Heinrich Heine escribió en
el texto
"Französische Zustände" lo que observó en París durante la
peste de cólera sucedida en los primeros
años del S XIX. El mencionado ensayo editado
bajo ese título por el editor alemán del
poeta en Hamburgo,lo traduzco y comento en su parte principal, las apreciaciones de Heine, fechadas el 19
de abril de 1832.
Tal vez encuentre interés actual
en estos tiempos del ébola por parte de los lectores del Blog Augenblicke -
Miradas.
>Estoy
hablando del cólera que nos gobierna aquí - sin limitaciones ni respeto al
estado social o al credo político de sus víctimas; las está tumbando por miles.
Esta
peste no ha sido tomada en serio, porque de Londres habían llegado noticias diciendo que se cargaba relativamente poca
gente. Y al comienzo existió una tendencia a burlarsede este mal. Se creyó que
el señor Cólera para ser respetado cuidaría su reputación. Por eso el Cólera se
vió obligado a tomar medidas similalares a las aprobadas por los señores
Robespierre y Napoleón , porque para ser
respetado hay que diezmar a la población.
Pues
la gran miseria que aquí hay y la insalubridad general, la ausencia de medidas
de prevención y de cuidado hicieron que el Cólera fuera más temible que en cualquier
otra parte.
Había
sido anunciada su llegada para el día 29 de marzo; y porque este es día de
carnaval los parisinos se divertían alegremente sobre los bulevares, donde
desfilaron disfraces ridiculizando el temor ante esta enfermedad. La misma
noche las fiestas bailables fueron más frecuentadas que nunca. Risas, música y
el baile Chahût iban calentando el ambiente. Se consumieron helados y bebidas
frías. Hasta que - de pronto - el más alegre de los arlequinos sintió mucho
frío por las piernas. Se quitó la máscara y, todos sorprendidos, vieron una
cara de color azul- violeta .
Ahora, todos notaron que eso ya no era un chiste, y
directamente de la sala de baile - la Redoute - transporaron una carreta
cargada de gente al Hôtel-Dieu, al hospìtal general, y allí disfrazados como habían llegado, murieron. Se oyeron
gritos de miedo en todas partes, y los
muertos fueron enterrados rápidamente tan alegres como habían vivido, alegres
reposan ahora bajo tierra.<
>Entonces
cundían rumores de que no era la enfermedad la que mataba a la gente sino un
veneno y que el envenenamiento podía provenir del mercado de verduras, de los
panaderos, de carniceros o de vendedores de vino. Y mientras más exóticas
fueron las teorías, más las creía la
gente asustada.
Hasta
la policía colaboró con esa fobia, por difundir la noticia de que investigaban el caso y que ya había pistas sobre las que se
estaba trabajando.
"¡Esto
es increible!" gritaron los más viejos que aunque se acordaban de la
Revolución no recordaban nada peor que lo que estaban sufriendo ahora.
"¿Franceses, dónde está nuestro honor?" preguntaron, poniéndose las
manos en la cabeza. Mujeres con sus bebés en brazos recorrían las calles y la
pobre gente no se atrevía a beber ni a comer.
En
las esquinas se formaron grupos de personas enfadadas y allí fue donde se
decidió registrar a los transeuntes desconocidos para ver qué llevaban en sus
bolsillos. Fueron dedectados varios "envenenadores"; algunos lograron
escapar; otros fueron golpeados y heridos , además seis personas fueron muertas a golpes. Y en Saint Denis se escuchó el viejo
grito "¡à la la lanterne!"
En
la calle Vaurigard fueron asesinados dos hombres por llevar un polvo blanco en
sus bolsillos y yo mismo vi a algunas mujeres
quitarse los zapatos hechos de madera para golpearles sobre las cabezas hasta
que murieran.
Y un hombre alto y bruto amarró un muerto a
una soga y lo arrastró por el centro de la calle gritando:"¡Voilà le
Choléra-morbus!" Una bella mujer con los pechos desnudos dio patadas al
cadaver al paso y me pidió dinero para comprarse – "un vestido
negro"– decía, porque su madre
había muerto dos horas antes.
Un
día después fue publicado la noticia de que aquellas personas habían sido inocentes, y
el polvillo hallado en sus bolsillos era simplemente un remedio contra el
cólera.
Debo
alabar a la prensa porque supo calmar la situación que la policía había agitado.
Y la gente, tal como se enfurecieron, se desenfadaron nuevamente, arrepentidos
de los excesos cometidos presentaron después un cuadro de dulzura y suavidad.<
Heinrich Heine- observador crítico del ambiente- describe
una situación que no se esperaba en la ciudad de la luz.
Luz de la razón y templo del bienvivir, así al menos
lo exige un cliché. La ciudad de Paris, donde rápidamente renace este grito:
"¡à la lanterne!", una ciudad que tradicionalmente
reune los extremos,sin digerirlos produciendo novedad, también en la moda.
Aun no habían nacido las avenidas que marcan el
estilo parisino hasta hoy. La labor de la artillería de turno para poner el
pueblo en jaque mate, y el genio del arquitecto Hausmann tardaría todavía uno
años.
Lo que Heine observa es una ciudad bajo el imperio del miedo.El
Cólera simboliza la inestabilidad de la existencia. Y eso, en medio de fiesta y
de optimismo generalizado. A la mitad de caranavales se presenta el Cólera, que
personalizado exige respeto y para conseguir eso, mata o diezma la gente.
No hay nada que hacer, son fuerzas mayores. Todas
las sociedades pasan al desequilibrio
bajo la fuerza de la catástrofe. Personas pacíficas se vuelven terroristas, y
la volencia que llevamos dentro brota a flor de la piel. Se busca al culpable
para desahogar esa ira antes de pasar a la resignación.
Aprendemos que grandes catástrofes no desatan la
compasión, la solidaridad, como se piensa comunmente. Al contrario, estimulan
el deseo del desquite, de la venganza. Históricos resentimientos se desahogan
impunemente. El barniz de la civilización facilmente se rompe, y el pogrom
contra la minoría judía, la persecución de inocentes y expulsiones de la vida
cotidiana, se convierte en hechos posibles. La convivencia de siglos puede
quebrarse. Las fobias colectivas son causa de
persecución, violencia y destierro. Se desatan con facilidad porque hay
una predisposición a ello en el carácter humano. No somos inocentes.
Hay un consuelo, porque consta que las maldades no
son duraderas. Se agotan estos actores después de haber cometido lo suyo. El
ánimo cansado vuelve a la normalidad
cuando agota su reserva vital o se aburre.
¡Ya basta! nos lo dice la mente horrorizada antes de
sentir la llamada de la conciencia, la maravillosa fuente de inspiración
humanista. Cuando ya es tarde, nos acordamos de ella. Nos maravilla la hermosa
sentencia de Manuel Kant, "der Moralische Imperativ" - el imperativo
moral, que todos lo llevamos guardado bajo la llave de nuestra conciencia, y
que ha causado tanta admiración al filósofo de Königsberg.
Sabemos del bien hacer, aunque no hayamos sido
instruidos; hemos nacido con él. ¡Qué maravilla!
¿Sirve este saber durante los tiempos del Cólera?
Sabemos algo de eso por medio de la literatura, pero
hasta que no nos suceda personalmente, no sabemos nada.
Cuando cuerpo y mente se encuentran en estado de
sitio, bajo amenaza de la muerte, todo es posible. En Paris y en todos los
lugares.
¡No nos hagamos falsas ilusiones!
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