El encuentro con la
vida laboral - en mi caso – comenzó
temprano. Parte de vacaciones y de horas disponibles en las tardes después del
colegio me sirvieron para trabajar ofreciendo lo que sabía hacer: labores de
peón.
Lo primero que hice
fue ayudar a la subsistencia familiar: Poseíamos algunos terrenos y otros
alquilados para mantener ese minifundio agrícola que nos alimentaba.
Pudimos hacer casi todo solos, sin ayuda externa. Pero había necesidad de transporte y de máquinas que no poseíamos. Y de eso resultó nuestra dependencia de campesinos locales. Ellos tenían carretas tiradas por caballos, ellos disponían de máquinas para trillar el trigo o centeno que nosotros habíamos recogido de la manera más arcáica, usando guadañas y apilándolo todo en haces. Lo malo fue, que nosotros necesitábamos estos servicios cuando ellos estuvieron colmados de labores.
Pudimos hacer casi todo solos, sin ayuda externa. Pero había necesidad de transporte y de máquinas que no poseíamos. Y de eso resultó nuestra dependencia de campesinos locales. Ellos tenían carretas tiradas por caballos, ellos disponían de máquinas para trillar el trigo o centeno que nosotros habíamos recogido de la manera más arcáica, usando guadañas y apilándolo todo en haces. Lo malo fue, que nosotros necesitábamos estos servicios cuando ellos estuvieron colmados de labores.
Resultado: tuvimos
que ofrecer nuestro trabajo a cambio de los favores que nos prestaron de mala
gana, siempre a lo último, en fases de mal tiempo.
Quien posee medios,
tiene poder y lo ejerce para su propio bien. Desde muy pequeño tenía yo
presente esta ley vital.
Y esta significó que
tuvimos que trabajar, mi abuelo o yo en labores de campo ajenos, siempre cuando
nos llamaron, principalmente en la fase de cosecha y siega. Conocí labores de
trillar junto a esa máquina movida por transmisión de un arcáico tractor. El
polvo y el ruido bajo cubierta en el pajar de la finca eran infernales. Y
cuando al final de octubre lo nuestro se encontró en casa, yo había pasado
horas de aplastante trabajo, llenas de sudor, lágrimas y rabia. Al campesino M
le gustaba demostrar poder y superioridad. Yo era el <Estudiante> del pueblo, quien se había
atrevido a alejarse de lo que ellos consideraban normalidad, y a M le gustó
encargarme trabajos duros y humillantes para ver si podía o si me atrevía con
ellos. Cargar con paquetes de paja que despedía la máquina a una altura de
hasta cinco metros no era fácil. A veces el abuelo me libraba de eso, pero no
estuvo siempre presente.
Yo empecé a
despreciar este medio, lo odiaba, pero apreté los dientes y a las ofensivas
insinuaciones de M no las contesté, escupí al suelo cuando se acercaba.
Como todo tiene un
punto final, esta experiencia también terminó. Pero nunca la olvidé. Comprendí
lo que significaba ser siervo de la gleba en tiempos históricos. Tampoco olvido
encuentros posteriores, con M como alcalde y con su mujer como ladrona de fruta
en nuestro jardín.
–Buenos tiempos
aquellos – me dijo él y no esperaba respuesta.
Peonadas también me
sirvieron para ganar dinero. La Wetterau está rebosante de fuentes de agua
mineral, sólo hay que embotellarla para su uso comercial. Quien no quería
gastar dinero, podía recoger agua de la fuente gratuitamente. Brota a la
superficie, contiene gas y sabe ligeramente a azufre. Se le atribuyen efectos
medicinales curativos para numerosas enfermedades. Varias pequeñas fábricas se habían
establecido en la zona y aprovecharon esa riqueza natural.
Y en una de ellas, durante el verano – la época de más venta -
siempre buscaban gente, peones; y uno de ellos fui yo. Mis vacaciones, si no
era la leña, fue el agua mineral que se las tragó. El salario me sirvió para
disponer de dinero. Todos de mi edad ya trabajaron y yo fui el único quien aun
dependía de su familia para todo. Eso me molestaba y acordé que no aceptaría
más dinero fuera del mantenimiento. Todo lo demás que necesitaba, lo tenía que
ganar yo mismo. Por eso me han visto cargar y descargar camiones a repartir
agua Selzer por la región. El que también me vio, era el hijo del propietario
de la fábrica. Iba a Friedberg también, a otra escuela y no al Gymnasium. Pero
frecuentemente habíamos ido juntos en el tren. Desde que me había visto como
peón de su padre, ya no me acompañó más. ¿Qué otra cosa podía hacer ante la ley
de la segregación social, vigente en todos los tiempos?
Siendo así mi
situación, durante los últimos años de colegio y en años de estudios
universitarios ejecuté varias ocupaciones:
vendí jabón y productos cosméticos, fui mensajero en la fábrica
metalúrgica VDM, cargué y descargué paquetes en la estación de trenes en
Frankfurt – un trabajo nocturno, limpié las ollas grandes de la cocina en el
Café am Opernplatz en Frankfurt con vista a la ruina de la Ópera, una grandiosa
experiencia cultural. Y naturalmente me aburrí dando clases de apoyo de latín o
inglés a pobres chavales necesitados de mejores notas. Todo eso me dio el grado
de independencia que yo buscaba, me financió viajes que hice por Francia y
luego España. Había topado con gente de toda clase, desde la escoria humana a
personas admirables. Y, lejos de considerarme un peón asalariado y socialmente
marginado, me llenó de orgullo y de confianza en mi capacidad para ser quien
soy:
friedrichmanfredpeter
21/06/2012
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