionar a los socios.
Destacó la necesidad de renovar el parque de máquinas y describió
las inmensas reservas de carbón que el suelo contenía.
–¿Quién
es el responsable del estancamiento de esta empresa y del
empobrecimiento progresivo que sufre?. .. En primer lugar la
situación intolerable aquí mismo y luego la colaboración de las
fuerzas políticas del Reich, sean los gobiernos de la región o el
gobierno del Reich mismo, quien tiene en sus manos remediar esto y no
lo ha hecho hasta hoy.
El
director hablaba así, porque había aclarado ya antes posiciones con
el Secretario de Estado.
Cuando
este tomaba la palabra presentaba las excusas de su gobierno por no
haber podido complacer la solicitud más que comprensible de una
sociedad tan sufrida a causa de las circunstancias actuales del
desorden general en el país:
–Pues
nos resultaría muy dificil justificar una intervención militar, sin
tener presentes las condiciones que la Constitución prescribe. Pues
de una cosa así se trataría, nada menos.
La
violencia solamente se puede emplear contra la violencia. Sólo en el
caso de la rebelión armada es posible intervenir militarmente desde
la cúpula del Reich. Además, debe existir un grupo de apoyo en la
misma región que impida que esta intervención tenga el carácter de
una guerra contra la propia población. Mi gobierno es un gobierno
democráticamente elegido y no puede ni quiere violar los principios
básicos de la democracia.
Desde
el fondo del salón se oyeron algunas risotadas sarcásticas.
–¡En
Múnich y en el Ruhr, sí pudieron intervenir!– se oyó una voz.
–Mire
usted señor– le contestó el director– voy a presentarle un
testigo directo que puede ilustrar perfectamente el estado de las
cosas: El médico de nuestra empresa, doctor Veit, es un hombre muy
preocupado por el bien y el progreso de esta empresa y será capaz de
darle suficientes razones para que su gobierno olvide los escrúpulos
y haga lo que es, en mi opinión, el deber de todo buen patriota.
Cuando hayamos oído al doctor Veit tal vez veamos las cosas más
claras y podamos ahorrarnos discusiones largas.
Efectivamente
el médico se presentó como patriota ferviente. Dijo que desde hacía
un par de días se había presentado una nueva situación: una
columna de revoltosos se había puesto en marcha desde el este de
Turingia bajo el mando de un demagogo peligroso, Max Hölz. Éste
había logrado captar varios cientos de seguidores. Todos bien
armados y dispuestos a pasar por toda esta región, con la intención
de reunir una avalancha humana, tomar los centros urbanos, para
lanzarse finalmente contra Berlín.
–Me
extraña que el Ministerio del Interior no esté al tanto de esto–.
Se dirigió con un tono de reproche al huesped– pero, le puedo
asegurar que aquí sí estamos preparados. Los estamos esperando. No
vamos a dejar la patria sola en el momento de mayor peligro. Sentimos
la necesidad de liberarnos del gobierno de esta chusma y no nos
faltan los medios para ello. Lo que necesitamos es un gesto
importante de apoyo.–
–Mi
gobierno no quiere la guerra civil. Esto debe de estar claro. Si
viene la policía armada, es para impedirla.
El
Secretario estaba nervioso. La discusión había cogido un rumbo que
se le escapaba de las manos. ¿Qué diría el señor Ministro de todo
esto.?
–No
se preocupe usted– se oyó la voz del barón von Heerhausen que era
uno de los socios más antiguos–. Nosotros conocemos a la gente.
Ellos en el fondo no son malos. Cuando ellos vean unos buenos
uniformes y bayonetas huirán como los conejos.
–Mantengan
la calma, por favor– pidió otra voz–. No piensen siempre en lo
peor.
Aquí
siempre nos hemos entendido por las buenas y razonando. Se habló de
personas como si fueran conejos y no estoy de acuerdo. Muchos o la
mayoría de ellos han sido soldados y son todo menos cobardes. Yo me
he criado en Prusia y quiero morir en Prusia y en ningún país de
barbarie asiática. No comparto estos principios que he oido aquí y
siento que voy a tener que despedirme.
Se
levantó y se fue. Dejemos a este Junker en el anonimato. Tal vez lo
encontraremos más tarde en esta crónica.
El
director, finalmente, trató de calmar los ánimos:
–Señores,
tenemos claro que es nuestro interés producir y hacer negocios.
Bienvenido sea lo que favorece este principio. La política, señores,
se lo dejamos a los que están llamados para ello.
Extendió
las manos y dirigió una mirada al Secretario de Estado.
–Gracias,
doctor, por sus noticias. El señor Secretario de Estado sabrá sacar
sus conclusiones.–
El
doctor se levantó, saludó militarmente y se fue.
–¿Se
puede tener confianza en este hombre?– preguntó el Secretario.
–¿Qué
más remedio queda?– contestó el director.
–A
mi me parece el “Putschist“3 en su forma más común–
concluyó.
–Habrá
que apagar el fuego con el fuego– se dejó oir el señor von
Heerhausen.
–¿Qué
otro remedio hay?
–Aquí
los dados están echados ya– dijo el director–. Usted. haga lo
que más le convenga.
Y
con esto se levantó la sesión. No se había redactado ningún acta
protocolaria.
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