„Bet´Kindlein bet´
Morgen kommt der Schwed´,
Morgen kommt der Oxenstern [1],
Frisst die kleinen Kinder
gern.“
<Reza mi niño reza
mañana viene el Sueco
mañana viene el Sueco
mañana viene el Oxenstern
quien come los niños chicos>
quien come los niños chicos>
Muchos alemanes conocen esta canción de cuna que en distintas variantes
nos la han cantado cuando éramos niños. Como muchos cuentos, el contenido de
esta canción es tétrico, conserva la memoria de una catástrofe histórica, la gran guerra europea,
que se desarrolló sobre suelo alemán entre 1618 y 1648. Esta guerra dejó Alemania devastada, destruidas miles de aldeas
y ciudades, eliminada una gran parte de la población. Amplias zonas parecían un
desierto. Donde antes vivían hombres, ahora aullaban los lobos. Cien años
después, Alemania aun no había recuperado el histórico bienestar que poseía
antes. El centro de Europa se parecía a
un vacío económico, social y cultural y los efectos se han hecho sentir
hasta siglos después. Esto quedó grabado en la memoria colectiva, lo que
demuestran canciones de cuna.
Todo había comenzado como una guerra entre distintas confesiones
cristianas, una guerra por la religión, por la verdadera fe cristiana, para
ver, quién la poseía. Desde la era de la Reforma, un fuego lento consumía por
dentro esta sociedad. La desconfianza, el odio y el masivo intento de revocar
las líneas divisorias entre las confesiones, provocó lo que parecía inevitable.
Bastó una chispa para hacer explotar el polvorín. Había llegado la hora para probar las armas.
La gran masa de la población no tuvo interés en eso, sufrieron lo que parecía
un destino, algo así como la voluntad de Dios. Con resignación se cantaba "conozco a un segador que se llama la
Muerte".
Entre los devastadores y
destructores se destacó Jean Terclaes, Graf von Tilly, generalísimo de la Liga
católica contra la Unión protestante. Tilly quien comenzó su vida con vocación
jesuita, decidió servir a la verdadera fe como soldado en el campo de batalla.
Un genio militar. En 1632 conquistó la ciudad de Magdeburg y la entregó al
pillaje por la soldadesca. Magdeburg, la ciudad protestante, fue arrasada; de
sus 30 000 habitantes lograron salvar la vida 5 000.
Los invasores suecos, defensores de los protestantes – esa era su misión
oficial - contemplaron el panorama desde una
prudente distancia. Su hora aun no había llegado; y además, qué
importaba eso, era normal en tiempos excepcionales. Ellos, a su vez, marcaron
su travesía de Alemania con un camino de destrucción salvaje, avanzaron hasta
Munich, el corazón católico del país. No lograron su objetivo de ganar Viena
y se perdieron en un sinfin de combates,
marchas, alianzas y traiciones hasta que la misma destrucción y la ausencia de
reservas mandó poner fin.
A muchos les parecía el fin del mundo. Cuando a nadie le importaba ya
ser llamado luterano o papista, las alianzas se forjaron completamente
independientes de la cuestión religiosa; el soldado sirvió a quien mejor le
pagaba. Imperó la ley de un sano egoismo de intereses de los estados, y así nació la llamada Paz de Westfalia que dio un nuevo
orden a Europa. Pero el Reich de los alemanes quedó reducido a una quimera,
impotente, un vacío. Una nueva realidad para Europa había nacido: el perfil del
estado soberano moderno, la cuasi autonomía de la nación moderna.
Leyendo atentamente la prensa, noticias invaden la mente y recuerdan estos sucesos más de
trescientos años atrás.
Siria presenta el nuevo panorama de una guerra de religión.
Y guerras de religión no tienen fin, nunca acaban hasta conseguir la
destrucción total, hasta el agotamiento de todas las reservas. El cansancio
físico y moral tiene que ser completo. Ninguno de los partidos contrincantes
cederá hasta que no quede más nada que consumir. Es como un destino fatal que
cae sobre un país y sobre su gente.
Como en el caso histórico de Alemania las diferencias teológicas, las
disputas sobre doctrinas de la fe, en el fondo no tienen importancia. Quien no
las vive ni las entiende. Shiitas son unos, sunitas son otros, además hay
alauitas en medio. Todos ellos creen que es importante matarse, el odio lo
llevan encima desde siglos atrás.
Y como en Alemania a este discurso de religión se superponen los
intereses ajenos, materiales, imperiales. Al toque de los tambores de guerra se
despierta la avaricia, el deseo de poder, de venganza y de conservación de
predominio y de privilegios. Es la hora de los vecinos de aprovecharse.
Esta intervención agrava el conflicto, lo eterniza, condenando a
toda la región a inestabilidad
perpetua, buscando un nuevo equilibrio de poder.
¿Quién ganará? ¿La Media Luna Shiita, con el epicentro del Irán?
¿O la bandera verde árabe, con el epicentro de Arabia Saudita?
¿O todos los grandes y hasta los más pequeños en un mundo donde ya
todos somos vecinos?
O ninguno de todos ellos, y solamente ganarán los proveedores de armas
destructivas, que en el fondo ni les interesa de qué se trata.
Lo que es cierto, sabemos quien perderá, y eso nos lo enseña la
historia que grabó en la memoria
colectiva el sufrimiento de millones. Y otra canción alemana de cuna así lo
revela:
„Maikafer flieg,
Dein Vater ist im Krieg,
Deine Mutter ist in
Pommerland,
Pommerland ist abgebrannt.
Maikafer flieg!“
¡Vuela mariquita/ tu padre está en la guerra/ tu madre está en
Pomerania/ Pomerania se quemó/ Vuela mariquita!/
La madre que canta al niño esta
canción a volar hacia un mundo mejor:
¡Vuela mariquita, Escápate! Pero los que necesitan volar desde Siria a un mundo
mejor encontrarán las fronteras cerradas.
Esta es la nueva realidad para madres e hijos mientras los hombres se
están matando. ¿Qué nacerá de toda esa orgía de la destrucción?
¿Logrará el Islam dar este paso del fanatismo a la modernidad láica?
¿Conocerá el mundo islámico su Tratado de Paz de Westfalia?
¿Será el Medio Oriente pacificable una vez?
No lo sabemos. Y creo que a los que sufren o mueren tampoco les
interesa esa cuestión.
friedrichmanfredpeter febrero
2014
[1] Axel Oxenstierna, canciller de Suecia y sucsor del difunto rey Gutavo
Adolfo durante la Guerra de los Treinta Años (1618 – 1648). Este canciller
sueco, el Conde Duque Guzman de Olivares, español, y Armand Jean du Plessis,
cardenal de Richelieu, francés, dirigieron el destino de Centroeuropa,
intervinieron en esta guerra, mandando tropas a los campos de batalla.
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