lunes, 10 de septiembre de 2007

Palenque

Una mirada atrás por F. Manfred Peter

--¡Todo el mundo afuera! gritó el uniformado desde la puerta del bus.
Y bajábamos todos lentamente ante las miradas de otros uniformados que nos apuntaban con sus fusiles.
--¡Documentación, manos arriba!- No sé por qué gritaba tanto. Todos estábamos callados y asustados, por lo menos yo lo era.
Fuimos los tres: Alejandro - sociólogo de la U.del A., Álvaro - periodista y yo el autor de estas líneas e íbamos camino de Palenque. Nos arrancaron los documentos de las manos.
--¡Aquí dice mulato-, gritó el que nos revisaba y sacudió la tarjeta de Alejandro,- y tu eres un puto negro!

Efectivamente Alejandro era negro y el uniformado era mulato y mulato era también Álvaro.
--Yo también soy negro, me atreví a decir, --pero usted no lo ve.
--¡Usted cállese!- me ordenó quien parecía sargento apuntándome con el dedo índice y, menos mal, resultó ser sargento auténtico y del ejército porque la guerrilla llevaba los mismos uniformes.
Ahí nos cachetearon, nos hicieron abrir los equipajes y no nos quitaron nada. Después de un largo rato de espera podíamos subir al bus otra vez. --Podría haber sido peor-, dijo Álvaro cuando estuvimos sentados de nuevo. --Si nos quitan las ollas, adios boda , no podemos presentarnos sin regalar nada a la novia.. Alejandro no mencionaba el insulto del sargento. --Estará acostumbrado a eso-, pensé yo.
Cuando arrancó el bus, sentí un lloriqueo: -Me han dejado limpio, me lo han quitado.
--¿Qué le han quitado hermano?, preguntó Álvaro a su vecino.
--Me han quitado el fierro, contestó aquel - tipo antioqueño - con el acento de Medellín.
--Estoy limpio, desprotegido, ¿qué hago ahora?
Ninguno de nosotros tres llevábamos revolver para ofrecerle protección. Íbamos limpios, cargados con una batería de ollas de cocina, no más, para asistir a una boda en el pueblo de Alejandro. Era una población especial, Palenque, pueblo habitado sólo por palenqueros y por palenqueras.


