domingo, 19 de julio de 1992

Capítulo 9: –Fritz, la tarea será dura y larga –

dijo el viejo sentado a la mesa de la cocina con la cabeza apoyada sobre el puño cerrado.

Otra vez había llegado tarde a cenar. Pero los niños le habían esperado para charlar.

–Reunión de comité– se disculpó.

–¿Otra vez?– preguntó Fritz–.¿No se habían reunido ayer?

–Tenemos paz, pero no ha cambiado nada– manifestó Gertrud muy pensativa.

–¡Cállate tú, ahora tienes zapatos nuevos!– contestó Kurt con sarcasmo.

El padre se encontraba cansado. Además de los trabajos de la alcaldía le citaban con frecuencia a Halle y a Leipzig. La organización del partido avanzaba rápidamente con ayuda de los distintos asistentes de Moscú.

En realidad Peter no tenía una ideología marcadamente marxista. Su actitud de opositor a la autocracia le había llevado hacia una ideología, cuya dimensión y alcance teórico desconocía. Era mucho menos que un experto marxista. Aunque aceptara la necesidad de disciplina y organización, desconfiaba abiertamente de los burócratas y de sus secretarías.


Tenía numerosos conflictos con los directivos del partido. Lo consideraban, un filósofo soñador, idealista e iluminado y político amateur.

–Tengo que ir a Halle para participar en un curso sobre marxismo - leninismo– dijo y se rasgó la cabeza.

–¿Otro visitante desde Rusia?– preguntó Fritz

–Se llama Unión Soviética– corrigió Gertrud.

–¿Qué os creéis? ¿Pensáis que la Revolución es una fiesta?– Peter se sintió incómodo pensando en las largas horas de aburrimiento que le esperaban.

–Pero esto no nos lo dijiste antes– dijo Kurt.

–Yo tampoco lo sabía– contestó él.


Habían pasado dos años desde “la Grande Guerre“ como se dice en Francia y desde hacía un año y medio la vida en Alemania estaba definida por la Paz de Versalles, este disfraz de una derrota. Todo indicaba tensión y conflictos. Se habían desarrollado las regiones del Reich en cierta autonomía. Baviera había pasado por un episodio de guerra civil. Turingia y Sajonia habían girado hacia la izquierda y la situación de la cuenca del Ruhr estaba totalmente confusa. Entre la ocupación por los aliados, el envío de reparaciones y las luchas fronterizas no se observaba un horizonte para la recuperación de la capacidad industrial. La zona minera de Silesia era disputada por nacionalistas alemanes y polacos. Por todo eso. el carbón malo de la región de Bitterfeld seguía siendo indispensable para el Reich que en el aspecto político y económico constantemente se encontraba al borde del colapso definitivo.

En medio de esto, más mal que bien, subsistía la diminuta “República Soviética del Río Mulde“ como irónicamente había sido bautizada por Fritz, lo que no era mucho más que el área dominado por la “Bitterfelder Kohle Union“.

Era esta una empresa con un grupo limitado de propietarios donde predominaban los Junker, propietarios de las tierras en cuyas entrañas se encontraba el cotizado mineral. A muchos de ellos, este cambio de cosas les convenía enormemente, ya que podían mudar de hacendados empobrecidos a prósperos industriales.

Era cierto que los comités habían logrado establecer un poder político considerable. Pero estaba claro que las viejas élites sociales del pasado, gastadas moralmente y descalificadas, dominaban el ambiente general. Sustancialmente poco había cambiado de sitio. Y si la tierra había sido volteada y seguía siéndolo, los de siempre eran los dueños del poder económico. Los magnates del carbón y del acero, los Thyssen y Krupp, grandes beneficiados de la mecanización de la guerra, habían salido triunfantes, mientras los demás alemanes habían perdido la guerra.

El gobierno del Reich, en manos de demócratas, no tenía otra alternativa que proteger los intereses económicos de estos elementos hostiles a la democracia y reaccionarios hasta el tuétano. Los comunistas en Sajonia y en la provincia prusiana vecina, donde se desarrollan estos hechos, veían claramente, como la política volvía el rumbo en contra de ellos. El primer acto de la tragedia, La caída de la democracia alemana, hostigada desde dentro y desde fuera había comenzado. . ...





