22 de junio, a las 4 de la
madrugada, setenta años atrás, la Wehrmacht invade la Unión Soviética; participan más de tres millones
de soldados alemanes con un inmenso potencial bélico, el mayor ejército de la
época y el mejor armado.
Setenta años después, en la lejana Rusia, a las 4 de la madrugada, tocan todas las campanas, y millones de personas se reunen en las calles con velas en las manos para conmemorar a sus muertos – veintisiete millones de militares y civiles – que ha causado rechazar la invasión y triunfar sobre los invasores. Todos conocemos lo que pasó, sobre todo el final, la toma de Berlín, la bandera roja sobre la cúpula del Reichstag, la muerte del Führer en su guarida y el final del Tercer Reich entre la sangre y los escombros: Ende, Aus, punto final, ¡no habrá futuro para Alemania! Eso pensábamos, muchos alemanes sobrevivientes, hasta los niños. Uno de ellos fui yo. Siento escalofrío cuando pienso en eso y sé que con rusos estaremos unidos para siempre, millones de vidas extinguidas pesan sobre nuestra nación. No es la única carga que llevamos encima, pero es la más sangrienta. Formamos “Blutsbruderschaft”[1] con ellos, unión por sangre vertida. Stalin había ahogado a Hitler en la sangre de su propio pueblo, dice Katja P. Y es cierto, la alianza contra Hitler era desigual, unos – los aliados del oeste – pusieron las bombas , otros – los soviéticos – dieron su sangre.
Setenta años después, en la lejana Rusia, a las 4 de la madrugada, tocan todas las campanas, y millones de personas se reunen en las calles con velas en las manos para conmemorar a sus muertos – veintisiete millones de militares y civiles – que ha causado rechazar la invasión y triunfar sobre los invasores. Todos conocemos lo que pasó, sobre todo el final, la toma de Berlín, la bandera roja sobre la cúpula del Reichstag, la muerte del Führer en su guarida y el final del Tercer Reich entre la sangre y los escombros: Ende, Aus, punto final, ¡no habrá futuro para Alemania! Eso pensábamos, muchos alemanes sobrevivientes, hasta los niños. Uno de ellos fui yo. Siento escalofrío cuando pienso en eso y sé que con rusos estaremos unidos para siempre, millones de vidas extinguidas pesan sobre nuestra nación. No es la única carga que llevamos encima, pero es la más sangrienta. Formamos “Blutsbruderschaft”[1] con ellos, unión por sangre vertida. Stalin había ahogado a Hitler en la sangre de su propio pueblo, dice Katja P. Y es cierto, la alianza contra Hitler era desigual, unos – los aliados del oeste – pusieron las bombas , otros – los soviéticos – dieron su sangre.
No recuerdo una fecha fija cuando desperté de mi inocente infancia. Los
primeros recuerdos son musicales: las cornetas wagnerianas, compañeras del
parte militar en la radio y la sonora voz del interlocutor hablando de
victorias y triunfos: “Das Oberkommendo der Wehrmacht gibt bekannt.” Melodías
de óperas u operetas repetidas con frecuencia y dedicadas como saludos a
soldados en la lejana Rusia; y naturalmente la inevitable canción de Lilimarleen,
melodía sentimental con un texto banal, pero popular en todos los frentes. Me
pegué a la radio, y Radio Beromünster y el Soldatensender Calais me eran
familiares. Mi madre me leía cartas – Feldpostbriefe – que mi padre escribió
desde Italia; era soldado de infantería. Pero después, cuando comenzaron los
bombardeos sobre Frankfurt y se supo que algo terrible había sucedido en el
este – la pérdida de la batalla de Stalingrado – no supimos más nada de él
porque su batallón ahora se encontraba en el frente ruso. Sobrevivió y regresó,
pero ya no era él que yo recordaba, comencé a temerle. Nunca habló de la
guerra, nada sé que le pasó. Y fue Fritz,
guía y tutor, quien me abrió los ojos; él me despertó.[2] A
nuestros vecinos llegaron noticias como esta: “Gefallen für Führer, Volk und
Vaterland”. Se trató de los tres hijos de la familia, caidos en un solo mes en
el este. Yo comencé a crecer, heredé una bicicleta y los zapatos de ellos– mi
botín de guerra.
Pero me ocurrió algo que nunca olvidaré. Me topé de pronto con un grupo
de prisioneros, eran rusos. Iban acompañados por guardas y tuvieron que
descargar vigas de un camión. Eran figuras esqueléticas, salidas temporalmente
de un campo de concentración para ejercer esta labor. Llevaban uniformes medio
rotos. Su aspécto era terrible. Nunca había visto antes personas degradadas
hasta este extremo. Yo quedé paralizado.
Llevaba una carafa con leche en la mano porque me habían mandado a comprarla.
En aquel tiempo la leche se vendía suelta, no empacada como hoy. Uno de los
guardas me dijo: ¡Véte! Y yo me fui. Temblando llegué a casa y casi derramé la
leche. No se la dí a aquellas personas como mi conciencia mandaba, no se la
había dado. No fue porque era cobarde, nunca lo he sido. Simplemente me
horrorizó lo que acabé de ver y este horror se me quedó clavado para siempre.
Nunca olvidé aquella escena, porque comprendí que había visto la cara del mal y
sabía que estos rusos estaban destinados a morir miserablemente. Más tarde entendí que eso era parte de la
guerra de exterminio practicada por nuestro ejército en el este.
Y hoy, 22 de junio de 2011, lo recuerdo y a ellos, aquellos seres medio
muertos, les pido perdón.
Manfred Peter
22 de junio de 2011
[1] Lo dice la escritora Katja Petrowskaja – vive en Berlín – publica
en alemán.
[2] Mi tío Friedrich Peter – Fritz – soldado pionero participó del
principio al final en la guerra en Rusia. Sobrevivió y ha sido tutor mío cuando
comencé a buscar orientación. Sé mucho sobre su vida y lo he relatado para los
amigos en cuatro capítulos. Si al lector de ese texto le interesa, pídamelo.
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