Y estas eran famosas y conocidísimas en la costa, porque en grandes cestas que llevaban sobre sus cabezas transportaban fruta fresca y “alegrías“ para la venta callejera. Sus llamadas a voces guturales llenaban las calles de la ciudad cuando la brisa lo permitía.; porque cuando aullaba el viento, las alegrías iban directamente al cielo para alegría de los coros celestiales. De allí ese nombre poético para las mermeladas caseras que estas negras altas y gordotas vendían para sostener a sus familias en el lejano pueblo de Palenque. En realidad eran ellas, las mujeronas negras que gobernaban en Palenque como pronto veríamos nosotros.
--A ver si logramos llegar hoy todavía, dijo Alejandro y él lo tenía que saber porque hizo ese viaje con frecuencia para ver a su familia. El bus nos había dejado en San Jacinto donde todavía huele a mar y hasta donde habían ido corriendo los habitantes de Cartagena huyendo de la cruel piratería.
Pero más lejos habían huido los esclavos negros, aprovecharon la oportunidad, se fueron al monte, se enmontaron y dijeron, aquí nos quedamos, este lugar será Palenque.
En realidad nadie les había declarado libres, eran bautizados nada más, eso sí, porque era importante y el santo Pedro Claver, jesuita, no permitía que se vendiera a ningun negro sin pasar por el agua bendita. Y probablemente ante la imponente realidad social que vivía no había otra opción para destacar que estos esclavos eran hijos de Dios, ya que no eran hijos de hombres blancos. Así, bautizados y algo catequisados se encontraban en su Palenque y dijeron:
--De aqui no nos movemos más y si vienen con esos perros mastines a cogernos no tenemos miedo porque conocemos la lengua perruna y bautizados y con ayuda de algun hechizo africano ya no nos morderán. Tuvieron éxito, allí se pudieron quedar, y otros más vinieron, negros todos de verdad y no como yo que sólo era un negro aficionado temporalmente. Y digo muy discretamente.--Vivan los piratas, porque hicieron la historia rodar. San Filibustero podría ser un santo en Palenque. Pero claro, así no es.Los palenqueros son buenos católicos, tienen una iglesia donde se casan las palenqueras con los novios que ellas y solo ellas escogen.
Y por fin llegábamos, no recuerdo en cuántas furgonetas destartaladas nos montábamos para ir de un pueblo a otro. Alejandro arreglaba eso.
Era de noche y eso significa que no se veía nada en absoluto, tan negra la noche - ni una bombilla - y no sé cuántas manos estreché, porque negra la noche y negra la gente, creo que el único blanquito era yo y el cura que finalmente llegó y con él llegó la luz eléctrica.
Sí, Palenque gozaba de iluminación callejera. A cada cien metros había un poste con una bombilla de 40 - supongo. Y la iglesia estaba iluminada, pero en las casas, chozas cubiertas de lata o de hojas de palmera no había iluminación.
--¿Para qué, decía Alejandro,--cuando anochece la gente se sienta en sus mariapalitos en la calle y luego duermen. Para qué quieren ellos más luz? Así era, y era normal, porque nadie tampoco la pagaba.
--¿Quién paga el consumo de las bombillas en la calle y en la iglesia? pregunté yo.
--Kid Pambelé, contestó Alejandro, --nuestro benefactor.
Kid Pambelé era el boxeador que dió fama a su pueblo Palenque en rings d e boxeo entre Los Angeles y Nueva York. Suyos eran los dólares que alimentaban las bombillas y también a mucha gente más en el poblado de los negros libres que con orgullo decían, fuimos esclavos pero nos hemos liberado solos, bueno - nosotras dirían las palenqueras, muy confiadas en su superioridad como mujeres en el mando. Gracias a ellas y a la madre de Kid Pambelé en Palenque nadie pasaba hambre.
Pero había llegado el cura que iba a casar a la novia.
--¿Dónde está la novia? preguntamos al unisono a Alejandro, porque solamente vimos al novio con un enorme ramo de flores en la mano.
--Mi prima está en su casa, y ahora el novio irá allá a pedirle permiso para que se case y entonces la novia será despedida de su casa con la bendición materna. Luego el novio la llevará a la iglesia y el resto , ya lo conocen ustedes porque están casados. Yo no, las palenqueras no me quieren.
Así habló Alejandro el palenquero, que había abandonado su pueblo ya hace años para estudios en Cartagena y en Barranquilla. ¿Y los palenqueros, se lo habrán perdonado?
--A mi me parece que no, porque lo admiran demasiado, lo tratan como a un huesped de honor, ya no es uno de ellos: este negro se está volviendo blanco, dije yo.
Comenzó la fiesta y yo quien no sabe bailar ni siquiera mover un pie me quedé en la pura admiración dulcificada con el trago de ron blanco, que tampoco me gustaba, pero era eso lo que había. El pueblo entero bailaba y bebía desde los niños de dos años hasta los de ochenta.

