Se escriben cada vez menos,
dicen los que lo saben. Estamos viviendo una tácita revolución cultural con
dimensiones y alcance aun no pronosticables. Ganamos información en un permanente ciclo de novedades, nos
hablan, nos gritan, nos llenan de ofertas para divertirnos y vivir mejor. ¿Es
cierto eso?
Ayer traté de enviar una carta a Alemania. Tuve que hacer cola para
entregarla a correos. En Morón, tal vez en España, no se venden sellos para
cartas al extranjero; y este extranjero es un país de la comunidad europea con
la garantizada libre circulación de dinero y mercancías.
No hay sellos (estampillas en Colombia). El servicio de correo se hace eco de este cambio en la comunicación entre personas y naciones.
No hay sellos (estampillas en Colombia). El servicio de correo se hace eco de este cambio en la comunicación entre personas y naciones.
Un tsunami, una ola gigantesca de la información, se traga la
comunicación; con una enorme fuerza invade toda privacidad, apaga las luces de
la razón y de las emociones sútiles. No hay tiempo para eso. El entusiasmo por
la novedad no permite descanso ni concentración. Los periodistas de la radio se
adaptan a esta nueva ley, hablan tan rápido que no se escucha a veces lo que
dicen; saltan de un tema al otro sin intervalo. Lo que hay que tragar es tanto,
que los órganos vitales no logran masticar y digerirlo; se alza la voz y se precipita ¿hacia dónde? No
hay meta, no hay perspectiva, no hay punto final. Nadie nunca admite la
pregunta: ¿Y para qué sirve todo eso, cuál es la esencia del alud informativo,
qué principios o idea contiene o persigue?
¿Sería esa la mercancía sin valor de uso? Distrae por un momento, se apaga como el
interruptor de la luz, y ya está olvidada, dejando una huella invisible en el
público, pero notable en alguna cuenta bancaria.
Es digno recordar como comenzó todo eso, el escribir cartas por
necesidad social, por el placer de comunicarse con otros, para elaborar con
pluma y tinta sobre papel, proyectos de vida, ideas, emociones.
Y de esa necesidad social nació literatura, se elaboró arte y
filosofía. La carta interrumpe con fuerza en la cultura del siglo de las luces,
el ilustrado XVIII. Escribir cartas se popularizó de tal manera que la misma
vida de muchos quedó impregnada por el escribir como pasión, anticipando así el
escritor de novelas y ensayos.
¿Qué es una novela? pregunta el romántico Jean Paul, y contesta: es una
gruesa carta.
Y sus biógrafos destacan una
costumbre en su casa:
Sentados juntos a la misma mesa, con su esposa al lado, se escriben
cartas con pluma y tinta sobre papel, uno a otra, otra a uno, cartas de amor y
de reflexión. Sin hacer uso de correo ni de cartero.
¿Para qué sirvió entonces? Podían haber hablado lo que tenían que
decirse.
Es el juego, y del juego brota la
cultura, dice Schiller. Pues la frase escrita, más que la hablada, está
pulida, limada, tal como a piedras preciosas se las pule para que brillen. Y
este brillo de las ideas cuajadas en fórmulas magistrales forma la esencia de
obras de Schiller y Goethe.Y ellos, viviendo a doscientos metros de distancia,
el uno del otro, casi diariamente intercambiaron cartas escritas y selladas
cuidadosamente. Eran conscientes de la importancia de lo que se tenían que decir, y por eso se
escribieron. Y cuando se encontraron, hablaron del tiempo, de los buenos amigos
y de otros malos, como suele ser entre rivales que se quieren.
Y era Johann Wolfgang Goethe, quién escribió la colección de cartas que
cambió la sociedad de su tiempo: Los
Sufrimientos del Joven Werther.[1]
Es el joven escritor, quien se esconde detrás del autor de estas cartas sobre
un amor frustrado y con un final dramático, el suicidio. Suicidio que el autor
contempló en un amigo. Y de ahí nació la pareja trágica de Charlotte y Werther,
un amor imposible, contemplado bajo el estilo de escribir cartas. En carta se
confiesa lo que la palabra hablada jamás admitiría. La vida misma de los dos se
vuelve literatura. El efecto del librito fue sensacional. El tiempo mismo
parecía haber esperado una obra de este tipo. Napoleón admitió haberla leido
siete veces y condecoró al autor, aunque sus soldados borrachos, durante el
saqueo de la ciudad de Weimar, por poco hubiesen clavado la bayoneta al maestro
que no quería desprenderse de su colección de minerales y admitir desorden en
sus cosas.
