Cuando poco a poco
desaperecían los escombros, comenzó la era de la bicicleta y Alemania se movilizó
sobre dos ruedas.
La mía, en un principio fue la que compartí con mi padre.
Era la que le había servido para dar varias vueltas a Alemania, de este a
oeste, de norte a sur. Fue esto antes de llegar a ese pueblo donde quedó pegado
debido a mi madre. Era una bicicleta pesada, sin cambio de velocidades.
La que se hizo mía, era diferente. Había pertenecido a un muchacho vecino que no volvió más de la guerra y yo la heredé. Esa era la voluntad de su madre que me tenía afecto y me regaló también los zapatos de correr deportivos de su hijo, estos que llevan clavos en la suela para mejorar el sprint. Ambas cosas me servían mucho. Pues me gustaba el atletismo y logré destacarme en esta actividad deportiva. Hice los cien metros en dos segundos menos que el actual récord mundial. Parece poco, pero es una diferencia abismal, tanto como desde Jamaica – del corredor más rápido – a Friedberg, donde corría yo, su insignificante rival antecesor. ¿Qué gané? Pues diplomas, nada más.
La que se hizo mía, era diferente. Había pertenecido a un muchacho vecino que no volvió más de la guerra y yo la heredé. Esa era la voluntad de su madre que me tenía afecto y me regaló también los zapatos de correr deportivos de su hijo, estos que llevan clavos en la suela para mejorar el sprint. Ambas cosas me servían mucho. Pues me gustaba el atletismo y logré destacarme en esta actividad deportiva. Hice los cien metros en dos segundos menos que el actual récord mundial. Parece poco, pero es una diferencia abismal, tanto como desde Jamaica – del corredor más rápido – a Friedberg, donde corría yo, su insignificante rival antecesor. ¿Qué gané? Pues diplomas, nada más.
La bici era
deportiva, hecha en los años veinte, pesaba poco, a causa de los materiales
usados. A falta de aluminio, las ruedas eran de madera. Pesaban poco, pero eran
frágiles a romper, y se rompieron; las rompió mi padre, quién aficionado
todavía, a pesar de edad y ronchas
dejadas por la guerra, se montaba con gusto, siempre cuando podia. Los cambios
ya no funcionaron, había que cambiar manualmente la cadena de una corona a
otra, era vetusta, pero útil. Nadie tenía otra igual.
Ir en bicicleta en
alemán es <radfahren>; y esa palabra manifiesta sensualmente lo que haces
montado, pues no vas andando sino
padaleas transformando el mecanismo de correr a la mejor máquina jamás
inventada que multiplica el esfuerzo de tus esfuerzos. Pero, al mismo tiempo,
es como si siguieras caminando. El radio de conocer tu entorno se ensancha
enormemente, porque eres el peatón nato que todos somos porque hemos nacido
para ser peatones, descubriendo campo a la velocidad del movimiento de nuestros
pies y piernas. Moverse para ver y observar en movimiento, esa es una esencia vital nuestra, y que el uso del automóvil ha logrado pervertir. Pues, soy de la
generación que aun se movía sobre los propios pies y piernas; y eso era más y
no menos para conocer el mundo. Las imágenes captadas por la vista y grabadas
en el cerebro dependen de la lentitud de nuestros andares. Desde el automóvil
se mira, pero no se observa, se ve sin contemplar, se aleja el saber tapado por
impresiones imprecisas.
–Fahren– significa
más que ser llevado por algun aparato
hacia alguna meta.
–Fahren– llamaban
los escolares medievales sus andares cuando caminaban de una universidad a otra
cantando cárminas; o los aprendices de oficios manuales obligados a desplazarse
cruzando medio Europa antes de lograr el título oficial de albañil o
carpintero, p. ej.
Siempre se trataba
de –Fahren– aunque caminaran sin usar más que pies y piernas. Y <andante>
titulaba el Quijote su modo de moverse sobre el Rocinante por tierras de
España. Ya ve, en buena compañïa estuvimos nosotros montados sobre nuestros
sillines de bicicletas.
Todo eso lo
recordábamos los adictos a –Wandervogel–(vea
texto anterior) cantando:
–Wir wollen zu Land
ausfahren/ Über die Fluren weit/ aufwärts zu den klaren/Gipfeln der
Einsamkeit/–
–¡Caminemos a través
de las dehesas hacia los claros picos de la soledad!–[1]
Yo siempre llevé la armónica en la mochila.