Luego encontrábamos un sitio para tender nuestras hamacas que traíamos. No sentíamos los mosquitos y cuando el sol ya estaba bien alto, alguien, una mujer naturalmente, nos trajo un desayuno y decidímos dar una vuelta por el pueblo, entregar las ollas y dejarnos acosar por los niños, todos armados con guantes de boxeo que me ofrecían especialmente a mí un duelo amistoso.
--Esos guantes son un regalo de Kid Pambelé, me dijo Alejandro. --¿Primer paso hacia el progreso?
--Eso es lo que hay, contestó Alejandro.
¿Qué más veíamos en Palenque?
Hicimos una visita a la autoridad. La única casa hecha de cemento y ladrillos. La autoridad se llamaba Elías, quien estuvo sentado detrás de una mesa de escritorio de madera de careto.
--Esa no se la comen las termitas, dijo.
Desde el techo colgaba un fajo de papeles amarrada por un alambre. --Son las actas, tan alto, para que no se lo coma el comején, explicaba don Elías.
Detrás de él, en la pared había un marco de alumninio vacío.
--Era el retrato de Simón Bolívar, pero el comején se lo ha comido. Informados así continuamos nuestro recorrido siempre acompañados por decenas de jóvenes con los guantes de boxeo puestos.
--Alejandro, dijo Álvaro, cuéntanos, háblanos de las huellas africanas que aquí se encuentran a menudo.
--A menudo no, es un tema muy complicado. Aquí llegaron comisiones norteamericanas y no paran de venir muchos turistas. La comunidad negra en EEUU busca las huellas de su identidad, su herencia, sus raices. Ellos fueron liberados y lo registran como un hecho pasivo. Nosotros nos liberábamos a través un hecho histórico activo. Nos admiran y al mismo tiempo buscan lo que no encuentran en su propio pasado. Pero nosotros no fuimos heroes tampoco, escapábamos porque se presentaba la oportunidad. Además, ellos son gringos, hablan inglés, aqui la gente no los entiende, tienen otra mentalidad. El color de la piel sólo es un elemento de identificación, no más.
Hay otros, más importantes.
--¿Cuáles? dije yo.
--El aislamiento durante siglos, el rechazo hacia todo lo que viene desde fuera, por ejemplo, la endogamia, la que uds han podido observar. Además, la gente no quiere ver a estos curiosos.
--¿Cómo a nosotros?, pregunté.--¿Soy demasiado blanquito, no?

