lunes, 20 de julio de 1992

Capítulo 8: “¡Fritz, nos han traicionado!"

Se fue el emperador y se quedaron sus generales“, se podía leer en grandes letras en la carta recien llegada desde Berlín. Eva la había abierto, toda temblando:

–¿Dónde se ha quedado este hombre? En todas partes regresan los soldados, menos él.–

–Es la desmovilización total– dijo Kurt que sabía de estas cosas.

–Se ha quedado pegado en Berlín– espetó Gertrud con rabia.

Efectivamente, así era. F.W.Peter se había quedado en Berlín, donde había llegado desde el Este después de un largo viaje en trenes destartalados. Y aquí, en Berlín, manejaba ahora carruaje y caballos. Había topado con la imprenta del periódico Rote Fahne, el medio de la izquierda revolucionaria y allí prestaba sus servicios. Se puede decir que lo llamaba la vocación y no la necesidad. Su carta era bastante polémica, nerviosa e impersonal:

“No debemos quedarnos en la mitad del camino. La rueda tiene que dar la vuelta completa“,

y agregaba: “Regresaré a casa tan pronto como pueda“.

–¡Qué ideas tiene este hombre! ¡Las otras niñas tienen un padre normal!– Gertrud estaba muy enfadada.

–La guerra pasó y este hombre aún continúa– dijo Eva con resignación.

–Él sabrá lo que hace. No se perderá– agregó Fritz.



Sin embargo, todos estaban decepcionados. Lo habían esperado tan ansiosamente. Tuvieron que comprender que aparentemente había otras cosas más importantes que su familia.

Al fin, después de dos meses FWPeter de pronto y sin previo aviso se presentó delante de su casita. Era enero de 1919. Había sido eliminado el levantamiento revolucionario del grupo Espartaco por el gobierno formado por los socialdemócratas, Ebert, Scheidemann y Noske.

Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg habían sido víctimas de la represión militar en un vil asesinato. Pero, el Partido Comunista Alemán ( KPD) había sido fundado y uno de sus miembros fundadores F.W.Peter, suboficial del ejército prusiano, condecorado y desmovilizado después, se encontraba ahora delante de su casa cubierta de nieve. El padre había llegado, metido en su abrigo militar largo, y esperaba con los brazos abiertos que sus hijos le tumbaran sobre la nieve. Todos cayeron juntos a la nieve.
Lo metieron en la casa y, como antes, trataron de quitarle las botas y el abrigo y de ponerle las pantuflas. Le ofrecieron los puros que Fritz había conseguido con mucha dificultad y Eva sacó un plato con leche caliente de la cabra con pedazos de pan dentro. Peter dijo no a todo esto:

–Tengo que salir otra vez. Allí está el carro con los caballos.

Eva pensaba, “casi no ha cambiado. Sólo el pelo, lo tiene blanco“.

Todavía no se había dado cuenta que faltaba uno de sus hijos. Pero pronto hizo la pregunta que todos temían:

–¿Y Walter?

Poco a poco le fueron contando todo lo que había sucedido. Eva y Gertrud y Martha no hablaron porque lloraban.Todos hablaron más de lo que habían hecho para impedir el accidente y para salvarlo que sobre el hecho mismo. Peter tras mirar a Eva la abrazó:

–Dejemos esto ahora para otra ocasión– decía–. Y ella siempre sola y con todos vosotros.

Se callaba.
El padre no era cruel ni insensible. Pero todos lo podían ver: no le había hundido la noticia de la tragedia.

–¿Y Fritz?– preguntó.

–Trabajando en Bitterfeld– dijo Gertrud– pronto vendrá.

Peter necesitaba la ayuda de su hijo. A veces miraba hacia afuera. Tenía que descargar lo que llevaba escondido en el carro y había que esconderlo en un lugar secreto y seguro.


F.W.Peter era el mismo que antes. Había decidido tomar parte activa en la locura de su época.

Su mentalidad exaltada y nerviosa fue compartida por numerosos contemporáneos que sintieron una forma de delirio de omnipotencia. Se creyeron autorizados a iniciar una nueva creación. Estaba deprimido porque su obsesión no se había hecho realidad en Berlín, en la capital del mundo entero, según su forma de ver. Hasta el mismo Lenin había pensado que la revolución de los soviets sólo podía considerarse un éxito, si lograra triunfar en Berlín también.

Peter estaba convencido de que había llegado la hora de un nuevo comienzo sobre la tierra y de que de las ruinas del pasado tendría que nacer el Fénix de la redención de los hombres y su felicidad definitiva. F.W.Peter estaría en el centro mismo del mundo nuevo como un semidios, la incarnación de un Hércules, con un puro grueso en la boca.

¿A quién extrañaría que fueran muy pocos los que estuvieran dispuestos a seguirle por este camino?

Sus hijos, que tanto le habían esperado, se sentían decepcionados. Querían abrazar a su padre, y el que llegó era un revolucionario con el pelo blanco y los ojos brillantes como dos estrellas cuando se trataba de hablar sobre la gran Revolución.

–Ahora es el tiempo justo– decía Peter a quien quisiera oírle.

–Han tenido que pasar generaciones para que esto se presente. Y no se repetirá tan pronto, tal vez pasarán varias generaciones más hasta que vuelva un momento así.

Su mirada se hacía dura y decidida. Pero sólo Fritz parecía seguirle- temporalmente - como hijo y camarada fiel.

El viejo estaba dispuesto a todo. Debajo de la lona del carruaje había escondido armas de infantería y municiones. Cuando finalmente Fritz regresó, lo descargaron todo al amparo de la oscuridad de la noche y escondieron el arsenal en los rincones secretos de la vieja casa.

–Propiedad de un ejército derrotado– dijo el viejo–. Ahora servirá para una causa mejor. En Berlín está todo perdido. Los Sozi nos han traicionado y nos matan.

En plena noche, el viejo se puso en el camino para devolver el carruaje y los caballos a su dueño.

F.W.Peter empezaba a desarrollar una intensa actividad política. Él que hubiera preferido la soledad, ahora buscaba el público para extender su mensaje. Mucha gente se extrañaba viendo la transformación de este hombre. Había llegado su hora. Era esta la hora de un profeta que sale de la sombra, de un anonimato pasivo, a pisar la luz del escenario público. Peter creía con pleno derecho para hacer lo que hacía. Tal vez esto era el secreto de su éxito relativo. Su arma era la credibilidad. Su misión consistía en comunicar algo así como la ley de la historia. Con paciencia y dedicación explicaba a quien lo quisiera escuchar, que ya no era socialdemócrata, que ahora era comunista y presentaba esta opción como un título de nobleza.

Según sus criterios, ya no se trataba de modificar un régimen vencido por el tiempo y las circunstancias, sino de reemplazarlo por una forma de gobierno totalmente nueva:

–¡Otro mundo ha de nacer!

–Tenemos que seguir la ruta que trazó la gran Revolución de Octubre, sin imitar sus excesos– decía y levantaba el puño.

Estos excesos, como él decía, eran parte de la herencia bruta e incivilizada del régimen anterior en Rusia que era un país semiasiático. No tenían porqué repetirse en un medio como el prusiano, tan admirado por el mismo Lenin por su alto nivel cultural y administrativo. Nadie sería fusilado en una revolución a la alemana. Y si había armas, estas serían usadas para defensa de la Revolución y nada más. Sí, era cierto, tenía que haber limitaciones de la libertad individual. No serían permitidas las actividades políticas de los enemigos de la Revolución y él no veía, por qué usar el guante blando contra los responsables de la política imperialista del pasado que habían dejado el país en la desgracia. También advertía que la Revolución no podría hacer que lloviera maná del cielo.

–¡Somos pobres y seguiremos siendo pobres durante mucho más tiempo! No sabemos todavía lo que nos impondrán nuestros vencedores, lo cual no será poca cosa. Nos echarán la culpa de todo lo habido y por haber. Pero levantaremos la cabeza como Fénix que salió de entre las cenizas.

El hombre callado de antes, de la noche a la mañana se hizo el personaje más conocido en toda la comarca. Peter de Mühlbeck presidía todas las reuniones y mitines de la comarca.

A Fritz le contaba como había sido aquel momento de su transformación definitiva:

Hasta las líneas prusianas había llegado el alboroto de los rusos cuando decidieron destituir a sus oficiales para formar comités y negociar el armisticio.

Había visto el miedo de los oficiales alemanes cuando llegaban los representantes de los sóviets.

–¡Esperad!– había dicho él–.¡Esperad que lleguemos a casa!¡Ya nos tocará a nosotros!----

–Y ahora estamos en casa. Lo que aprendimos los soldados debe servir para construir un futuro nuevo. Comencemos aquí, ganaremos Sajonia y después‚ Berlín. Esto será la cumbre, el triunfo final.

Hizo una pausa y se rasgó la cabeza:

–Y mañana plantaremos la bandera roja sobre el tejado del Barón.


Si echamos una mirada al pasado abriendo el libro de la historia de la región de Sajonia, encontramos que Peter disponía de mucha compañía. El libro contiene numerosas imágenes que parece que hayan resucitado en esta nueva situación. Esta era la tierra de la Reforma y de la agitación campesina, de los sermones e himnos de Thomas Münzer y los campesinos exaltados. Si el viento era favorable, hasta se podían oír las campanas de la ciudad de Wittenberg. Cuatrocientos años antes habían ardido aquí las casas señoriales y “Adán el labrador y Eva la tejedora“ habían intentado vivir sin gentilhombres y canónigos. Habían enarbolado la bandera con el Arco Iris para declarar desobediencia a sus señores medievales.

Intento fracasado, pero no inútil, como decía Peter. Y había gente que decían haber visto un Arco Iris encima de la casa del Barón cuando Peter proclamaba allí la llegada de la Revolución.

“Todo el poder para los comités“, así estaba escrito con letras grandes y rojas sobre la pared que había sido blanca y el polvo del carbón había teñido de un color indefinido.

–Ahora vienen– decía la gente. La escena tenía algo de teatral.

Y vinieron. Era un día de los maravillosos que contiene a veces esta primavera. Los ceresos estaban en flor y el aire olía a pistachos. El pequeño grupo había tomodo el camino directo. Uno de los muchachos llevaba la bandera. Fritz y Karl iban también. En medio iba F.W.Peter muy derecho y dispuesto a ocupar el escenario.

Y el gendarme estaba con fiebre en la cama.

Cruzaron aquel prado donde crecía el trébol y donde más de una liebre había perdido la vida.

Y un pobre perro danés también, como decían las malas lenguas.

Pero, este era un día especial. Así, en formación se movían al compás. Entraron por la puerta grande que el Barón ya había dejado abierta. Subieron al salón donde el Barón los esperaba.

–¿Qué quieres Peter con tus compinches?

–Se acabó el gobierno de los Junker, Barón.

–¿Quién dice esto?

–Nosotros, que fuimos los siervos y los criados.

–¿Y quién autoriza esto?

–No necesitamos más autorización que la nuestra. Pero aquí tienes la resolución del convento de los comités de toda la comarca. ¡Léelo y cúmplelo! Te lo aconsejo. Seremos vigilantes.

Si deseas algo me encuentras en el ayuntamiento.–

Con esto se dirigió al que llevaba la bandera:

–¡Sube arriba y colócala sobre el tejado!

El Barón permaneció mudo. Finalmente Peter interrumpió el silencio:

–¿Y tu hijo?–

–Ha caido en Flandes– contestó el Barón.

–Lo siento– dijo Peter

Antes de salir, el Barón le llamó:

–Peter, estás cometiendo un error y te arrepentirás.

–No te preocupes de mis errores– contestó este.

Desde lejos las gentes del pueblo contemplaron la bandera sobre el tejado del Junker.

Peter se dirigió a los suyos:

–No toleramos a los Junker. Pueden convivir con nosotros, pero cumpliendo nuestras leyes.–

–Su hijo murió– musitó Fritz– en Flandes, “la muerte cabalga en Flandes“.

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