miércoles, 16 de mayo de 2012

La Hora Cero: “¡Sie kommen!” –¡Ya vienen!

Meses antes sucedió durante el bombardeo nocturno sobre la cercana ciudad de Frankfurt: Mi madre cogida de pánico y casi ausente de si me arrancó de la cama, me envolvió en la pequeña alfombra delante, se dirigió a la ventana en el primer piso conmigo en brazos – yo gritando, pataleando – era un niño grande – tratando de tirarme fuera – para salvarme de llamas imaginadas. La ventana cerrada con cerrojo y puerta de madera, la abrió con fuerza descomunal arrancando clavos en la pared fijados. Yo dándole golpes en la cara logré despertarla en el último momento. Yo ya era un niño grande, el hombre en la casa. Todos sabíamos que de alguna manera eso se acabará, y pronto.

Semanas antes habían terminado los bombardeos sobre la cercana ciudad de Frankfurt. Siempre era de noche cuando la flota aérea de las fortalezas volantes descargaba su mortífera carga sobre el centro de esa ciudad reduciéndolo a escombros o removiendo estos escombros nuevamente.
Cosa curiosa: el cinturón industrial de ella había quedado casi intacto y la producción de armamento practicamente no había sufrido notable reducción.
Conclusión: los bombardeos tenían como objetivo principal demoralizar la población civil, a las mujeres, a viejos y niños, porque los hombres eran soldados en los numerosos frentes de esta guerra perdida. Todos ellos ya estaban demoralizados antes de las bombas. (¿No se habrán equivocado los servicios secretos de los Aliados?)
Ahora los aviones pasaron de día como abejas en cardumen, cruzaron el cielo abierto sin temor a los aviones caza alemanes, los Focke – Wulf y los Messerschmidt ya no pudieron  amenazar este dominio total del espacio aéreo por la aviación americana o inglesa. De forma esporádica se presentaron combates en el aire. Nosotros miramos desde abajo las líneas blancas dejadas por la metralla. Todo eso sucedió fuera del alcance de las baterías antiaéreas FLAK ubicadas en un cerco alrededor de la ciudad; una de ellas se encontraba muy cerca de nuestro pueblo.
Los días eran lucientes, la primavera del año 1945 en toda su vigor, pero no se oían los pájaros porque todo lo cubrió el intenso ruido de cientos de motores – cada avión llevaba cuatro – y de explosiones. Los niños buscamos los cartuchos vacíos que regaron desde el cielo y algunos logramos reunir una bonita colección de objetos memorables.
Ahora Los aviones buscaron otros objetivos más lejanos, ciudades que hasta ahora habían quedado en un falso sueño de paz y aun estaban enteras.
Días antes  tuvimos que salir, los niños del pueblo unidos, bajo el mando de un viejo que había sido soldado en la guerra anterior. Íbamos cargados con palas mayores que nosotros. Este abuelo nos mandó escarbar trincheras junto a la vía del tren. La intención era, ofrecer refugio a los pasajeros, cuando fuere atacado el tren por los aviones caza, Spitfire o Lightning, que ahora se hicieron presentes. Los niños conocíamos estos nombres. Cayeron desde las nubes como aguiluchos en busca de botín. En realidad hicimos nada más que una sola trinchera – y poco profunda. Éramos niños y nos cubríría, por si acaso …..  Y pasó que precisamente allí tirotearon un tren de carga, perforando la máquina con la metralla; ya no se podía mover; algunos vagones ardieron. Pero nosotros ya nos habíamos ido. No sé si la trinchera sirvió para algo. Pero la gente se fue corriendo hacia allá, para robar lo que podían. Volvieron con sacos de azúcar, de harina y latas de conserva. Las conservas eran malísimas, las tuve que probar. Era comida para naúfragos, un concentrado destinado para equipar submarinos. A mí también me hubiera gustado ir para robar, pero mi abuela lo prohibió: “¡Eso no se hace!”
