Se
fue el emperador y se quedaron sus generales“, se podía leer en
grandes letras en la carta recien llegada desde Berlín. Eva la había
abierto, toda temblando:
–¿Dónde
se ha quedado este hombre? En todas partes regresan los soldados,
menos él.–
–Es
la desmovilización total– dijo Kurt que sabía de estas cosas.
–Se
ha quedado pegado en Berlín– espetó Gertrud con rabia.
Efectivamente,
así era. F.W.Peter se había quedado en Berlín, donde había
llegado desde el Este después de un largo viaje en trenes
destartalados. Y aquí, en Berlín, manejaba ahora carruaje y
caballos. Había topado con la imprenta del periódico Rote Fahne, el
medio de la izquierda revolucionaria y allí prestaba sus servicios.
Se puede decir que lo llamaba la vocación y no la necesidad. Su
carta era bastante polémica, nerviosa e impersonal:
“No
debemos quedarnos en la mitad del camino. La rueda tiene que dar la
vuelta completa“,
y
agregaba: “Regresaré a casa tan pronto como pueda“.
–¡Qué
ideas tiene este hombre! ¡Las otras niñas tienen un padre normal!–
Gertrud estaba muy enfadada.
–La
guerra pasó y este hombre aún continúa– dijo Eva con
resignación.
–Él
sabrá lo que hace. No se perderá– agregó Fritz.
Sin
embargo, todos estaban decepcionados. Lo habían esperado tan
ansiosamente. Tuvieron que comprender que aparentemente había otras
cosas más importantes que su familia.
Al
fin, después de dos meses FWPeter de pronto y sin previo aviso se
presentó delante de su casita. Era enero de 1919. Había sido
eliminado el levantamiento revolucionario del grupo Espartaco por el
gobierno formado por los socialdemócratas, Ebert, Scheidemann y
Noske.
Karl
Liebknecht y Rosa Luxemburg habían sido víctimas de la represión
militar en un vil asesinato. Pero, el Partido Comunista Alemán (
KPD) había sido fundado y uno de sus miembros fundadores F.W.Peter,
suboficial del ejército prusiano, condecorado y desmovilizado
después, se encontraba ahora delante de su casa cubierta de nieve.
El padre había llegado, metido en su abrigo militar largo, y
esperaba con los brazos abiertos que sus hijos le tumbaran sobre la
nieve. Todos cayeron juntos a la nieve.
Lo
metieron en la casa y, como antes, trataron de quitarle las botas y
el abrigo y de ponerle las pantuflas. Le ofrecieron los puros que
Fritz había conseguido con mucha dificultad y Eva sacó un plato con
leche caliente de la cabra con pedazos de pan dentro. Peter dijo no a
todo esto:
–Tengo
que salir otra vez. Allí está el carro con los caballos.
Eva
pensaba, “casi no ha cambiado. Sólo el pelo, lo tiene blanco“.
Todavía
no se había dado cuenta que faltaba uno de sus hijos. Pero pronto
hizo la pregunta que todos temían:
–¿Y
Walter?
Poco
a poco le fueron contando todo lo que había sucedido. Eva y Gertrud
y Martha no hablaron porque lloraban.Todos hablaron más de lo que
habían hecho para impedir el accidente y para salvarlo que sobre el
hecho mismo. Peter tras mirar a Eva la abrazó:
–Dejemos
esto ahora para otra ocasión– decía–. Y ella siempre sola y con
todos vosotros.
Se
callaba.
El
padre no era cruel ni insensible. Pero todos lo podían ver: no le
había hundido la noticia de la tragedia.
–¿Y
Fritz?– preguntó.
–Trabajando
en Bitterfeld– dijo Gertrud– pronto vendrá.
Peter
necesitaba la ayuda de su hijo. A veces miraba hacia afuera. Tenía
que descargar lo que llevaba escondido en el carro y había que
esconderlo en un lugar secreto y seguro.
F.W.Peter
era el mismo que antes. Había decidido tomar parte activa en la
locura de su época.
Su
mentalidad exaltada y nerviosa fue compartida por numerosos
contemporáneos que sintieron una forma de delirio de omnipotencia.
