El invierno entre
los años 1945 y 1946 era duro y largo. Los bancos de nieve al borde de la vía
del tren tardaron en derrretirse cambiando su color original blanco en gris y
negro antes de hacerse invisibles. Este invierno como los dos o tres siguientes
fueron una guerra del clima contra los hombres y nos venció la misma naturaleza. Millones de fugitivos del este tuvieron que moverse sobre un pais devastado,
empobrecido y congelado de frío. Nunca se sabrá, cuantas vidas se tragó este
clima que durante años parecía continuar la guerra contra la vida. El
suministro de carbón a las casas era insuficiente, contingentado y de mala
calidad, y la vida se redujo a lo esencial, calentar y cocinar a fuerza de
carbón o leña; hubo gente que quemaron muebles y todo lo que fuera combustible.
Durante todo este tiempo, el problema principal era ¿cómo llenar el estómago? y en segundo lugar, y casi con la misma importancia, ¿con qué alimentar las estufas y la cocina de leña o carbón? Wetterau, la región al norte de Frankfurt es fértil, densamente poblada desde la Antigüedad, normalmente de clima suave; parece un bello jardín con cultivos de fruta abundantes. Pero posee pocas reservas de bosques. Sólo pequeños islotes boscosos salpican el terreno. Y de estos bosques, debido a la necesidad reinante, pronto quedó poco, casi nada. Todos se habían hecho leñadores furtivos y pronto no hubo más que raices enterradas. Y estas eran nuestro objetivo. Mi abuelo y yo, armado con pico y pala, nos dedicamaos a arrancar lo que había quedado. Era eso un trabajo durito, pero recompensado con una habitación caliente en invierno. En realidad, esta actividad calentaba tres veces, dijo mi abuelo:
Durante todo este tiempo, el problema principal era ¿cómo llenar el estómago? y en segundo lugar, y casi con la misma importancia, ¿con qué alimentar las estufas y la cocina de leña o carbón? Wetterau, la región al norte de Frankfurt es fértil, densamente poblada desde la Antigüedad, normalmente de clima suave; parece un bello jardín con cultivos de fruta abundantes. Pero posee pocas reservas de bosques. Sólo pequeños islotes boscosos salpican el terreno. Y de estos bosques, debido a la necesidad reinante, pronto quedó poco, casi nada. Todos se habían hecho leñadores furtivos y pronto no hubo más que raices enterradas. Y estas eran nuestro objetivo. Mi abuelo y yo, armado con pico y pala, nos dedicamaos a arrancar lo que había quedado. Era eso un trabajo durito, pero recompensado con una habitación caliente en invierno. En realidad, esta actividad calentaba tres veces, dijo mi abuelo:
Primera vez, al
arrancar la raiz de un suelo compacto y duro de penetrar, segunda vez, en
partirlo a golpes de hacha, y tercera vez, al quemarlo en la cocina o la
estufa. Mis vacaciones del colegio, las
dediqué enteramente a las leñas, hasta la llegada de mejores tiempos. Y esto
sucedió muy lentamente. No se, cuando exactamente sacamos el último tronco,
partirlo en trozos y montarlos en la carretilla tirada por nosotros mismos. Eran
los años cincuenta, posteriormente se hablaba del Milagro Alemán. Pero esta es
una observación desde el exterior. Nosotros no vimos nada milagroso.
En la cercana ciudad
de Frankfurt, cubierta de ruinas de sus glorias pasadas, mucha gente
sobreviviente se refugió bajo tierra; y en los sótanos, donde no habían llegado
las bombas, improvisaron una precaria
existencia.
Consulto la memoria
y no encuentro quejas ni lamentaciones;
todos estuvimos conformes con lo que el destino nos había servido. Casi
no había tráfico y un manto de silencio cubría la ciudad, interrumpido por el
chirrido de las ruedas de tranvías sobre rieles. Otra vez funcionaron y su plín
– plín de campanita simulando normalidad.
Cuando me mandaron a
Frankfurt, montarme en el tren para llevar comida a una tía que vivía allí, me
perdí entre los montones de escombros apilados y no encontré la calle; la
ciudad se había quedado irreconocible.
Sin embargo, casi
todo de esta inmensa escombrera era reutilizable y lo que no lo era, hoy
constituye el famoso Monte Scherbelino – así se llama esa media montaña al sur
de la ciudad, donde se encuentran los restos de arquitectura e historia, cubiertos
de hierba y arbustos.
Antes de eso, nosotros
fuimos con carreta prestada para traer ladrillos y otros elementos utilizables.
Pues mi padre con mi abuelo construyeron un establo para animales: gallinas,
conejos, cabras y cerdos. Nuestra casa pronto se parecía a una pequeña granja
medieval. Todo se hacía a mano, todo encontraba nuevo uso, nada se tiró. Temporalmente
vivimos como se vivía aquí durante siglos atrás.
La demanda por
fragmentos de aluminio, cobre o plomo era grande y la única fuente de ello
fueron los restos de aviones caidos o
vehículos quemados. Los niños fuimos expertos en hallar estos restos
reutilizables. Era eso nuestro botín de guerra. Se podían haber sacado imágenes
para una película sobre el fin de los tiempos. Vagabundeo buscando alguna cosa
útil era la normalidad.
Mientras los
vencedores comenzaron a desmontar parte esencial de la industria local para
llevarse la máquinaria utilizable para reparar daños en los paises invadidos
por Alemania, aquí nacieron pequeñas empresas y numerosos talleres, creando una
infinidad de iniciativas, donde de cascos militares se fabricaron ollas, de
uniformes se hacían prendas de vestir, de variados materiales surgieron nuevos
zapatos, viejos motores otra vez se ponían en marcha.
Par mí, muchacho en
fase de crecimiento, lo de los zapatos era un problema. Durante años sólo había
poseido un par de ellos, los puestos. Pero, suerte la mía: un familiar, prisionero de guerra durante
la campaña en África, miembro del cuerpo
de expedición bajo el mando del general Rommel, volvió desde Florida – hasta
allá le habían transportado. Este hombre venía vestido con un uniforme
americano pintado en negro. Todas las piezas llevaban una pintada en letras
blancas PW – Prisoner of War – prisionero de guerra. Con pocos cambios todo me
estaba a mí bien, de los zapatos a las camisas y la cazadora. Mi abuela hizo lo
posible para quitar la pintura blanca. Sin embargo el PW siguió allí, bien visible,
y yo lo llevé inscrito en mi espalda durante varios años: Ironía del destino
mío, siendo PW durante años de mi juventud.
Y en el Gymnasium,
yo vestía de prisionero americano,
mientras el profesor de alemán aun llevaba parte de su uniforme militar,
remodelado con discreción. Ambos reciclados, digamos.
Así comenzó - en mi
caso - la nueva democracia alemana, una democracia reciclada con argumentos
prestados.
friedrichmanfredpeter
19/06/2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario