miércoles, 6 de marzo de 2013

Cartas

Se escriben cada vez menos, dicen los que lo saben. Estamos viviendo una tácita revolución cultural con dimensiones y alcance aun no pronosticables. Ganamos información  en un permanente ciclo de novedades, nos hablan, nos gritan, nos llenan de ofertas para divertirnos y vivir mejor. ¿Es cierto eso?
Ayer traté de enviar una carta a Alemania. Tuve que hacer cola para entregarla a correos. En Morón, tal vez en España, no se venden sellos para cartas al extranjero; y este extranjero es un país de la comunidad europea con la garantizada libre circulación de dinero y mercancías.

No hay sellos (estampillas en Colombia). El servicio de correo se hace eco de este cambio en la comunicación entre personas y naciones.
Un tsunami, una ola gigantesca de la información, se traga la comunicación; con una enorme fuerza invade toda privacidad, apaga las luces de la razón y de las emociones sútiles. No hay tiempo para eso. El entusiasmo por la novedad no permite descanso ni concentración. Los periodistas de la radio se adaptan a esta nueva ley, hablan tan rápido que no se escucha a veces lo que dicen; saltan de un tema al otro sin intervalo. Lo que hay que tragar es tanto, que los órganos vitales no logran masticar y digerirlo;  se alza la voz y se precipita ¿hacia dónde? No hay meta, no hay perspectiva, no hay punto final. Nadie nunca admite la pregunta: ¿Y para qué sirve todo eso, cuál es la esencia del alud informativo, qué principios o idea contiene o persigue?
¿Sería esa la mercancía sin valor de uso?  Distrae por un momento, se apaga como el interruptor de la luz, y ya está olvidada, dejando una huella invisible en el público, pero notable en alguna cuenta bancaria.

Es digno recordar como comenzó todo eso, el escribir cartas por necesidad social, por el placer de comunicarse con otros, para elaborar con pluma y tinta sobre papel, proyectos de vida, ideas, emociones.
Y de esa necesidad social nació literatura, se elaboró arte y filosofía. La carta interrumpe con fuerza en la cultura del siglo de las luces, el ilustrado XVIII. Escribir cartas se popularizó de tal manera que la misma vida de muchos quedó impregnada por el escribir como pasión, anticipando así el escritor de novelas y ensayos.
¿Qué es una novela? pregunta el romántico Jean Paul, y contesta: es una gruesa carta.
Y sus biógrafos destacan  una costumbre en su casa:
Sentados juntos a la misma mesa, con su esposa al lado, se escriben cartas con pluma y tinta sobre papel, uno a otra, otra a uno, cartas de amor y de reflexión. Sin hacer uso de correo ni de cartero.
¿Para qué sirvió entonces? Podían haber hablado lo que tenían que decirse.
Es el juego, y del juego brota la cultura, dice Schiller. Pues la frase escrita, más que la hablada, está pulida, limada, tal como a piedras preciosas se las pule para que brillen. Y este brillo de las ideas cuajadas en fórmulas magistrales forma la esencia de obras de Schiller y Goethe.Y ellos, viviendo a doscientos metros de distancia, el uno del otro, casi diariamente intercambiaron cartas escritas y selladas cuidadosamente. Eran conscientes de la importancia de lo  que se tenían que decir, y por eso se escribieron. Y cuando se encontraron, hablaron del tiempo, de los buenos amigos y de otros malos, como suele ser entre rivales que se quieren.
Y era Johann Wolfgang Goethe, quién escribió la colección de cartas que cambió  la sociedad de su tiempo: Los Sufrimientos del Joven Werther.[1] Es el joven escritor, quien se esconde detrás del autor de estas cartas sobre un amor frustrado y con un final dramático, el suicidio. Suicidio que el autor contempló en un amigo. Y de ahí nació la pareja trágica de Charlotte y Werther, un amor imposible, contemplado bajo el estilo de escribir cartas. En carta se confiesa lo que la palabra hablada jamás admitiría. La vida misma de los dos se vuelve literatura. El efecto del librito fue sensacional. El tiempo mismo parecía haber esperado una obra de este tipo. Napoleón admitió haberla leido siete veces y condecoró al autor, aunque sus soldados borrachos, durante el saqueo de la ciudad de Weimar, por poco hubiesen clavado la bayoneta al maestro que no quería desprenderse de su colección de minerales y admitir desorden en sus cosas.
Cartas dan refugio a la soledad, a la contemplación y reflexión, ejercen un efecto humanizante sobre el lector, aunque este fuera guerrero. Cartas esperan respuestas, no son simples mensajes a tomar nota y olvidar. Desarrollan lo que los sicólogos llaman la inteligencia emocional, la capacidad de imaginación y de pentrar y compartir experiencias de otro. Cartas desde campos de batalla a la emperatriz y al unigénito delfín dan testimonio de un Napoleón, todo diferente del que pensamos conocer. Aquí es el amable esposo, el padre preocupado y enamorado de la vida familiar. ¿Aprendió algo de Werther? Y eso, a pesar de escenarios sangrientos que marcaron su paso por Europa.
¡Mi destino! Como decía en sus cartas como disculpándose. Goethe, sólo meses después de la batalla desarrollada delante de su ciudad (Jena /Auerstedt) se atrevió a pisar  estas tierras cubiertas de despojos de cuerpos humanos y caballos. Llevó la medalla de Napoleón puesta.
Su carta habla de asco y desesperación, de crisis existencial.
Cartas han sido una sublime elevación de las almas, humanizadoras en el buen sentido. La cultura de idealismo y  romanticismo alemánes ahí tiene su orígen.
¿A quién extraña entonces, que a una persona tan conocida por su actuación en política se le debe agradecer su gran talento como escritora de cartas memorables?
Una vez más voy a citar a Rosa Luxemburgo, quien en su carta desde la carcel de Wronke cerca de Breslau cuenta un suceso emocionante.
La carta del día 1 de junio de 1917 está dirigida a Sophie Liebknecht, hija del compañero en la lucha política socialista, Karl Liebknecht:

