martes, 19 de junio de 2012

Leñas El Reciclaje

El invierno entre los años 1945 y 1946 era duro y largo. Los bancos de nieve al borde de la vía del tren tardaron en derrretirse cambiando su color original blanco en gris y negro antes de hacerse invisibles. Este invierno como los dos o tres siguientes fueron una guerra del clima contra los hombres y nos venció la misma naturaleza. Millones de fugitivos del este tuvieron que moverse sobre un pais devastado, empobrecido y congelado de frío. Nunca se sabrá, cuantas vidas se tragó este clima que durante años parecía continuar la guerra contra la vida. El suministro de carbón a las casas era insuficiente, contingentado y de mala calidad, y la vida se redujo a lo esencial, calentar y cocinar a fuerza de carbón o leña; hubo gente que quemaron muebles y todo lo que fuera combustible.

Durante todo este tiempo, el problema principal era ¿cómo llenar el estómago? y en segundo lugar, y casi con la misma importancia, ¿con qué alimentar las estufas y la cocina de leña o carbón? Wetterau, la región al norte de Frankfurt es fértil, densamente poblada desde la Antigüedad, normalmente de clima suave; parece un bello jardín con cultivos de fruta abundantes. Pero posee pocas reservas de bosques. Sólo pequeños islotes boscosos salpican el terreno. Y de estos bosques, debido a la necesidad reinante, pronto quedó poco, casi nada. Todos se habían hecho leñadores furtivos y pronto no hubo más que raices enterradas. Y estas eran nuestro objetivo. Mi abuelo y yo, armado con pico y pala, nos dedicamaos a arrancar lo que había quedado. Era eso un trabajo durito, pero  recompensado con una habitación caliente en invierno. En realidad, esta actividad calentaba tres veces, dijo mi abuelo:
Primera vez, al arrancar la raiz de un suelo compacto y duro de penetrar, segunda vez, en partirlo a golpes de hacha, y tercera vez, al quemarlo en la cocina o la estufa. Mis vacaciones  del colegio, las dediqué enteramente a las leñas, hasta la llegada de mejores tiempos. Y esto sucedió muy lentamente. No se, cuando exactamente sacamos el último tronco, partirlo en trozos y montarlos en la carretilla tirada por nosotros mismos. Eran los años cincuenta, posteriormente se hablaba del Milagro Alemán. Pero esta es una observación desde el exterior. Nosotros no vimos nada milagroso.
En la cercana ciudad de Frankfurt, cubierta de ruinas de sus glorias pasadas, mucha gente sobreviviente se refugió bajo tierra; y en los sótanos, donde no habían llegado las bombas,  improvisaron una precaria existencia.
Consulto la memoria y no encuentro quejas ni lamentaciones;  todos estuvimos conformes con lo que el destino nos había servido. Casi no había tráfico y un manto de silencio cubría la ciudad, interrumpido por el chirrido de las ruedas de tranvías sobre rieles. Otra vez funcionaron y su plín – plín de campanita simulando normalidad.
Cuando me mandaron a Frankfurt, montarme en el tren para llevar comida a una tía que vivía allí, me perdí entre los montones de escombros apilados y no encontré la calle; la ciudad se había quedado irreconocible.
Sin embargo, casi todo de esta inmensa escombrera era reutilizable y lo que no lo era, hoy constituye el famoso Monte Scherbelino – así se llama esa media montaña al sur de la ciudad, donde se encuentran los restos de arquitectura e historia, cubiertos de hierba y arbustos.
Antes de eso, nosotros fuimos con carreta prestada para traer ladrillos y otros elementos utilizables. Pues mi padre con mi abuelo construyeron un establo para animales: gallinas, conejos, cabras y cerdos. Nuestra casa pronto se parecía a una pequeña granja medieval. Todo se hacía a mano, todo encontraba nuevo uso, nada se tiró. Temporalmente vivimos como se vivía aquí durante siglos atrás.
La demanda por fragmentos de aluminio, cobre o plomo era grande y la única fuente de ello fueron los restos de aviones  caidos o vehículos quemados. Los niños fuimos expertos en hallar estos restos reutilizables. Era eso nuestro botín de guerra. Se podían haber sacado imágenes para una película sobre el fin de los tiempos. Vagabundeo buscando alguna cosa útil era la normalidad.
Mientras los vencedores comenzaron a desmontar parte esencial de la industria local para llevarse la máquinaria utilizable para reparar daños en los paises invadidos por Alemania, aquí nacieron pequeñas empresas y numerosos talleres, creando una infinidad de iniciativas, donde de cascos militares se fabricaron ollas, de uniformes se hacían prendas de vestir, de variados materiales surgieron nuevos zapatos, viejos motores otra vez se ponían en marcha.
Par mí, muchacho en fase de crecimiento, lo de los zapatos era un problema. Durante años sólo había poseido un par de ellos, los puestos. Pero, suerte  la mía: un familiar, prisionero de guerra durante la campaña  en África, miembro del cuerpo de expedición bajo el mando del general Rommel, volvió desde Florida – hasta allá le habían transportado. Este hombre venía vestido con un uniforme americano pintado en negro. Todas las piezas llevaban una pintada en letras blancas PW – Prisoner of War – prisionero de guerra. Con pocos cambios todo me estaba a mí bien, de los zapatos a las camisas y la cazadora. Mi abuela hizo lo posible para quitar la pintura blanca. Sin embargo el PW siguió allí, bien visible, y yo lo llevé inscrito en mi espalda durante varios años: Ironía del destino mío, siendo PW durante años de mi juventud.
Y en el Gymnasium, yo vestía de prisionero americano,  mientras el profesor de alemán aun llevaba parte de su uniforme militar, remodelado con discreción. Ambos reciclados, digamos.
Así comenzó - en mi caso - la nueva democracia alemana, una democracia reciclada con argumentos prestados.

friedrichmanfredpeter
19/06/2012

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