Se creyeron autorizados a iniciar una nueva creación. Estaba
deprimido porque su obsesión no se había hecho realidad en Berlín,
en la capital del mundo entero, según su forma de ver. Hasta el
mismo Lenin había pensado que la revolución de los soviets sólo
podía considerarse un éxito, si lograra triunfar en Berlín
también.
Peter
estaba convencido de que había llegado la hora de un nuevo comienzo
sobre la tierra y de que de las ruinas del pasado tendría que nacer
el Fénix de la redención de los hombres y su felicidad definitiva.
F.W.Peter estaría en el centro mismo del mundo nuevo como un
semidios, la incarnación de un Hércules, con un puro grueso en la
boca.
¿A
quién extrañaría que fueran muy pocos los que estuvieran
dispuestos a seguirle por este camino?
Sus
hijos, que tanto le habían esperado, se sentían decepcionados.
Querían abrazar a su padre, y el que llegó era un revolucionario
con el pelo blanco y los ojos brillantes como dos estrellas cuando se
trataba de hablar sobre la gran Revolución.
–Ahora
es el tiempo justo– decía Peter a quien quisiera oírle.
–Han
tenido que pasar generaciones para que esto se presente. Y no se
repetirá tan pronto, tal vez pasarán varias generaciones más hasta
que vuelva un momento así.
Su
mirada se hacía dura y decidida. Pero sólo Fritz parecía seguirle-
temporalmente - como hijo y camarada fiel.
El
viejo estaba dispuesto a todo. Debajo de la lona del carruaje había
escondido armas de infantería y municiones. Cuando finalmente Fritz
regresó, lo descargaron todo al amparo de la oscuridad de la noche y
escondieron el arsenal en los rincones secretos de la vieja casa.
–Propiedad
de un ejército derrotado– dijo el viejo–. Ahora servirá para
una causa mejor. En Berlín está todo perdido. Los Sozi nos han
traicionado y nos matan.
En
plena noche, el viejo se puso en el camino para devolver el carruaje
y los caballos a su dueño.
F.W.Peter
empezaba a desarrollar una intensa actividad política. Él que
hubiera preferido la soledad, ahora buscaba el público para extender
su mensaje. Mucha gente se extrañaba viendo la transformación de
este hombre. Había llegado su hora. Era esta la hora de un profeta
que sale de la sombra, de un anonimato pasivo, a pisar la luz del
escenario público. Peter creía con pleno derecho para hacer lo que
hacía. Tal vez esto era el secreto de su éxito relativo. Su arma
era la credibilidad. Su misión consistía en comunicar algo así
como la ley de la historia. Con paciencia y dedicación explicaba a
quien lo quisiera escuchar, que ya no era socialdemócrata, que ahora
era comunista y presentaba esta opción como un título de nobleza.
Según
sus criterios, ya no se trataba de modificar un régimen vencido por
el tiempo y las circunstancias, sino de reemplazarlo por una forma de
gobierno totalmente nueva:
–¡Otro
mundo ha de nacer!
–Tenemos
que seguir la ruta que trazó la gran Revolución de Octubre, sin
imitar sus excesos– decía y levantaba el puño.
Estos
excesos, como él decía, eran parte de la herencia bruta e
incivilizada del régimen anterior en Rusia que era un país
semiasiático. No tenían porqué repetirse en un medio como el
prusiano, tan admirado por el mismo Lenin por su alto nivel cultural
y administrativo. Nadie sería fusilado en una revolución a la
alemana. Y si había armas, estas serían usadas para defensa de la
Revolución y nada más. Sí, era cierto, tenía que haber
limitaciones de la libertad individual. No serían permitidas las
actividades políticas de los enemigos de la Revolución y él no
veía, por qué usar el guante blando contra los responsables de la
política imperialista del pasado que habían dejado el país en la
desgracia. También advertía que la Revolución no podría hacer que
lloviera maná del cielo.
–¡Somos
pobres y seguiremos siendo pobres durante mucho más tiempo! No
sabemos todavía lo que nos impondrán nuestros vencedores, lo cual
no será poca cosa. Nos echarán la culpa de todo lo habido y por
haber. Pero levantaremos la cabeza como Fénix que salió de entre
las cenizas.
El
hombre callado de antes, de la noche a la mañana se hizo el
personaje más conocido en toda la comarca. Peter de Mühlbeck
presidía todas las reuniones y mitines de la comarca.
