…”Luego el velo
de la muerte lo envolvió. El alma emprendió el vuelo y se marchó al Hades,
llorando la fuerza y la juventud perdidas”… así murió
Patroclo, el guerrero que con tanta fuerza e insistencia deseó ir a la batalla.
A propósito de
un tema siempre recurrente, el de La
muerte, nos reencontramos en la
magnífica Ilíada de Homero con
revelaciones sencillas y siempre actuales acerca de luchar y morir en el campo
de batalla. Más adelante en la lectura:
…”Y hablando del dolor, ¿qué puedo decir de lo que
pasó con Janto y Balio? Eran los caballos inmortales de Aquiles, y habían
llevado a Patroclo a la batalla. En fin, cuando Patroclo cayó, Automedonte se los llevó lejos de la
contienda, pensando que los pondría a buen recaudo .... Pero ellos, cuando estuvieron en medio de
la llanura, se detuvieron, de improviso; se quedaron quietos porque su corazón
estaba destrozado por la muerte de Patroclo .... permanecieron inmóviles, como
una estela de piedra sobre la tumba de un hombre, con los hocicos rozando el
suelo, y lloraban, lágrimas ardientes. Sus ojos, eso dice la leyenda, lloraban.
Ellos no habían nacido para sufrir la vejez, ellos eran inmortales. Pero habían
cabalgado al lado del hombre, y de él habían llegado a aprender el dolor: porque no hay nada sobre la faz de la
tierra, nada que respire o camine, nada tan infeliz como es el hombre. Al
final, bruscamente, los dos caballos se lanzaron al galope, pero hacia la
batalla. .... la verdad es que parecía un carro enloquecido, que cruza la
batalla como un viento, sin derramamiento de sangre, absurdo y maravilloso.”[1]
A la muerte del guerrero Patroclo lloran los caballos inmortales de Aquiles
quien en aquel tiempo se había retirado del campo de batalla, donde durante largos
años invasores griegos y troyanos libraron una guerra a muerte. ¡Qué suerte la
de Patroclo! ¡Qué admirables estos caballos que dan ejemplo a los hombres
acerca de cuál debiera ser su verdadero destino: dejar reposar las armas y
llorar… que haya paz!
¡Eso no
importa! Es el duelo de hombre contra hombre, cubiertos ambos de brillante
armadura de bronce y de escudos lucientes, llevando lanzas y espadas en manos
adiestradas para darse la muerte. Buscar botín, real y simbólico. Es su
destino: volver a Grecia, cubiertos de fama, con la nave cargada de mujeres esclavas
y de tesoros. Para eso exponen sus vidas e intentan quitársela al adversario.
Y desde lo alto
de las nubes celestes contemplan los dioses inmortales el espectáculo igual que
los mortales contemplarían una riña de gallos o de perros. ¿Harían apuestas? El
juego está abierto de manera que quien ría mejor será el último: el ganador. Ciertos gallos hay preferidos por los dioses:
Aquiles por ejemplo, le ama el mismo Zeus sin embargo también morirá. ¿Qué
motiva a los dioses? Nadie lo sabe. El juego es así de sencillo, es el azar.
¿Qué perdura,
quién vencerá, a qué precio?
La Ilíada de
Homero no formula respuesta, sólo queda el dolor. NUNCA se trata de dolor
físico; no leemos nada acerca de un quejido de dolor por parte de ninguno de
los guerreros. Por el contrario… Patroclo pronuncia palabras de última voluntad
antes de morir: "¡No dejen que me
coman buitres y perros!" Y por eso siguen luchando los suyos, para rescatar el cadáver,
para rendirle honores de sepultura, mientras el alma viaja camino al Hades.
A los dioses,
ahí arriba, eso no les preocupa, ocupados están bebiendo néctar en copas
doradas.
Sólo resienten
los caballos. ¿Quién de los guerreros presentes es capaz de imitar estos
gestos, quién será tan "humano" para arrepentirse y para correr a través del campo llorando?
El gesto que
Homero inventó es espectacular. El documento que nos llega desde la
prehistoria, con una antigúedad similar a la Biblia, nos estremece con este
menjaje de madurez humano. Nos llega esta muestra de dolor sorprendente y
veraz, y se nos cae la espada invisible que llevamos cargada en nuestras manos.
A través de los
caballos el texto nos enseña cómo si imitáramos a los caballos de Aquiles
abandonaríamos el odio por el dolor y no nos dolaría la derrota propia, sino el
dolor ajeno. Veríamos la muerte de Patroclo, el amigo o el enemigo y su muerte
no nos sería indiferente, tampoco aceptaríamos entregar este cadaver a los
buitres o perros. No clavaríamos su cabaza en la pìca para exhibirla
triunfantes. De los caballos aprenderíamos que hay un valor detrás de las
muertes, la valía de portarse como humanos. Tal lección no la enseñan los
dioses; nos la han indicado unos
caballos excepcionales: Janto y Balio, los caballos divinos de Aquiles.
friedrichmanfredpeter abril 2016
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