todo cambia
Damals waren die Fürsten noch
keine geplagten Leute wie jetzt --
En aquel tiempo los príncipes
no eran gente tan apenada como ahora, y las coronas las llevaron firmemente
colocadas encima de sus cabezas, y de noche se pusieron un gorrito encima, y
durmieron tranquilos, y juntos a los pies de ellos tranquilos durmieron los
pueblos, y cuando por la mañana despertaron, dijeron >buenos días padre<
y aquellos contestaron >buenos días queridos niños<.
Pero, de un momento al otro,
todo eso cambió....
dice Heinrich Heine, recordando la impresión que le causó, siendo
aun niño, la entrada marcial del ejército francés bajo el mando del mismo
Napoleón Bonaparte en su ciudad natal Düsseldorf, ciudad junto al río Rin y
capital de la actual Renania Westfalia.
¿Qué había sucedido? y ¿Por qué debe interesarnos todavía hoy?
Veremos:
Comparto con aquel niño lo que ve, oye, siente y piensa.
Y yo siendo un niño: ¿Qué vi, escuché y sentí, frente al primer
tanque americano? ¿qué nos une, qué nos separa?
Y Heinrich Heine, quien entonces aun se llamó Harry, continúa:
Pues, cuando nos despertamos
aquel día en Düsseldorf y quisimos decirle >buenos días padre< este se
había ido, y toda la ciudad se hundió en un profundo silencio. La gente caminando
por ahí sin orientación leyeron lo escrito en la puerta del ayuntamiento. Un
soldado viejo estuvo a mi lado llorando, y yo por simpatía también lloré, y el
me dijo:>El Príncipe Elector nos da las gracias< y siguió >por haber
sido súbditos fieles<, y con estas palabras le rodaron lágrimas sobre su
barba blanca, y dice >nos libera de nuestras obligaciones<.
Y en este momento fue retirado
el escudo oficial de la fachada y pareció como si el sol se oscureciese similar
a un eclipse. Los señores consejales caminaron sin oficio de un lado a otro, y
el guarda municipal todopoderoso para los niños no supo qué hacer, cuando el
loco Gumpertz saltando cantó gritando >Ça, ça irà, ça irá, ça irá, les
aristocrats à la lanterne!<
Y yo me fui a casa, lloré
lamentando >Der Kurfürst lässt sich bedanken< - el Príncipe Elector nos
da las gracias -
Mi madre se esforzó a
consolarme, pero llorando me acosté, y durante la noche soñé que el fin del
mundo había llegado: Jardines y praderas fueron recogidos del suelo como si
fueran alfombras, el guarda municipal subió a una larga escalera y recogió el
sol del cielo..... Las estrellas cayeron como hojas amarillas en otoño ....
Cuando desperté, el sol
brillaba como siempre, y el peluquero que había venido a peinar y a arreglar a
mi padre contó todos los pormenores de lo que pasará durante el día: Joaquín
será introducido como Gran Duque y este era de la familia de Napoleón
Bonaparte, casado con una hermana del mismo Napoleón, y era muy guapo y con
seguridad gustaría a todas las mujeres.
Durante todo eso, afuera
sonaron los tambores y yo me asomé, y vi cómo entraron las tropas francesas,
gente cubierta de gloria, que cantando iban ganando el mundo.....
Yo me alegré mucho porque
ibamos a tener a encuartelados, pero mi madre no se alegró de eso, y corriendo
me fui a la Plaza Mayor: Granaderos franceses formaron guardia y los señores
consejales se habían puesto nuevas caras y las mejores ropas, y se miraron uno
al otro en francés y se hablaron> bon jour<.....
Yo con otros niños más, nos
subimos al caballo de bronce del monumento del
Príncipe Elector y contemplamos este bullicio de gente. Pues, toda la
ciudad parecía estar de pie y afuera.....
El balcón del ayuntamiento se
llenó de caballeros, banderas y trompetas, y mientras gritábamos todos
>¡Vivat!< tuve que agarrarme fuerte al brazo de la estatua del Elector
porque me dio vértigo y me pareció escuchar una suave voz que decía
>¡Agárrate a mí!<.
Caminando a la casa vi otra
vez al loco Gumbertz, borracho, cantando >Ça, ça irà, ça irà, ça irà< y a
mi madre le dije >nos van a hacer felices, y por eso hoy no tenemos
colegio<.[1]
La hora
fulminante mía era esa:
Y el día llegó; no recuerdo la fecha
exacta del mes de abril de 1945; eran más o menos las cinco de la tarde cuando
nos fue anunciada su llegada por Annie Kress. Ella regresó corriendo en
bicicleta del vecino pueblo donde había participado en el saqueo de un tren de
carga tiroteado allí por aviones caza. También iba un vagón cargado de
prisioneros de guerra americanos y la gente habló de muchos muertos y heridos
entre ellos.