A
Fritz le contaba como había sido aquel momento de su transformación
definitiva:
Hasta
las líneas prusianas había llegado el alboroto de los rusos cuando
decidieron destituir a sus oficiales para formar comités y negociar
el armisticio.
Había
visto el miedo de los oficiales alemanes cuando llegaban los
representantes de los sóviets.
–¡Esperad!–
había dicho él–.¡Esperad que lleguemos a casa!¡Ya nos tocará a
nosotros!----
–Y
ahora estamos en casa. Lo que aprendimos los soldados debe servir
para construir un futuro nuevo. Comencemos aquí, ganaremos Sajonia y
después‚ Berlín. Esto será la cumbre, el triunfo final.
Hizo
una pausa y se rasgó la cabeza:
–Y
mañana plantaremos la bandera roja sobre el tejado del Barón.
Si
echamos una mirada al pasado abriendo el libro de la historia de la
región de Sajonia, encontramos que Peter disponía de mucha
compañía. El libro contiene numerosas imágenes que parece que
hayan resucitado en esta nueva situación. Esta era la tierra de la
Reforma y de la agitación campesina, de los sermones e himnos de
Thomas Münzer y los campesinos exaltados. Si el viento era
favorable, hasta se podían oír las campanas de la ciudad de
Wittenberg. Cuatrocientos años antes habían ardido aquí las casas
señoriales y “Adán el labrador y Eva la tejedora“ habían
intentado vivir sin gentilhombres y canónigos. Habían enarbolado
la bandera con el Arco Iris para declarar desobediencia a sus
señores medievales.
Intento
fracasado, pero no inútil, como decía Peter. Y había gente que
decían haber visto un Arco Iris encima de la casa del Barón cuando
Peter proclamaba allí la llegada de la Revolución.
“Todo
el poder para los comités“, así estaba escrito con letras grandes
y rojas sobre la pared que había sido blanca y el polvo del carbón
había teñido de un color indefinido.
–Ahora
vienen– decía la gente. La escena tenía algo de teatral.
Y
vinieron. Era un día de los maravillosos que contiene a veces esta
primavera. Los ceresos estaban en flor y el aire olía a pistachos.
El pequeño grupo había tomodo el camino directo. Uno de los
muchachos llevaba la bandera. Fritz y Karl iban también. En medio
iba F.W.Peter muy derecho y dispuesto a ocupar el escenario.
Y
el gendarme estaba con fiebre en la cama.
Cruzaron
aquel prado donde crecía el trébol y donde más de una liebre había
perdido la vida.
Y
un pobre perro danés también, como decían las malas lenguas.
Pero,
este era un día especial. Así, en formación se movían al compás.
Entraron por la puerta grande que el Barón ya había dejado
abierta. Subieron al salón donde el Barón los esperaba.
–¿Qué
quieres Peter con tus compinches?
–Se
acabó el gobierno de los Junker, Barón.
–¿Quién
dice esto?
–Nosotros,
que fuimos los siervos y los criados.
–¿Y
quién autoriza esto?
–No
necesitamos más autorización que la nuestra. Pero aquí tienes la
resolución del convento de los comités de toda la comarca. ¡Léelo
y cúmplelo! Te lo aconsejo. Seremos vigilantes.
Si
deseas algo me encuentras en el ayuntamiento.–
Con
esto se dirigió al que llevaba la bandera:
–¡Sube
arriba y colócala sobre el tejado!
El
Barón permaneció mudo. Finalmente Peter interrumpió el silencio:
–¿Y
tu hijo?–
–Ha
caido en Flandes– contestó el Barón.
–Lo
siento– dijo Peter
Antes
de salir, el Barón le llamó:
–Peter,
estás cometiendo un error y te arrepentirás.
–No
te preocupes de mis errores– contestó este.
Desde
lejos las gentes del pueblo contemplaron la bandera sobre el tejado
del Junker.
Peter
se dirigió a los suyos:
–No
toleramos a los Junker. Pueden convivir con nosotros, pero cumpliendo
nuestras leyes.–
–Su
hijo murió– musitó Fritz– en Flandes, “la muerte cabalga en
Flandes“.
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