dijo y su voz temblaba de triunfo que le
causaba el recuerdo de aquel bombardeo sobre Frankfurt durante las noches
iluminadas por mil fuegos de barrios enteros ardiendo como inmensas antorchas.
El hombre, americano y mayor de edad, ya había bebido algo más de la cuenta y
nos encontrábamos en un bar de la ciudad de Barranquilla en Colombia. Habían
pasado ya muchos años después de la guerra cuando el tripulante de aquella fortaleza volante – así los
llamábamos los niños – que en aqellos instantes nos hallábamos abajo, temblando
de miedo, sentados acurrucados en nuestra guarida en el sótano de la casa. Nosotros recibíamos
lo que él descargaba. Pero nuestros sentimientos eran bien diferentes. No sé,
si a él también le invadió el miedo, porque la artillería antiaérea alemana, la
Flak, no paraba de disparar sembrando muerte y destrucción entre la inmensa jauría de los atacantes. Pero, no
me equivoco, el hombre, bombardero, encargado de tirarnos la carga letal, se
alegraba tanto y se seguía alegrando de algo que a mí me había causado el mayor
miedo de mi vida, que tanto fue que durante muchos años no podía escuchar
explosiones, sirenas de ambulancias, etc. , sin entrar en pánico.
Recuerdo que lo dejé plantado con su vaso
de güisqui en la mano, no respondí y no lo juzgo, porque por medio de personas como él han ganado la
guerra y merecen haberla gandado.
Años después encontré una foto en la
prensa: un hombre entrado en años jugando con dos pequeños niños; eran sus
nietos, dijo el comentario. Aquel anciano, pensionista feliz, había sido el
tripulante que descargó la bomba atómica sobre Hiroshima. Hasta entonces, hasta
que un periodista audaz reveló el secreto, se había difundido la leyenda, que
aquel hombre que había causado la muerte de cientos de miles de personas, vivía
en un monasterio, dedicado completamente a la oración y a la vida
contemplativa. Nada de eso, el abuelo feliz vivía en harmonía con sus vecinos,
era amable y cortés, buen bailador gozando de la vida; y al periodista nada más
dijo :”We did our job” y algo más así como “We dropped it down”. Eso
precisamente hizo, dejarlo caer, ya está.
Ahora me entero que prisioneros de guerra
alemanes habían sido espiados para escuchar sus conversaciones en los
campamentos americanos. Se trataba de unidades de la SS y de la policía militar
alemanes sospechosos de haber cometido crímenes de guerra asesinando a civiles
y judíos. Ante la investigación de tales hechos y la prueba contundente solían
repetir unisono: “¡Das war Befehl!” – eso fue la orden – no tuvimos más remedio
que hacerlo, guste o no. Pero en privado y bajo el secreto de la noche se escuchaban otras voces: “Al principio
sentí horror”, dijo uno, “pero luego me acostumbré y me gustaba”, admitiendo lo
que el amigo confirmó; que él también había sentido placer a decidir sobre vida
o muerte; y más, porque era tan fácil.
Observemos al jefe de todos los comandos
nazi Adolf Eichmann. Ante los jueces en Jerusalén se presentó como fiel
servidor de la potestad suprema, un simple ejecutor de lo que otros, más
importantes que él, decidían. La crítica observadora Hannah Arendt sigue con máxima atención aquel proceso. La
cuestión es;¿Qué ha motivado a criminales como Eichmann para actuar como
hacían, mandar a la muerte a millones de seres inocentes? Organizar toda una
industria de la eliminación de enemigos y personas odiadas por su fe u etnia;
desde la caza y detención de los que debían desaparcer, al transporte complicado y su eliminación,
hasta el hacer desaparecer sus cenizas y borrar toda huella del crímen. ¿Qué
motivó a ese hombre a montar eso? Y Hannah Arendt llega a la conclusión que todo
ese mal tiene una sola causa: la banalidad. Eichmann es un individuo corriente
y banal. En su exilio en Argentina trabajó en un almacén de repuestos para
automóviles, competente, atento y sonriente con los clientes cuando le pedían
un favor. Un español que trabajó con él en la misma empresa me dijo que nadie
sospechaba nunca que aquel hombre fuera el buscado criminal. Y para Arendt era
claro: el mal tiene su orígen en la
banalidad del autor, la banalidad del mal. Este término se inscribió en la historia:
horribles crímenes son cometidos por elementos banales.
¿Es eso cierto? Hoy sabemos que Eichmann
ya fue un destacado antisemita antes del holocausto y la subida a la cumbre de
la organización de la SS no fue casualidad. Su único empeño y su pasión era
hacer lo que estaba haciendo, causar el máximo daño posible al grupo humano que
odiaba. Testigos posteriores han manifestado
que Eichmann, igual a Hitler, tomaban la derrota de Alemania como natural e
inevitable, friamente calculada. “Yo, mi guerra la he ganado”, habría dicho a
colaboradores en privado. Este cinismo absoluto y la frialdad revelan un mal, más que banal. Llamémoslo
mal, sin rodeos, porque está presente en actos perversos como en eventos con
fama de heróicos. Está interiorizado en nuestras mentes. Pero solemos
disfrazarlo buscando benevolencia y tapar el hecho que el hacer el mal, es sentirnos bien. ¡Qué condición es esta, la
nuestra, la humana!
Manfred Peter
3-mayo-11
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