No sé si hubo muertos y cuando llegó la gendarmería la gente se habían escapado ya.
Días antes, era de noche, se cayó un avión muy cerca del pueblo, era un aparato He 111 alemán. Nos pareció que se había llevado nuestro tejado, tanto ruido hizo que todo tembló y luego la explosión tan cerca junto al río. Los niños fuimos los primeros en llegar. Todavía era de noche y los restos ardían. Pero a varios metros de distancia se encontró la cabina con el piloto sentado dentro, muerto. Era como si durmiera, solo el índice del reloj se movía; ambas manos agarraron el timón. El cristal de la cabina estaba intacto, era como un escaparate.
No recuerdo lo que sentí en este momento, sólo sé que observé todo con atención. En realidad aquello era algo normal, yo lo esperaba. También americanos habían caido del cielo, en paracaidas, cuando su avión había sido abatido por la artillería. Un hombre del pueblo buscando leña en el bosque cercano encontró a uno colgando de un árbol, porque no se pudo liberar enredado entre sogas y ramas. Lo sacó de allí y tomaron café, dijo, antes de que llegaron los gendarmes.
Días antes habíamos ido a misa al pueblo cercano, que era católico y poseía una capilla. Fuimos en compañía de obreros polacos que trabajaban forzados en el pueblo, porque ya no había hombres jóvenes alemanes. Esta relación no estaba bien vista porque había que preservar distancias con los vencidos. Bueno, “pronto seremos nosotros los vencidos”, dijo mi abuelo. Y eso lo veía yo tan claro como el agua.
Y nos dijeron allí que las baterías antiaéreas habían sido retiradas y los equipos disueltos. Nos gustó porque la cercanía de estas baterías representaba un serio peligro para nosotros. Era sólo cuestión de tiempo que vendrían a por ellos, a los que habían causado bastante daño a los de arriba. Los que manejaron estos cañones practicamente eran niños, un poco mayores. Algunos de ellos todavía en edad de HJ (Hitlerjugend). Entre ellos estaba el hijo del panadero. Muchas veces habíamos jugado juntos aunque él era mayor que yo. Los trabajos más pesados los hacían prisioneros rusos que  a cambio de comida colaboraron con el enemigo nazi. No sabíamos qué había pasado con estos chicos.
Días antes también había sido ametrallado un camión de cisterna con gasoil y una nube negra se levantó sobre el pueblo durante horas.
Días antes también habían tiroteado a un trabajador en el campo quien con dos caballos araba. No creo posible que desde arriba no se haya visto que él no era un objetivo militar. Tampoco podían saber que la nacionalidad del hombre, que se llamaba Roszak, era polaca, y sus numerosos hijos con una mujer alemana ahora se quedarían sin padre. Pero el avión de caza invita a eso, a la cacería. Cazar da gusto.
Días antes también pasó una fortaleza volante muy baja por encima de nosotros, con dos motores en llamas, pero siguió volando. Nosotros queríamos verla caer. Pero no nos dio ese gusto; tal vez alcanzaría el otro lado del río Rín. Pues allí ya habían llegado los americanos.