El viejo y sus hijos, sentados alrededor de la mesa de cocina después de la cena, intercambiaban con regularidad noticias e impresiones:

–La mayoría de la gente no ha comprendido todavía que el Reich ha perdido la guerra– decía el padre.

–A nosotros, a los Rojos, nos echan la culpa de todo. Dicen que hemos sido el puñal traidor del ejército victorioso. Se refieren a las huelgas y a las manifestaciones por la paz– decía Karl.

–Nosotros podemos hacer lo que queramos, siempre seremos los culpables– contestaba el padre–. Además, estamos divididos, los Sozi no me pueden ver.

–Y tú a ellos tampoco– agregaba Fritz.



Un día el pequeño Alfred se metió por primer vez en la conversación de los mayores:

–¿Sabéis lo que he visto en la casa del Barón? El granero está repleto de hombres que van y vienen.

–Sí, es gente de estos Freikorps. Son mercenarios, la chusma más ordinaria. El Barón los habrá contratado– dijo Karl–. El doctor de la empresa es uno de los cabecillas.

–Tienen puesta la Reichskriegsflagge, la bandera del Kaiser dentro del granero. Alfred y yo lo hemos visto– agregó Kurt.

–Oye, Peter– Karl levantó la voz–, la cosa se está poniendo fea. ¿Vamos a esperar a que nos corten el cuello?

El viejo escuchaba y bajaba la cabeza.



Al mismo tiempo se estaba celebrando una reunión urgente y de emergencia en el salón de conferencias de la Bitterfelder.

El director técnico de la empresa y la Junta Directiva habían invitado a los socios que asistieron casi todos. Detrás del orden del día, “Asuntos varios“, se escondía un problema de gran magnitud. El director había logrado por fin que el Secretario de Estado del Ministerio del

Interior del Reich viniera a Bitterfeld y se presentara ante la Junta Directiva de la empresa. El director había viajado a Berlín para mostrar el cuadro desolado de la empresa debido a la actividad prepotente y subversiva de los comités populares. Hasta ahora,el Ministerio del Interior había rechazado siempre autorizar la intervención de la policía armada ( Schutzpolizei, llamada “Schupo“ por la gente) con el argumento de que no podía ser empleada la fuerza militar contra la propia población. Además, no existía acuerdo entre el gobierno del Reich y los gobiernos regionales autonómicos2 en esta cuestión. Había que esperar una situación de emergencia para declarar el estado de excepción que justificaba intervenir con las fuerzas armadas. Ahora se habían acercado las posiciones de los diferentes gremios políticos y las llamadas de socorro constantes de la empresa en Bitterfeld eran escuchadas. El gobierno central no tenía otra alternativa que complacer a los propietarios de las pobres fuentes de energía del Reich.

Cuando se constituía del nuevo orden republicano, la República de Weimar, se había previsto la expropiación y nacionalización del sector energético, básico de toda la economía. Pero el proyecto se había estrellado contra la resistencia de grupos poderosos.



Después de presentar al ilustre huésped, la asamblea iba al grano directamente:

–Esto no puede seguir así, no podemos aguantar más. La canalla hace lo que le da la gana y no somos dueños ya de lo nuestro. Sí, estamos produciendo, pero por debajo de nuestras capacidades. Y lo peor de todo, mientras no haya seguridad y garantía para el inversor, aquí no habrá créditos ni capital desde fuera.

El director estaba enfurecido y trató de impresionar a los socios. Destacó la necesidad de renovar el parque de máquinas y describió las inmensas reservas de carbón que el suelo contenía.

–¿Quién es el responsable del estancamiento de esta empresa y del empobrecimiento progresivo que sufre?. .. En primer lugar la situación intolerable aquí mismo y luego la colaboración de las fuerzas políticas del Reich, sean los gobiernos de la región o el gobierno del Reich mismo, quien tiene en sus manos remediar esto y no lo ha hecho hasta hoy.



El director hablaba así, porque había aclarado ya antes posiciones con el Secretario de Estado.

Cuando este tomaba la palabra presentaba las excusas de su gobierno por no haber podido complacer la solicitud más que comprensible de una sociedad tan sufrida a causa de las circunstancias actuales del desorden general en el país:

–Pues nos resultaría muy dificil justificar una intervención militar, sin tener presentes las condiciones que la Constitución prescribe. Pues de una cosa así se trataría, nada menos.