Yo, gracias a la
bicicleta, amplié poco a poco el radio de mis descubrimientos. Pero todo eso
era insuficiente, debería llegar más lejos. Y eso era, llegar al lago de
Constanza, al sur, donde crecen palmeras, dijeron. Había que pasar por
Heidelberg, cuna del sentir romántico y cruzar la Selva Negra, pisar las
huellas de un famoso fiolósofo – Heidegger – pero de él todavía yo no sabía
nada. Sin embargo, aquella zona montañosa ejercía una atracción mágica, era
zona de ocupación francesa – y eso la hacía más interesante.
Estuve decidido de
ir, y no recuerdo en qué año finalmente se realizó. Fue al principio de los
años cincuenta.
Me gustaría haber
ido solo. Todas mis excursiones las había hecho yo solo. Las cumbres de soledad
no se consiguen en compañïa. Pero, hubo un problema: ¿dónde dormir? Los albergues
estarían llenos en esta época por viajeros en grupos y habría que pedir
reservas anticipadamente. Además, allí no estaría libre sino sometido a
disciplina colectiva. Pero yo poseía dos lonas impermeables triangulares del
desaparecido ejército alemán – botín de guerra. Pero falta hacía el tercer
pliegue para montar una tienda improvisada similar a un pirámide.
Encontré a un
compañero que poseía lo que faltó y tuve que aceptar la compañía de otro más,
el amigo suyo. Yo había comprendido ya que tenía que hacer compromisos con la
gente.
El primer día nos
llevó a Heidelberg y montar la tienda junto al río Neckar en frente de las
ruinas del castillo llenó mi alma con júbilo. Para festejar el momento nos
comimos lo mejor que habíamos traido para todo el viaje. En adelante no habría
más que pan con margarina. Y el día siguiente comenzó a llover y no paró más
hasta que vimos el <Mar Suabo> como se dice también. Pero algún día
durante este camino aguado de la Selva Negra, habríamos cruzado el famoso
camino de Heidegger, el <Feldweg>, como dijo. Y sin saber practicamos esa
lección: <Der Weg ist das Ziel > la meta es el camino o el camino es la
meta.
¿Qué otro remedio
tuvimos, que filosofar bajo la lona aguada, apretados en nuestra tiendecita,
echados sobre ramas de pino cortados para no mojarnos desde abajo? La segunda
noche dormimos entre paja, calentitos y contentos, lujo que un campesino nos
prestó al vernos tan mojados como perros abandonados. Y continuamos, siempre
arriba y abajo hasta topar con la frontera suiza. La cruzamos por un camino
lateral sin ver a nadie, tampoco tuvimos
papeles. Y así pasó que dormí la primera noche fuera de Alemania – otras muchas
seguirán. Dormí bien, había dejado de llover. Sólo el intruso, mal acompañante,
insensible y tonto, ahora roncando me quitó el sueño. Pero nos levantamos
contentos y con pan y margarina regenerados admiramos el salto del río Rin en
Schaffhausen. No impresionó demasiado, tan bajito, había esperado otra cosa.
Pero ahí estaba Konstanz, Alemania otra vez. Los aduaneros ni siquiera nos
miraron. Y luego el lago y la isla de Mainau, y en efecto, había palmeras, las
primeras que ví en mi vida, y no me imaginé entonces que tantas más vería algún
día.
La vuelta se hizo
difícil. No éramos amigos, nos unió la tiendecita. Pero nos brilló el sol
iluminando un paisaje de ensueño. Volvimos por otra ruta, pasamos por Ulm y
Rothenburg, ciudades poco tocadas por las bombas y todavía libres de turistas.
Estas tierras de los francos olían a barroco católico, las voces del dialecto
me sonaron.
–Huele a tierra de mis
antepasados, los de mi madre– dije a mis compañeros de viaje– ¿Continuamos?–
pregunté. Pero ellos querían volver a casa.
Eso hicimos,
repartimos las lonas y no nos volvimos a ver nunca más. Pero yo sabía que tenía
que ir donde en la cumbre del Kreuzberg, reproducción del Calvario, lugar
espiritual franco, tres cruces me esperaban y que la bicicleta me llevaría.
friedrichmanfredpeter
05.06.2012
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