“Sie kommen”,
era el grito común entre la gente y enseguida de las ventanas hacia la calle
principal sacaron sábanas blancas. Esta señal de rendición practicamente se
hizo sin acuerdo. Días antes un coche había pasado con un altoparlante que
amenazó de muerte a los que eso hicieran
como señal de
cobardía. Pero como todos éramos cobardes, el miedo se compartía. Entró un gran
silencio y pronto oíamos el ruido de la columna de tanques que se acercaba.
“Die Panzerspitze” dijimos porque todos conocíamos la jerga militar. Sabíamos
que antes del grueso vendría el cuerpo explorador para ver si había resistencia
o no. Se oyeron ráfagas de metralladora pesada y temimos lo peor. Sabíamos lo
que pasaría si los exploradores encontraran resistencia. Entonces se retirarían
para dejar el terreno a la aviación y eso habría sido el fin del pueblo. El
avance americano se hacía a paso de tortuga. Ellos a toda costa querían evitar
perder vidas de sus soldados, que tan cerca de la victoria no deberían morir.
Pero fueron ellos mismos que habían tirado sobre la veleta de la iglesia
protestante, una banderita de bronce. Las iglesias católicas llevaban un gallo
para distinguirse. Pero nosotros habíamos bajado a nuestra guarrida en el
sótano de la casa. Allí habíamos pasado muchas horas durante los bombardeos
sobre Frankfurt y ahora se acercaron el ruido de los motores y el chirriar de
las cadenas sobre el pavimento de la calle. Miré por la ventanita estrecha y ví
a mi primer americano sentado en un Jeep con el fusil automático en la mano y
mirando hacia arriba a las ventanas. Después vinieron los tanques y de ellos
sólo vi las cadenas como se movían. Pasaron y ya está, todo quedó como antes,
pero ahora todo era diferente. ¿Dónde estaban las autoridades del pueblo? ¿Los
funcionarios nazi Huck y Raibling? Ellos eran jóvenes, pero nunca vieron la
guerra. Su guerra era mantener el orden y el respeto al régimen en el propio
pueblo. Y ahora se habían escapado con unos cuantos más.
Cuando empezó a
caer la noche se llenó la calle de gente. Muchachas polacas y rusas forzadas a
trabajar en las fincas pasaron cantando. Hombres llevaron antorchas
improvisadas y los viejos comunistas del pueblo portaron banderines rojos como
brazaletes arrancados a una bandera nazi, se presentaron armados de fusiles y
pistolas encontradas en las cunetas. Conocí al viejo Apel por las escenas de
borracho que solía formar y quien ahora, de pronto, se había transformado en un
hombre importante. Ellos ahora buscaron acción.
Gracias a los amigos franceses, el grupo numeroso de prisioneros en el
pueblo, aquello se redujo a teatro. Antes de este día de su liberación, mi abuelo
había sido encargado de vigilarlos cuando salían a trabajos forzados,
reparaciones, etc.
Y ahora, cuando
todo eso había cambiado, dos de ellos llegaron para despedirse de él y de mi
abuela.
Había llegado
el día que todos habíamos esperado, pero aun no estaba completo. Durante toda
la noche se oían ruidos de motores y cuando se levantó el día los vimos, toda
una jauría de carros de combate había cruzado la campiña, a través de los
fértiles campos de trigo y remolacha dejando profundos zurcos imborrables
durante años. El pueblo no lo habían pisado. Se oyeron ráfagas de tiros y hecho
de día la gente encontraron un grupo de soldados alemanes muertos en la cuneta.
Vecinos habían visto cómo se entregaron sin armas y con los brazos en alto. La
respuesta era esa. ¿Por qué? El historiador británico John Keegan tiene la
respuesta probable: Uno de los problemas en la guerra moderna con carros de
combate es ¿qué hacer con prisioneros? La solución más simple es el arma
automática a la mano.[2]
No sé quién se llevó a los muertos. Uno quedó atrás y fue enterrado en el
cementerio del pueblo. Fue una tumba muy cuidada durante años, porque muchas
madres vieron ahí a un hijo que no volvió más o mujeres pensando en el esposo
desaparecido en la lejana estepa rusa..
Días después llegó la infantería en
largas columnas. Gente bien nutrida y en sus uniformes prácticos y limpios
parecían gente de otro mundo. Recuerdo
que uno pidió agua a mi abuela. Se quedó un grupo en el pueblo para registrar
las casas buscando soldados alemanes escondidos. También nos visitaron a
nosotros. Mi madre quitó la foto de mi padre de la pared, estaba vestido de
soldado. Fueron dos que llegaron a la puerta, uno era negro. El primero que ví
en mi vida. Y se fueron despidiéndose. Tal vez se acordaban de sus casas allá
detrás de las Blue Mountains.
Pero este día
también estuvo marcado por una tragedia. Se llevaron al hijo del panadero
Saladé, aquel quien había sido soldadito en una de la baterías antiaéreas.
