“Muchos recuerdan la República Democrática Alemana como una
sociedad de color gris, tan gris como
las fachadas de las casas en Berlín oriental.
Gris era el color de la teoría, y gris también era la vida. El estado
del socialismo real mantenía a sus ciudadanos encerrados; les impuso los diez
mandamientos del socialismo y dispuso qué tenían que pensar y cómo sentir y
actuar; intentó crear el nuevo hombre socialista; y procuraba castigar el
comportamiento disidente. A los muy resistentes los encerraba en Bautzen o los
desterraba a la otra orilla del río Elba.”[1]
El día tres de octubre, día de la reunificación de Alemania, nos
recuerda de dónde hemos partido y a dónde hemos llegado más de veinte años
después.
Pocos estados han intentado imponer una ideología reinante con mayor
énfasis e intolerancia como aquel estado que había nacido bajo la voluntad
soviética después del derrumbe de
Nazialemania. Y parecía que la caida de un régimen totalitario ofrecía la
oportunidad para instalar otro.
Mucho se ha escrito sobre disidentes, víctimas de vigilancia y control
omnipresentes de la StaSi[2],
real sucesora de la GeStaPo[3]
nazi. Muy conocidas son las biografías
de figuras dominantes, ejecutores de la voluntad política ajena, conformes u
oportunistas. La vida gris de la gran masa popular, conforme o resignada, no ha
despertado gran interés.
¿Mas, cómo ha sido la vida de aquellos que colaboraron convencidos de
que se trataba de una buena causa?, establecer el socialismo sobre el suelo
alemán, creyendo servir a un ideal aunque su realización estuviera defectuosa,
viviendo una realidad que les causaba pena y desesperación. ¿Qué les impedía
unirse a disidentes y opositores? y ¿por qué se mantenían fieles a una causa
perdida?
La respuesta es: El fundamento de esta implicación era un acto de fe.
Eran creyentes, querían que fuera realidad lo que habían soñado durante años.
Años, que en muchos casos fueron de privaciones y de sufrimientos. Esa
experiencia y una temprana lectura de textos clásicos del socialismo les había
abierto los ojos y creían haber comprendido las verdaderas causas del mal: las
condiciones de vida impuestas por el capitalismo. Identificar al enemigo común
significaba colaborar con la revolución socialista. Y eso tenía que ser en su
forma más decidida y radical: el comunismo.
Así había pasado a Jürgen K., quien todavía pocos meses antes de su
muerte en 1997 recordaba el momento exacto de esa conversión: En 1920 tuvo un
encuentro con Karl Kautsky eminente teórico socialista, quien había conocido a
Karl Marx personalmente. Y Kautsky le dijo: “¡Hijo mío, no olvides que el saber
no lo es todo, también hay que poder creer!” El converso de Jürgen K. nunca
dudó de esa fe hasta el mismo día de su muerte. “Desde el primer día fui feliz
en el Partido. Tenía un puesto firme para toda la vida; y abandonar el Partido
era como dejar de vivir, alejarme de la misma humanidad.”[4] El
mismo Jürgen K. admitió con risa el comentario que su esposa le solía dirigir:
“ Tú, doscientos años años habrías sido un perfecto jesuita.”
Ampliemos un poco la imagen de este hombre: Jürgen K. era el nieto de
un importante banquero judío de Berlín y debido a eso la familia residía en un
impresionante palacete junto a un lago cerca de Berlín. Durante los años de
estudios Jürgen K. había tenido numerosos encuentros antisemitas. El judaismo
para K. no significaba nada. Había sido bautizado y participó en la
confirmación de la iglesia protestante. Pero su verdadera fe era la esperanza
del socialismo redentor. Y creía que el antisemitismo racista de los nazi no
era más que una connotación de lucha de clases, un disfraz de la guerra del
capital contra la clase obrera y sus principios.
Con toda su familia K. vivió en el exilio inglés y americano durante
los años del Tercer Reich. Después de la guerra regresó a Alemania,
naturalmente a Berlín oriental. Su productividad como docente universitario era
inmensa ( cerca de mil publicaciones). Durante todos estos años K. pasó un
permanente conflicto interno con el Partido y el Gobierno comunistas. Sin
embargo, nunca dejaba que su convicción de comunista fuera puesta en duda. No
tardó de manifestar su absoluta lealdad y obediencia a la dirección del
Partido, hasta el hecho de colaborar activamente con el sistema de espionaje de
la StaSi. Altamente condecorado vivió de cerca la desaparición de lo que él
consideraba el mejor régimen político que sobre territorio alemán haya existido.
Jürgen K. era la viva encarnación de la figura del creyente comunista que a
pesar de su intelecto analítico era capaz de cantar el himno del Partido: “Die
Partei, die Partei, sie hat immer Recht!” ( El Partido, el Partido siempre
tiene razón).
Es muy notable, que K. logró borrar completamente el hecho de ser
perseguido, tanto por ser judío como por ser comunista. Adoptó la tesis
estalinista que la cuestión judía no existía,[5] y que
el socialismo había solucionado definitivamente la cuestión racial. Pero los
K., protegidos especialmente por el régimen, comodamente vivían en su villa
heredada con mayordomo y empleados domésticos, y eso era como si no hubiese
pasado nada y la reunificación de Alemania naturalmente la vivieron como una
derrota personal.
Jürgen K. no es un caso aislado y en el otro extremo de la escala
social se encuentran casos ejemplares. ¿Los contaré?
friedrichmanfredpeter, día de la Reunificación, 3 de octubre de 2011.
[1] Ute Frevert, Nonkonformität im Sozialismus, Merkur 748/749, p.
876.
[2] Staatssicherheit, policía de la Seguridad del Estado.
[3] Geheime Staats Polizei, Policía Secreta del Estado.
[4] Cit.: Ute Frevert, nota 1.
[5] Los soviéticos quisieron tapar los crímenes nazi contra judíos y
continuaron en la línea de discriminación en su zona de influencia.
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