--Bueno, somos un poco racistas, es cierto, pero sabemos que ya no vienen a cazarnos como conejos. Pero uds. están conmigo, eso es distinto.
-- Pero ahora vamos a visitar Cha María y al compadre Ramón.
Pues Cha María era una anciana casi ciega y Ramón era un músico anciano también. No era tan fácil visitarlos como me había parecido. Las relaciones entre la gente son bastante complicadas. La idea de que aquí la gente sería espontánea y obedecería a la caprichosa improvisación es completamente equivocada.
--Con esta idea vino acá un equipos de la televisión gringa, dijo Alejandro y se retiró desengañado.
--Aquí todo tiene que estar preparado minuciosamente. Así, que a nadie nada le pille de sorpresa. No sabemos improvisar. Somos precavidos, cautelosos y desconfiados.
Por eso tuvimos que enviar unos niños como mensajeros a casa de Cha María y de Ramón. Después de un rato volvieron con la noticia que Alejandro sería bienvenido, lo cual hizo necesario otro mensaje, porque Alejandro no vendría solo. Después de un largo rato llegó la contestación que bien y que cómo se llamaban estos compañeros de Alejandro, qué edad tenían y a qué se dedicaban en la vida. Pues hubo una intensa ida y venida de embajadores juveniles, ellos siempre con los guantes puestos y haciendo gestos de entrenamiento. Así pasó la mañana. Yo, mientras tanto, tuve que aceptar el reto de enfrentarme a un y otro muchachito quienes antes de darme en la nariz retuvieron sus golpes con elegancia: secuela de Kid Pambelé.
Por fin, en casa de Cha María, una choza como las demás, pero con signos blancos en la puerta de tablas.
--¿Ella es curandera, no? pregunté.
Alejandro no me contestó. Cha María estaba vestida de azul hasta los pies, estaba descalza. y con el pelo tupido blanco daba la impresión de una sacerdotisa. Su mirada ciega se dirigía hacia la lejanía. Ella inició la conversación después de habernos tocado las caras a todos y haber besado la de Alejandro.
Ella sola habló. No entendí mucho porque su voz era casi inaudible. De pronto se presentaron un niño de cinco o seis años y una joven de catorce o quince. El niño llevaba un tambor y empezó a tocarlo, la joven con voz melodiosa agregó una melodía sin palabras y Cha María continuaba hablando. Entendí que era un relato histórico, de cañaverales e ingenios de azúcar, de pesares y sufrimientos.
Álvaro, el periodista, venía preparado y sacó una pequeña grabadora. Pero Alejandro con un gesto de la mano le prohibió grabar lo que oíamos. Cha María cada vez más se ponía en trance, se movía sobre la silla de madera como si fuera mecedora y comenzó a llorar, hasta de pronto interrumpió su relato, se enjuagó la cara con la manga del traje y nos dijo: --¡Dejadme, nada más vienen ustedes a hacerme llorar!
Y así terminó la visita y nos fuimos sin despedida.
--¿Por qué a María le dicen Cha? pregunté a Alejandro.
--Cha es voz africana, significa mujer en varios idiomas de la Costa Marfil. Por eso suponemos que de allí venimos. Tuve la impresión que lo que ví era como puesto en escena. ¿Pero, para quién? Para nosotros no era. Fuimos unos intrusos nada más, menos Alejandro, o ¿él también?
--¿Y les dicen Cha a todas las mujeres?
--No, sólo a ella, contestó él.
Me di cuenta también que los jóvenes boxeadores que nos acompañaron nos habían dejado solos. ¿Por qué? ¿Habíamos pisado territorio prohibido para ellos?
Ramón era viejo y ciego también, nos esperaba solo en la puerta de su choza. Nos saludaba con grandes y efusivas reverencias. Y como un noble de la corte no se quitaba el sombrero sabanero agujereado que llevaba puesto destacando así su rango de anfitrión . Primero se dirigió a Alejandro y en versos octosílabos le dedicó todo un poema elogiando al hijo de Palenque que se fue a hacer carrera en Cartagena y más lejos aun, en Barranquilla, sitios que él recordaba cuando era joven y fuerte.
Pero también nos dedicaba unos versos, a los visitantes, como ya sabía nuestros nombres había compuesto rimas en nuestro honor, elogiando nuestra presencia como un hecho memorable. Me parecía encontrarme en tiempos del barroco español. Luego fuimos invitados a entrar en la choza. El único cuarto estaba vacío totalmente. No había un solo objeto fuera de los cuatro sillitas sin espaldar donde nos sentaríamos. Tampoco había otra persona. Delante de cada silla, en el suelo se encontraba un vaso de agua para beber. Para recibirnos dignamente habían vaciado toda la choza dejándola en sus paredes de adobe y caña.
--Compadre Ramón, decía Alejandro, --venimos a escucharle, ¿podrá tocarnos algo?
 En un principio no quería, viéndose medio obligado finalmente cedió y sacó el instrumento de su música. Era un simple arco con una cuerdecita puesta y Ramón se sentó en el suelo, y con ayuda del dedo gordo del pie y de la mano derecha inició su concierto. La boca la ponía como una caja de resonancia en la cuerda. y ya estaba hecho:
--el instrumento de cuerda original y primitivo conocido en casi todas las culturas.
Fuimos obsequiados con un concierto que me impresionaba y más aun me impresionaba el artista, su sincera y sencilla nobleza, su humanidad.
La próxima noche ya no la pasé tan bien. No había habido ron y en la hamaca , al no estar acostumbrado, me dolían todos los huesos. Durante la noche oí pasar animalitos por debajo y lamenté la ausencia de gatos. Menos mal que había algo de luz lunar y volví a encontrar mi hamaca después de pasar al corral donde logré despertar unos cerdos.
Pasamos dos días más, comiendo arroz con liza o con fideos dos veces al día y no comprendí, cómo podían las palenqueras engordar con esa dieta. De regreso no nos esperaba ninguna patrulla del ejército y cuando bajábamos del bus me parecía haber regresado de otro continente y tal vez así era.

FMP 2007

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