Narra Heinrich Böll, escritor y premio Nobel, una anécdota: un viajero
del norte encuentra a un pescador en el lejano sur de Europa. En vez de pescar,
lo que había esperado el viajero, lo halla tirado bajo un árbol y dedicado a
cómoda siesta.
–¿Por qué no pesca? pregunta,
–Porque ya he pescado, contesta aquel hombre tranquilo.
–Pero podía pescar más, insiste el viajero.
–¿Y para qué? responde este, algo molesto.
–Pues, para ganar más, dice aquel.
–¿Y para qué? --- ¡Cómprate cosas, disfruta más la vida!
–Ya compré lo que necesitaba, estoy disfrutando.
La anécdota reflexiona el cliché de un norte que trabaja y de un sur
que disfruta de la vida. Hay algo de admiración en este cliché que insinua que
el norte es laborioso y vive para trabajar, mientras el sur sólo trabaja para
vivir. En esta admiración también se mezcla un poco de envidia y un cierto
complejo de inferioridad.
–Venimos acá para disfrutar, suele admitir el turista que viene del
norte, – porque en casa no lo sabemos hacer.
Desde hace ya siglos se conoce el cliché del “locus amoenus”, el lugar
de placer y de ocio que anhela el viajero errante. El escritor Goethe hace
cantar a la joven Mignon: “Kennst du das
Land, wo die Zitronen blüh´n? ---
Dahin, dahin, lass mich mit dir, du mein Geliebter ziehn!” (¿Conoces tú el país donde florecen los
limoneros? --- ¡Allá, allá, quisiera ir contigo, tu mi querido amigo!)
“Sehnsucht, Fernweh” son las palabras
poéticas que están presentes en la poesía romántica alemana. Se trata de un
deseo, una nostalgia de la lejanía como un lamento de ausencias y de privación en busca de un complemento para un alma
insatisfecha.
De modo inconsciente eso es el motor que mueve la industria turística.
Pero como pasa con todos los deseos irracionales, detrás se encuentra la decepción. Generalmente sólo
hay un leve eco de aquel sueño en la realidad, y más de uno que había buscado
la otra vida vuelve con sensación de desengaño y comienza a forrarse en la
superioridad del que cree saber hacer las cosas mejor hablando con desprecio de
“da unten” – allá abajo.
Narran literatos del sur, Julio
Gamba por ejemplo, encuentros excéntricos con la cultura del norte: auténticas
valquirias se asoman de las ventanas de sus pintorescas mansiones exhibiendo
mucha carne y poca gracia, mientras en el restaurante cercano se sirven los
codillos de cerdo acompañados de la indigerible colcruta – “Sauerkraut”. Y todo
eso se aguanta, porque regada con cerveza, la alemana, el consuelo está
servido. Y no faltan las voces actualmente, en plena crisis del pepino, que
dicen “¡admirable país, pero la comida llévatela mejor de tu casa!”. Así hace
un profesor del Instituto Cervantes, se lleva el cochinillo desde Segovia a
Berlín porque “aquí se come muy mal”, dice.
Y una sevillana opina que a “los
alemanes” mucho les gustan “nuestros” pepinos. Hasta los niños se los llevan al
colegio, “para picar”. Sin embargo, el
gobierno ya no los deja seguir esta sana costumbre. Y ¿qué extraña conspìración
habrá detrás de eso porque están eqiuivocados cuando ellos no suelen
equivocarse, estos alemanes?
En mi vida profesional como profesor en Alemania nunca he visto a un
niño con un pepino en la mano. Pero sé, que real es lo que se ha visto o lo que
uno cree haber visto y siempre solemos ver lo que queremos ver. Comprendo el
desengaño que sufre aquel que encuentra lo imperfecto cuando ha esperado la
perfección. La admiración, sentimiento irracional, fácilmente se trasnforma en
su contrario, el rechazo y el menosprecio.
¿Qué remedio hay contra la proliferación del prejuicio en esa Europa
que se declara “Unión Europea”? No lo sé, me temo que hay que vivir con ello y
no tomarlo demasiado en serio porque sabemos que el hombre no es un ser
racional y se deja llevar por sus emociones.
Manfred Peter - 12 de junio de
2011
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