Cartas dan refugio a la soledad, a la contemplación y reflexión,
ejercen un efecto humanizante sobre el lector, aunque este fuera guerrero.
Cartas esperan respuestas, no son simples mensajes a tomar nota y olvidar.
Desarrollan lo que los sicólogos llaman la inteligencia emocional, la capacidad
de imaginación y de pentrar y compartir experiencias de otro. Cartas desde
campos de batalla a la emperatriz y al unigénito delfín dan testimonio de un
Napoleón, todo diferente del que pensamos conocer. Aquí es el amable esposo, el
padre preocupado y enamorado de la vida familiar. ¿Aprendió algo de Werther? Y
eso, a pesar de escenarios sangrientos que marcaron su paso por Europa.
¡Mi destino! Como decía en sus cartas como disculpándose. Goethe, sólo
meses después de la batalla desarrollada delante de su ciudad (Jena /Auerstedt)
se atrevió a pisar estas tierras
cubiertas de despojos de cuerpos humanos y caballos. Llevó la medalla de
Napoleón puesta.
Su carta habla de asco y desesperación, de crisis existencial.
Cartas han sido una sublime elevación de las almas, humanizadoras en el
buen sentido. La cultura de idealismo y
romanticismo alemánes ahí tiene su orígen.
¿A quién extraña entonces, que a una persona tan conocida por su
actuación en política se le debe agradecer su gran talento como escritora de
cartas memorables?
Una vez más voy a citar a Rosa Luxemburgo, quien en su carta desde la
carcel de Wronke cerca de Breslau cuenta un suceso emocionante.
La carta del día 1 de junio de 1917 está dirigida a Sophie Liebknecht,
hija del compañero en la lucha política socialista, Karl Liebknecht:
<<Lo que me ocurrió
ayer, se lo tengo que contar. Entrando por la mañana al cuarto de baño,
encontré una mariposa (Pfauenauge), luchando a muerte –probablemente durante
días – contra el vidrio de la ventana; dio aun leves síntomas de vida moviendo
las alitas. Impacientemente me vestí, me subí a la ventana, y con mucho cuidado
la cogí entre las manos. Ya no se defendió. Logré colocarla en el poyete
delante de la ventana para que despertara el último halo de vida; se quedó
quieta y le coloqué algunas flores delante para que comiera algo si podía. Y en
este momento empezó a cantar el mirlo con toda su fuerza y todo sonaba. Yo dije
en voz alta: – ¡Escucha al pajarito, como canta con alegría, algo de eso te
debe pasar a tí y devolverte algo de vida!–
Me dio risa al darme cuenta que había hablado con una mariposa. Palabras
inútiles, pensé yo. Pero, cuando volví a la media hora, ví que el animalito se había movido y poco
después se fue volando muy despacito. Cuánto me alegré por esa salvación. Fue
toda una experiencia notable.>>[2]
He determinado valorar a las personas, no por lo que opinan sino por lo
que son. Y Rosa L. es una persona auténtica, valiente y entera. Sus cartas lo
revelan. Su destino – como sabemos – ha sido
menos afortunado que el de la mariposa. No ha podido contar con una
mano humana ni tolerante, sino con la
del asesino brutalizado en la guerra.
Escribiendo cartas, como esta, querido lector o lectora, es como
encontrarse como Robinson Crusoe en su isla perdida sin más horizonte que los
ruidos de facebook o twitter, noticieros incansables y telefonos móviles
sonantes en todaspartes, ruidos de todo tipo, sin parar. Pero, esta isla lo
tiene todo, dispone de agua del cielo y de raices de la tierra; y de pronto se
presenta, como en la novela de Defoe, un
extraño dialogante, una bonita mariposa y la isla se transforma en Isla del
Tesoro. Eso sucedió en la carcel de Wronke.
friedrichmanfredpeter marzo de
2013
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