Pocas veces
llevaba retraso, extraño, porque sólo un año antes habían acabado los
bombardeos. Alemania había perdido la guerra y millones de sus habitantes. Los
sobrevivientes necesitábamos comida y transporte. Parecía que toda la población
se movía de un sitio a otro. Y yo tenía que coger el tren para ir al colegio, a
la Augustinerschule en la pequeña ciudad de Friedberg que se encuentra en plena
Wetterau, a 30 km de Frankfurt.
De Frankfurt, de su centro, había quedado un montón de escombros. Pero de su estación central, una de las mayores de Europa, salían los trenes puntualmente, tirados por viejas locomotoras de vapor asmáticas y su hilera de vagones gastados y destartalados; muchos habían estado ya presentes durante la guerra anterior, años atrás, y estaban marcados de Tercera, algunos de Cuarta clase. ¿Dónde habían quedado la Primera y Segunda? Tal vez se habían ido al exilio para buscar mejor sitio.
De Frankfurt, de su centro, había quedado un montón de escombros. Pero de su estación central, una de las mayores de Europa, salían los trenes puntualmente, tirados por viejas locomotoras de vapor asmáticas y su hilera de vagones gastados y destartalados; muchos habían estado ya presentes durante la guerra anterior, años atrás, y estaban marcados de Tercera, algunos de Cuarta clase. ¿Dónde habían quedado la Primera y Segunda? Tal vez se habían ido al exilio para buscar mejor sitio.
El tren que me
tocaba a mí, como todos los trenes
entonces, iba lleno; y eso más que real, porque iba que parecía que no cabía un
alfiler, cargado de gente, de equipajes, de bultos, sacos y canastos. Todo el
mundo transportaba algo o buscaba pillar algo a cambio o trueque en los pueblos
de la Wetterau, donde no habían llegado las bombas y donde el trigo crecía a
pesar de los profundos zurcos que había dejado la maquinaria militar americana
tan eficazmente victoriosa. Sus tanques cruzaron el campo abierto desplegados
temiendo la carretera supuestamente minada; arruinaron trigales y vegas floridas.
Sabíamos que habían llegado para quedarse, era su victoria, y ahora comenzó
nuestro lento despertar de la pesadilla.
Los vehículos
que ahora circulaban sobre las carreteras casi todos llevaban la estrella blanca
y las cunetas aun estaban repletas de chatarra calcinada, algunas marcadas con
la cruz militar alemana; y abundaba la gente caminando en largas columnas
tirando carretas de todo tipo.
Pero a nosotros
nos habían dejado el tren. Y yo, que era delgado como un alfiler y mayor que
Pulgarcito, casi siempre logré a meterme dentro. Pero había veces que tocaba
hacer lo prohibido, viajar en la estrecha plataforma entre dos vagones. Los
vagones más viejos aun poseían este recuerdo de las diligencias de antaño.
Hacer eso tenía que ser un secreto, aunque en mi casa tenían otras
preocupaciones. El viaje no era largo: once km y dos paradas no son casi nada.
Pero era mucho para regresar e ir
caminando a casa, porque eso a veces sucedió. No sé por qué motivo, volver
siempre era más difícil, y por qué la famosa puntualidad por la tarde solía
fallar; las máquinas también se cansaban, supongo.
Si por la
mañana iba lleno, ahora rebosaba. Sacos de patatas hacían casi imposible el
paso. Pero numerosos episodios nos alegraban la vida: la caida de un cartón
lleno de huevos frescos sobre la cabeza de la señora dueña de aquel tesoro. Nos
reíamos mucho; ella no tanto.
¿Por qué no iba
al colegio del pueblo como todo niño normal de mi edad hacía? ¿Para qué me
serviría aprender latín y otras tonterías más? Casi todo el mundo se dedicaba a
las actividades más esenciales de la vida. Tuve mis dudas, pero no lo dejé; la
decisión era mía, nadie me insistió.
La estación de
Friedberg también había recibido bombazos, pero mantenía sus funciones aunque
en días lluviosos faltaba un lugar seco porque todos los tejados habían volado.
Cuando finalmente entró la máquina echando fuertes quejidos de enferma y
alternando humo negro con vapor blanco, los que habíamos esperado mojados nos
lanzábamos a los compartimientos sin educación ni disciplina, la que suelen
atribuir a los alemanes.
Las máquinas
todavía llevaban inscripciones del recien desaparecido Tercer Reich, mal
borradas pero todavía legibles: “Alle Räder müssen rollen für den Sieg!” que
significa que todas las ruedas deben rodar para alcanzar la victoria. Lo que
antes era mentira, ahora sonaba a pura ironía. Había una inscripción acompañada
por el dibujo de un ladrón que cargaba un bulto que decía: “Der Kohlenklau geht
um.” Y eso era para denunciar a los ladrones de carbón piedra que era la fuente
de energía para alimentar las máquinas. Confieso que yo también he sido uno de
estos ladrones. No había más remedio y nuestro cardenal Frings había declarado
que eso ya no era pecado. A lo largo de la vía había depósitos con reservas de
carbón y de agua para las máquinas. Y caminando sobre la vía, siempre echando
el paso corto de un travesaño al otro se encontraban pedazos de carbón caidos
mientras el maquinista alimentaba el fogón. Yo, como otros niños más, recogíamos
y robábamos según la oportunidad.
Había que
cuidarse de los trenes. Dos niñas que yo conocía no tuvieron este cuidado. Era
un día con espesa niebla que se traga vista y ruidos. Eran muchachas guapas,
dos hermanas, y yo ya tenía la edad para darme cuenta de eso. Y al recordarlo hoy, siento profunda
vergüenza por la indiferencia con que los de mi edad aceptábamos esa noticia.
No nos habíamos alejado todavía de esa esencia vital de experimentar la violencia
como algo normal, como inevitable, como parte de la vida. Tanta gente muertos,
desparecidos, prisioneros en paises lejanos, fugitivos no sé de dónde. El mundo
entero parecía una sola tragedia. Y nosotros chicos, risueños, llenos de vida.
Pienso que eso
era la causa de la excesiva preocupación de mi abuela que no me sucediera nada, que tuviera cuidado,
que no me precipitara, que no corriera.
Yo siempre tardé en salir de la casa por la mañana. ¿Para qué estar en el andén
temblando de frío? Yo esperaba que estuviera echada la barrera que cerraba la
carretera para dejar pasar el tren.
La “Barrière”[1]
era el grito de guerra de mi abuela que me hizo atrapar la mochila y salir
corriendo. Creo que siempre lo pillé durante los nueve años que duraba el
Gymnasium. Poco a poco mejoraban las condiciones de transporte porque el famoso
milagro alemán llegó también a los trenes, lo cual nos dice que comprobado está
que toda crisis tiene un principio y también un fin: el Tren.
friedrichmanfredpeter,
sábado 5 de mayo de 2012
[1] No se extrañe de eso, nuestro dialecto estaba repleto de palabras
francesas que hoy poco a poco se pierden o ceden el paso a prestaciones del
inglés.
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