Y el día llegó; no recuerdo la fecha exacta del mes de abril de 1945; eran más o menos las cinco de la tarde cuando nos fue anunciada su llegada por Annie Kress. Ella regresó corriendo en bicicleta del vecino pueblo donde había participado en el saqueo de un tren de carga tiroteado allí por aviones caza. También iba un vagón cargado de prisioneros de guerra americanos y la gente habló de muchos muertos y heridos entre ellos.
“Sie kommen”, era el grito común entre la gente y enseguida de las ventanas hacia la calle principal sacaron sábanas blancas. Esta señal de rendición practicamente se hizo sin acuerdo. Días antes un coche había pasado con un altoparlante que amenazó de muerte a los que eso hicieran
como señal de cobardía. Pero como todos éramos cobardes, el miedo se compartía. Entró un gran silencio y pronto oíamos el ruido de la columna de tanques que se acercaba. “Die Panzerspitze” dijimos porque todos conocíamos la jerga militar. Sabíamos que antes del grueso vendría el cuerpo explorador para ver si había resistencia o no. Se oyeron ráfagas de metralladora pesada y temimos lo peor. Sabíamos lo que pasaría si los exploradores encontraran resistencia. Entonces se retirarían para dejar el terreno a la aviación y eso habría sido el fin del pueblo. El avance americano se hacía a paso de tortuga. Ellos a toda costa querían evitar perder vidas de sus soldados, que tan cerca de la victoria no deberían morir. Pero fueron ellos mismos que habían tirado sobre la veleta de la iglesia protestante, una banderita de bronce. Las iglesias católicas llevaban un gallo para distinguirse. Pero nosotros habíamos bajado a nuestra guarrida en el sótano de la casa. Allí habíamos pasado muchas horas durante los bombardeos sobre Frankfurt y ahora se acercaron el ruido de los motores y el chirriar de las cadenas sobre el pavimento de la calle. Miré por la ventanita estrecha y ví a mi primer americano sentado en un Jeep con el fusil automático en la mano y mirando hacia arriba a las ventanas. Después vinieron los tanques y de ellos sólo vi las cadenas como se movían. Pasaron y ya está, todo quedó como antes, pero ahora todo era diferente. ¿Dónde estaban las autoridades del pueblo? ¿Los funcionarios nazi Huck y Raibling? Ellos eran jóvenes, pero nunca vieron la guerra. Su guerra era mantener el orden y el respeto al régimen en el propio pueblo. Y ahora se habían escapado con unos cuantos más.
Cuando empezó a caer la noche se llenó la calle de gente. Muchachas polacas y rusas forzadas a trabajar en las fincas pasaron cantando. Hombres llevaron antorchas improvisadas y los viejos comunistas del pueblo portaron banderines rojos como brazaletes arrancados a una bandera nazi, se presentaron armados de fusiles y pistolas encontradas en las cunetas. Conocí al viejo Apel por las escenas de borracho que solía formar y quien ahora, de pronto, se había transformado en un hombre importante. Ellos ahora buscaron acción.  Gracias a los amigos franceses, el grupo numeroso de prisioneros en el pueblo, aquello se redujo a teatro. Antes de este día de su liberación, mi abuelo había sido encargado de vigilarlos cuando salían a trabajos forzados, reparaciones, etc.
Y ahora, cuando todo eso había cambiado, dos de ellos llegaron para despedirse de él y de mi abuela.
Había llegado el día que todos habíamos esperado, pero aun no estaba completo. Durante toda la noche se oían ruidos de motores y cuando se levantó el día los vimos, toda una jauría de carros de combate había cruzado la campiña, através de los fértiles campos de trigo y remolacha dejando profundos zurcos imborrables durante años. El pueblo no lo habían pisado. Se oyeron ráfagas de tiros y hecho de día la gente encontraron un grupo de soldados alemanes muertos en la cuneta. Vecinos habían visto cómo se entregaron sin armas y con los brazos en alto. La respuesta era esa. ¿Por qué? El historiador británico John Keegan tiene la respuesta probable: Uno de los problemas en la guerra moderna con carros de combate es ¿qué hacer con prisioneros? La solución más simple es el arma automática a la mano.[1] No sé quién se llevó a los muertos. Uno quedó atrás y fue enterrado en el cementerio del pueblo. Fue una tumba muy cuidada durante años, porque muchas madres vieron ahí a un hijo que no volvió más o mujeres pensando en el esposo desaparecido en la lejana estepa rusa..

