miércoles, 26 de noviembre de 2014

Heinrich Heine: Sí Madame, allí nací yo

>Sí Madame, allí nací yo, y digo eso, por si después de mi muerte otras ciudades reclamen el honor de ser mi ciudad natal. Düsseldorf es una ciudad junta al Rin; ahí viven 16000 personas y otras cien mil están enterrados. Entre ellos hay algunos que debieran vivir todavía - dice mi madre - por ejemplo mi abuelo y mi tío, el viejo von Geldern y el joven von Geldern; ambos doctores famosos, salvaron a mucha gente y sin embargo han tenido que morir.
La muy piadosa Úrsula que me meció a mi en sus brazos cuando era chiquito; y un rosal crece encima de su tumba, porque ella quiso mucho el olor de las rosas, porque era puro olor de rosas y bondad. También el sabio pastor, el viejo canónigo, está ahí enterrado. Ya no era más que ideas y parches estudiando de día y de noche, como preocupado por que las lombrices encontraran algunas ideas menos en su cabeza.
Y ahí reposa también el pequeño Wilhelm -  y eso fue culpa mía.
Fuimos compañeros de clase en el monasterio franciscano, y jugábamos sobre aquel lado donde entre muros pasa el río Düssel. Y yo le dije:
–¡Wilhelm, recoge este gatito que acaba de caer al agua!
Y él bajó, montó sobre una tabla que cruzó el río, sacó el gatito del agua y se cayó dentro; y cuando le sacaron estuvo mojado y nuerto; el gatito vivió durante mucho tiempo.
La ciudad de Düsseldorf es muy bonita, y cuando piensas en ella en la lejanía, si naciste allí, te sientes muy raro. Yo allí nací, y siento como si pudiera ir a mi casa. Esa casa, situada en la Bolkerstrasse, ha de ser muy importante algún día. Y yo le mandé a decir a la actual dueña que no la venda porque le darán mucho dinero las turistas inglesas cuando vienen para ver la habitación donde yo vi la luz del mundo.< 
                  Heinrich Heine, Das Buch Le Grand, Cap. VI


¿Cuándo se inicia un escritor?
Las impresiones que Heinrich Heine nos dejó escritas sobre su ciudad natal indican que eso sucede en la infancia. Siendo niños nos proyectamos a lo que seríamos como adultos: Seríamos seres  sensibles y vivos observadores de  nuestro alrededor o centrados sobre nosotros mismos, registrando estrictamente lo que nos conviene, lo que interesa.
Heine nació y quiso ser observador; registró y guardó las imágenes de su ciudad natal para siendo adulto pasarlas a palabras del escritor irónico que fue.
La pequeña ciudad de Düsseldorf - hoy es grande -  como nos la pinta Heine nos cae bien. Compartimos la nostalgia que siente el exiliado hacia su ciudad natal, hacia su gente, todos muertos, pero recordados en un cuadro de idilio humano.
La gente que nos presenta son dignos de recordar porque son sencillos y buenos. Ahí tenemos el aya que meció al niño en sus brazos, piadosa la llama y amante de las rosas; por eso, alguien sembró un rosal sobre su tumba. Y ahí está este canónigo estudioso, preocupado de su saber más que de su cuerpo, un desastre de parches que cubren heridas incurables. Y sobre todo, esa muerte grotesca del pequeño Wilhelm, amigo de Harry -así se llamaba Heine originalmente- quien al rescatar un gatito muere ahogado. Pero Harry tiene la culpa, eso confiesa ahora el adulto Heinrich, por haberle incitado a arriesgar su vida. Confesión tardía, porque el joven Harry con seguridad no lo admitiría ante el dolor y el llanto de los familiares del niño que se ahogó. Pocos fueron los que sabían nadar en aquella época, ni los marineros supieron.
Temprano se inicia el escritor en la tragedia que es la vida, y sacar la sonrisa ante la muerte es el gran mérito que posee la obra del escritor. Lo que la filosofía llama antropocéntrico, en el caso del escritor Heinrich Heine es la maestría del artista, observador de vidas. A Heine le entusiasman los ambientes humanos, ideas y teorías le son indiferentes, igual que los monumentos que decoran las ciudades.
Ahí está el príncipe elector sentado sobre su caballo de bronce, y el pequeño Heine se monta encima para contemplar mejor la entrada de las tropas francesas y al gran corso, Napoleón Bonaparte, quien montado sobre su caballo blanco cruce el cesped del parque central; y el atento observador sentado sobre el caballo de bronce y agarrado al príncipe elector se da cuenta de algo importante: La policía no se lo prohibe. Heine despierta a la vida y el saludo "¡Vive  l´Empéreur!" le sale facilmente de los labios mientras agarrado está a la estatua del príncipe, quien se ha ido, dejando  su pueblo solo y abandonado en manos de "liberté. égalité y fraternité".
Para el pequeño Heine, Düsseldorf se transforma en metáfora de la contradicción vital de su vida como adulto. Pues, ya que la liberté no viene en busca mía, tengo que buscarla yo, diría él; y su vida se transforma en exilio permanente.
Y ahí quedó Düsseldorf, su ciudad, que duró más de cien años  hasta nombrar a Heine ciudadano de honor y decorar la universidad con su nombre.  Por fin tiene un monumento que recuerda donde nació. Pero todavía no han llegado las turistas inglesas a pagar dinero, solamente para ver donde nació quien con sarcasmo descartó a Inglaterra de la lista de sus amores:


Gern würd ich nach England gehn,
Wären da nicht Kohlendämpfe
Und Engländer – schon ihr Duft
Gibt erbrechen mir und Krämpfe.

Me gustaría ir a Inglaterra / Si no hubiese esta humareda de carbón / E ingleses - cuyo olor me produce vómito y calambres. /

El amor de Heine por Düsseldorf no tiene remedio; es la ciudad en  pequeña que representa Alemania, la critica y la ama:

Oh Deutschland, meine ferne Liebe,
Gedenk ich deiner, wein´ich fast.

Alemania, mi amor lejano,/ Pensando en ti, me pongo a llorar./

Todo comenzó con la infancia en Düsseldorf y terminó en el Montmartre en Paris.


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