La violencia solamente se puede emplear contra la violencia. Sólo en el caso de la rebelión armada es posible intervenir militarmente desde la cúpula del Reich. Además, debe existir un grupo de apoyo en la misma región que impida que esta intervención tenga el carácter de una guerra contra la propia población. Mi gobierno es un gobierno democráticamente elegido y no puede ni quiere violar los principios básicos de la democracia.

Desde el fondo del salón se oyeron algunas risotadas sarcásticas.

–¡En Múnich y en el Ruhr, sí pudieron intervenir!– se oyó una voz.



–Mire usted señor– le contestó el director– voy a presentarle un testigo directo que puede ilustrar perfectamente el estado de las cosas: El médico de nuestra empresa, doctor Veit, es un hombre muy preocupado por el bien y el progreso de esta empresa y será capaz de darle suficientes razones para que su gobierno olvide los escrúpulos y haga lo que es, en mi opinión, el deber de todo buen patriota. Cuando hayamos oído al doctor Veit tal vez veamos las cosas más claras y podamos ahorrarnos discusiones largas.



Efectivamente el médico se presentó como patriota ferviente. Dijo que desde hacía un par de días se había presentado una nueva situación: una columna de revoltosos se había puesto en marcha desde el este de Turingia bajo el mando de un demagogo peligroso, Max Hölz. Éste había logrado captar varios cientos de seguidores. Todos bien armados y dispuestos a pasar por toda esta región, con la intención de reunir una avalancha humana, tomar los centros urbanos, para lanzarse finalmente contra Berlín.

–Me extraña que el Ministerio del Interior no esté al tanto de esto–. Se dirigió con un tono de reproche al huesped– pero, le puedo asegurar que aquí sí estamos preparados. Los estamos esperando. No vamos a dejar la patria sola en el momento de mayor peligro. Sentimos la necesidad de liberarnos del gobierno de esta chusma y no nos faltan los medios para ello. Lo que necesitamos es un gesto importante de apoyo.–

–Mi gobierno no quiere la guerra civil. Esto debe de estar claro. Si viene la policía armada, es para impedirla.

El Secretario estaba nervioso. La discusión había cogido un rumbo que se le escapaba de las manos. ¿Qué diría el señor Ministro de todo esto.?

–No se preocupe usted– se oyó la voz del barón von Heerhausen que era uno de los socios más antiguos–. Nosotros conocemos a la gente. Ellos en el fondo no son malos. Cuando ellos vean unos buenos uniformes y bayonetas huirán como los conejos.

–Mantengan la calma, por favor– pidió otra voz–. No piensen siempre en lo peor.

Aquí siempre nos hemos entendido por las buenas y razonando. Se habló de personas como si fueran conejos y no estoy de acuerdo. Muchos o la mayoría de ellos han sido soldados y son todo menos cobardes. Yo me he criado en Prusia y quiero morir en Prusia y en ningún país de barbarie asiática. No comparto estos principios que he oido aquí y siento que voy a tener que despedirme.

Se levantó y se fue. Dejemos a este Junker en el anonimato. Tal vez lo encontraremos más tarde en esta crónica.



El director, finalmente, trató de calmar los ánimos:

–Señores, tenemos claro que es nuestro interés producir y hacer negocios. Bienvenido sea lo que favorece este principio. La política, señores, se lo dejamos a los que están llamados para ello.

Extendió las manos y dirigió una mirada al Secretario de Estado.

–Gracias, doctor, por sus noticias. El señor Secretario de Estado sabrá sacar sus conclusiones.–

El doctor se levantó, saludó militarmente y se fue.



–¿Se puede tener confianza en este hombre?– preguntó el Secretario.

–¿Qué más remedio queda?– contestó el director.

–A mi me parece el “Putschist“3 en su forma más común– concluyó.

–Habrá que apagar el fuego con el fuego– se dejó oir el señor von Heerhausen.

–¿Qué otro remedio hay?

–Aquí los dados están echados ya– dijo el director–. Usted. haga lo que más le convenga.



Y con esto se levantó la sesión. No se había redactado ningún acta protocolaria.

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