Días después llegó la infantería en largas columnas. Gente bien nutrida y en sus uniformes prácticos y limpios parecían gente de otro mundo.  Recuerdo que uno pidió agua a mi abuela. Se quedó un grupo en el pueblo para registrar las casas buscando soldados alemanes escondidos. También nos visitaron a nosotros. Mi madre quitó la foto de mi padre de la pared, era vestido de soldado. Fueron dos que llegaron a la puerta, uno era negro. El primero que ví en mi vida. Y se fueron despidiéndose. Tal vez se acordaban de sus casas allá detrás de las Blue Mountains.
Pero este día también estuvo marcado por una tragedia. Se llevaron al hijo del panadero Saladé, aquel quien había sido soldadito en una de la baterías antiaéreas. Había desertado y se refugió a su casa; allí lo escondieron y ahora los americanos se lo llevaron. Lo sentaron encima de la delantera de un Jeep. Desapareció para siempre; nunca llegó a ninguna parte; ni se supo quién lo había denunciado. Durante muchos años los padres no ahorraban esfuerzos ni dinero para averiguar lo que había pasado a su hijo. Para nada.
Días después cuando todo parecía normalizarse, de pronto se presentó la guerra en el pueblo de nuevo. Yo los ví venir. Era un camión militar alemán, SS como después se supo. Pasó raudo por la calle príncipal. ¿Dónde se habían escondido? ¿Hacia dónde pretendieron huir? No encontraron la vía hacia el puente sobre el río Nida, cruzaron el pueblo y llegaron a topar directo delante de los cañones y metralletas de los tanques. Creo que todo ha sido una cuestión de minutos; todos murieron. Durante días quedaron sembrados sus cadáveres sobre el cesped verde primaveral. Una casa también ardió y el resto ha sido silencio. En estos días se acercaron curiosos y también - ¡qué vergüenza! – saqueadores. Ví una escena que se me grabó para siempre, una mujer vecina sacó una tableta de chocolate del bolsillo de un caido y empezó a comérselo. Sé cómo se llama y sé que ha sido una persona honrada. Sin embargo, yo siempre la miré con desprecio. Años después, cuando estudié historia, y me enfrenté a documentos de guerras pasadas, la de los Treinta Años, por ejemplo, comencé a ver estas cosas con mayor tolerancia. El embrutecimiento es el resultado inevitable de toda violencia cometida por el hombre. “¡De guerras, pestilencias y hambrunas, libéranos Señor!” rezaba mi abuela, y yo la comprendí.
Unas semanas después, cuando era de noche, se presentaba un hombre barbudo, mal vestido y demacrado. Yo no lo ví primero, oí el grito de mi madre desde la puerta. Era mi padre.
Había vuelto contra toda probabilidad caminando desde Austria a la casa cerca de Frankfurt. Venía vestido de civil porque había logrado evitar ser tomado como prisionero. Cuando las armas callaron se encontraba en el frente ruso en Hungría, era cabo de infantería. Su probabilidad de sobrevivir era menos del cinco porcientos. Logró llegar hasta el río Ens, establecido como frontera entre zona americana y rusa. Pudo cruzar el río y de pronto se encontró delante de un sargento americano quien le salvó la vida. No lo devolvió a los rusos parados en la otra orilla sino le dio un salvoconducto para poder volver a casa. Mi padre poseía un solo ojo, debido a un accidente de fábrica – en eso nos parecemos -. No llevó la prótesis y eso infundió compasión al americano desconocido. El mundo está lleno de milagros.
Mi padre había regresado y ahora comenzó una dificil convivencia conmigo. Volvió como hombre con muchos problemas que hoy se conocen como posttraumáticos. Pero eso es otro tema.
Un par de  meses después de eso parecía haberse normalizado nuestra vida, por lo menos la de los niños. Comenzaron las clases nuevamente, y ahora tuvimos una maestra venida del este, desde Silesia. Ella había optado por Alemania porque el marido era alemán; cayó en la guerra. Otros familiares optaron por Polonia y se habían podido quedar allí. Era ella quien se fijó en mí y me mandó al Gymnasium en Friedberg. Convenció a mi familia y yo obedecí. Con eso mi vida tomó otra dirección. Pero antes sucedió algo: los caminos y bosques estaban cubiertos de material peligroso que la guerra había dejado atrás. Había de todo para montar una guerra de guerrillas. Y los niños éramos curiosos contra toda advertencia. Como de costumbre nos saltábamos las prohibiciones. Habíamos perdido el miedo a estas cosas y la ausencia de juguetes nos hizo jugar con la vida. Municiones se podían desarmar quitándoles su carga. No tocando el detonador aquello era juego de niños. Cosa sencilla. Mis amigos Ernst, Gundolf y Fritz Raclès activaron una mina, probablemente antitanque. Me comentaron que tuvieron que recoger sus cuerpos destrozados de los árboles cercanos. Yo no fui con ellos. Pero la maestra me obligó a hablar en el entierro de ellos. No recuerdo lo que se me ocurrió decir con voz quebrada y con un ramo de flores en la mano. Creo que fueron dos o tres frases. Pero era esa una lección inolvidable. Recuerdo hasta hoy exactamente el escenario como una fotografía viva, me sé todos los detalles. Tanto, que en alemán no podría escribir sobre eso.
Más de sesenta años después me pregunto, ¿olvido todo eso? ¿realmente vale la pena recordarlo? ¿Por qué me persigue el recuerdo? Ya no soy el que he sido y nada es como era.
No sé, se lo dejo a mis lectores.

friedrichmanfredpeter      16/05/12



[1] John Keegan, Die Schlacht, dtv no 1650. Eliminar a prisioneros – asesinarlos  - cuando estorbaron era habitual desde que la guerra existe. Está documentado en Azincourt 1415, Waterloo 1815, Somme1916, en Stalingrad y en la guerra del Irak.
El conocido autor Ernest Hemingway – siendo corresponsal en Europa en 1944  – ha reconocido haber  -quemado- más de ochenta nazis. Su status era de observador y no de soldado, su arma era lápiz y papel. Hemingway prefirió usar el revolver contra desarmados.

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