<<Lo que me ocurrió ayer, se lo tengo que contar. Entrando por la mañana al cuarto de baño, encontré una mariposa (Pfauenauge), luchando a muerte –probablemente durante días – contra el vidrio de la ventana; dio aun leves síntomas de vida moviendo las alitas. Impacientemente me vestí, me subí a la ventana, y con mucho cuidado la cogí entre las manos. Ya no se defendió. Logré colocarla en el poyete delante de la ventana para que despertara el último halo de vida; se quedó quieta y le coloqué algunas flores delante para que comiera algo si podía. Y en este momento empezó a cantar el mirlo con toda su fuerza y todo sonaba. Yo dije en voz alta: ­– ¡Escucha al pajarito, como canta con alegría, algo de eso te debe pasar a tí y devolverte algo de vida!­­­–  Me dio risa al darme cuenta que había hablado con una mariposa. Palabras inútiles, pensé yo. Pero, cuando volví a la media hora, ví  que el animalito se había movido y poco después se fue volando muy despacito. Cuánto me alegré por esa salvación. Fue toda una experiencia notable.>>[2]

He determinado valorar a las personas, no por lo que opinan sino por lo que son. Y Rosa L. es una persona auténtica, valiente y entera. Sus cartas lo revelan. Su destino – como sabemos – ha sido  menos afortunado que el de la mariposa. No ha podido contar con una mano  humana ni tolerante, sino con la del asesino brutalizado en la guerra.
Escribiendo cartas, como esta, querido lector o lectora, es como encontrarse como Robinson Crusoe en su isla perdida sin más horizonte que los ruidos de facebook o twitter, noticieros incansables y telefonos móviles sonantes en todaspartes, ruidos de todo tipo, sin parar. Pero, esta isla lo tiene todo, dispone de agua del cielo y de raices de la tierra; y de pronto se presenta, como en la novela  de Defoe, un extraño dialogante, una bonita mariposa y la isla se transforma en Isla del Tesoro. Eso sucedió en la carcel de Wronke.
 
friedrichmanfredpeter   marzo de 2013



[1] Para los que leen alemán: J.W.Goethe, Die Leiden des jungen Werther, Anaconda,Köln 2005.
[2] Para los que leen alemán: Rosa Luxemburg, Briefe aus dem Gefängnis, Berlin 1989.

No hay comentarios:

Publicar un comentario