Había desertado y se refugió en su casa; allí lo escondieron y ahora los
americanos se lo llevaron. Lo sentaron encima de la delantera de un Jeep.
Desapareció para siempre; nunca llegó a ninguna parte; ni se supo quién lo
había denunciado. Durante muchos años los padres no ahorraban esfuerzos ni
dinero para averiguar lo que había pasado a su hijo. Para nada.
Días después cuando todo parecía
normalizarse, de pronto se presentó la guerra en el pueblo de nuevo. Yo los ví
venir. Era un camión militar alemán, SS como después se supo. Pasó raudo por la
calle príncipal. ¿Dónde se habían escondido? ¿Hacia dónde pretendieron huir? No
encontraron la vía hacia el puente sobre el río Nida, cruzaron el pueblo y
llegaron a topar directo delante de los cañones y metralletas de los tanques.
Creo que todo ha sido una cuestión de minutos; todos murieron. Durante días
quedaron sembrados sus cadáveres sobre el cesped verde primaveral. Una casa
también ardió y el resto ha sido silencio. En estos días se acercaron curiosos
y también - ¡qué vergüenza! – saqueadores. Ví una escena que se me grabó para
siempre, una mujer vecina sacó una tableta de chocolate del bolsillo de un
caido y empezó a comérselo. Sé cómo se llama y sé que ha sido una persona
honrada. Sin embargo, yo siempre la miré con desprecio. Años después, cuando
estudié historia, y me enfrenté a documentos de guerras pasadas, la de los
Treinta Años, por ejemplo, comencé a ver estas cosas con mayor tolerancia. El
embrutecimiento es el resultado inevitable de toda violencia cometida por el
hombre. “¡De guerras, pestilencias y hambrunas, libéranos Señor!” rezaba mi
abuela, y yo la comprendí.
Un par de meses
después de eso parecía haberse normalizado nuestra vida, por lo menos la de
los niños. Comenzaron las clases nuevamente, y ahora tuvimos una maestra venida
del este, desde Silesia. Ella había optado por Alemania porque el marido era
alemán; cayó en la guerra. Otros familiares optaron por Polonia y se habían
podido quedar allí. Era ella quien se fijó en mí y me mandó al Gymnasium en
Friedberg. Convenció a mi familia y yo obedecí. Con eso mi vida tomó otra
dirección.
Pero antes
sucedió algo: los caminos y bosques estaban cubiertos de material peligroso que
la guerra había dejado atrás. Había de todo para montar una guerra de
guerrillas. Y los niños éramos curiosos contra toda advertencia. Como de
costumbre nos saltábamos las prohibiciones. Habíamos perdido el miedo a estas
cosas y la ausencia de juguetes nos hizo jugar con la vida. Municiones se
podían desarmar quitándoles su carga. No tocando el detonador aquello era juego
de niños. Cosa sencilla. Mis amigos Ernst, Gundolf y Fritz Raclès activaron una
mina, probablemente antitanque. Me comentaron que tuvieron que recoger sus
cuerpos destrozados de los árboles cercanos. Yo no fui con ellos. Pero la
maestra me obligó a hablar en el entierro. No recuerdo lo que se me ocurrió
decir con voz quebrada y con un ramo de flores en la mano. Creo que fueron dos
o tres frases. Pero era esa una lección inolvidable. Recuerdo hasta hoy
exactamente el escenario como una fotografía viva, me sé todos los detalles.
Tanto, que en alemán no podría escribir sobre eso.
Ha transcurrido un siglo y medio entre los dos escenarios de los
relatos, escenarios que marcaron una profunda intercepción en la vida de niños
observadores. Claro está, la gran mayoría de las personas presentes no compartieron estas
impresiones porque - tal vez - no se dejan impresionar. Recuerdan poco y lo
poco olvidan. Rapidamente se adaptan a las nuevas circunstancias, tan
velozmente que pronto creen que nunca existiera un mundo distinto al que
actualmente están viviendo con otros desmemorizados. La memoria es selectiva, y
el que no siente no recuerda.
Heinrich Heine, humano sensible y escritor ha sido distinto. Le
admiro, aprendí y aprendo mucho de su obra, me está acompañando, me anima a
recordar como ha hecho siempre.
friedrichmanfredpeter
septiembre 14
[1] Traducido de Heinrich Heine, Ideen, Das Buch Le Grand, cap.VI,
Reclam Nr.2623.
[2] John Keegan, Die Schlacht, dtv no 1650. Eliminar a prisioneros –
asesinarlos - cuando estorbaron era
habitual desde que la guerra existe. Está documentado en Azincourt 1415,
Waterloo 1815, Somme1916, en Stalingrad y en la guerra del Irak.
El conocido autor Ernest Hemingway
– siendo corresponsal en Europa en 1944
– ha reconocido haber -quemado-
más de ochenta nazis. Su status era de observador y no de soldado, su arma era
lápiz y papel. Hemingway prefirió usar el revolver contra desarmados.
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