sábado, 5 de mayo de 2012

El Tren

Pocas veces llevaba retraso, extraño, porque sólo un año antes habían acabado los bombardeos. Alemania había perdido la guerra y millones de sus habitantes. Los sobrevivientes necesitábamos comida y transporte. Parecía que toda la población se movía de un sitio a otro. Y yo tenía que coger el tren para ir al colegio, a la Augustinerschule en la pequeña ciudad de Friedberg que se encuentra en plena Wetterau, a 30 km de Frankfurt.

De Frankfurt, de su centro, había quedado un montón de escombros. Pero de su estación central, una de las mayores de Europa, salían los trenes puntualmente, tirados por viejas locomotoras de vapor asmáticas y su hilera de vagones gastados y destartalados; muchos habían estado ya presentes durante la guerra anterior, años atrás, y estaban marcados de Tercera, algunos de Cuarta clase. ¿Dónde habían quedado la Primera y Segunda? Tal vez se habían ido al exilio para buscar mejor sitio.
El tren que me tocaba  a mí, como todos los trenes entonces, iba lleno; y eso más que real, porque iba que parecía que no cabía un alfiler, cargado de gente, de equipajes, de bultos, sacos y canastos. Todo el mundo transportaba algo o buscaba pillar algo a cambio o trueque en los pueblos de la Wetterau, donde no habían llegado las bombas y donde el trigo crecía a pesar de los profundos zurcos que había dejado la maquinaria militar americana tan eficazmente victoriosa. Sus tanques cruzaron el campo abierto desplegados temiendo la carretera supuestamente minada; arruinaron trigales y vegas floridas. Sabíamos que habían llegado para quedarse, era su victoria, y ahora comenzó nuestro lento despertar de la pesadilla.
Los vehículos que ahora circulaban sobre las carreteras casi todos llevaban la estrella blanca y las cunetas aun estaban repletas de chatarra calcinada, algunas marcadas con la cruz militar alemana; y abundaba la gente caminando en largas columnas tirando carretas de todo tipo.
Pero a nosotros nos habían dejado el tren. Y yo, que era delgado como un alfiler y mayor que Pulgarcito, casi siempre logré a meterme dentro. Pero había veces que tocaba hacer lo prohibido, viajar en la estrecha plataforma entre dos vagones. Los vagones más viejos aun poseían este recuerdo de las diligencias de antaño. Hacer eso tenía que ser un secreto, aunque en mi casa tenían otras preocupaciones. El viaje no era largo: once km y dos paradas no son casi nada. Pero era mucho para  regresar e ir caminando a casa, porque eso a veces sucedió. No sé por qué motivo, volver siempre era más difícil, y por qué la famosa puntualidad por la tarde solía fallar; las máquinas también se cansaban, supongo.
Si por la mañana iba lleno, ahora rebosaba. Sacos de patatas hacían casi imposible el paso. Pero numerosos episodios nos alegraban la vida: la caida de un cartón lleno de huevos frescos sobre la cabeza de la señora dueña de aquel tesoro. Nos reíamos mucho; ella no tanto.
¿Por qué no iba al colegio del pueblo como todo niño normal de mi edad hacía? ¿Para qué me serviría aprender latín y otras tonterías más? Casi todo el mundo se dedicaba a las actividades más esenciales de la vida. Tuve mis dudas, pero no lo dejé; la decisión era mía, nadie me insistió.
La estación de Friedberg también había recibido bombazos, pero mantenía sus funciones aunque en días lluviosos faltaba un lugar seco porque todos los tejados habían volado. Cuando finalmente entró la máquina echando fuertes quejidos de enferma y alternando humo negro con vapor blanco, los que habíamos esperado mojados nos lanzábamos a los compartimientos sin educación ni disciplina, la que suelen atribuir a los alemanes.
Las máquinas todavía llevaban inscripciones del recien desaparecido Tercer Reich, mal borradas pero todavía legibles: “Alle Räder müssen rollen für den Sieg!” que significa que todas las ruedas deben rodar para alcanzar la victoria. Lo que antes era mentira, ahora sonaba a pura ironía. Había una inscripción acompañada por el dibujo de un ladrón que cargaba un bulto que decía: “Der Kohlenklau geht um.” Y eso era para denunciar a los ladrones de carbón piedra que era la fuente de energía para alimentar las máquinas. Confieso que yo también he sido uno de estos ladrones. No había más remedio y nuestro cardenal Frings había declarado que eso ya no era pecado. A lo largo de la vía había depósitos con reservas de carbón y de agua para las máquinas. Y caminando sobre la vía, siempre echando el paso corto de un travesaño al otro se encontraban pedazos de carbón caidos mientras el maquinista alimentaba el fogón. Yo, como otros niños más, recogíamos y robábamos según la oportunidad.
Había que cuidarse de los trenes. Dos niñas que yo conocía no tuvieron este cuidado. Era un día con espesa niebla que se traga vista y ruidos. Eran muchachas guapas, dos hermanas, y yo ya tenía la edad para darme cuenta de eso.  Y al recordarlo hoy, siento profunda vergüenza por la indiferencia con que los de mi edad aceptábamos esa noticia. No nos habíamos alejado todavía de esa esencia vital de experimentar la violencia como algo normal, como inevitable, como parte de la vida. Tanta gente muertos, desparecidos, prisioneros en paises lejanos, fugitivos no sé de dónde. El mundo entero parecía una sola tragedia. Y nosotros chicos, risueños, llenos de vida.
Pienso que eso era la causa de la excesiva preocupación de mi abuela  que no me sucediera nada, que tuviera cuidado, que  no me precipitara, que no corriera. Yo siempre tardé en salir de la casa por la mañana. ¿Para qué estar en el andén temblando de frío? Yo esperaba que estuviera echada la barrera que cerraba la carretera para dejar pasar el tren.
La “Barrière”[1] era el grito de guerra de mi abuela que me hizo atrapar la mochila y salir corriendo. Creo que siempre lo pillé durante los nueve años que duraba el Gymnasium. Poco a poco mejoraban las condiciones de transporte porque el famoso milagro alemán llegó también a los trenes, lo cual nos dice que comprobado está que toda crisis tiene un principio y también un fin: el Tren.

friedrichmanfredpeter, sábado 5 de mayo de 2012



[1] No se extrañe de eso, nuestro dialecto estaba repleto de palabras francesas que hoy poco a poco se pierden o ceden el paso a prestaciones del inglés.

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