martes, 3 de mayo de 2011

“We dropped´em down”

dijo y su voz temblaba de triunfo que le causaba el recuerdo de aquel bombardeo sobre Frankfurt durante las noches iluminadas por mil fuegos de barrios enteros ardiendo como inmensas antorchas. El hombre, americano y mayor de edad, ya había bebido algo más de la cuenta y nos encontrábamos en un bar de la ciudad de Barranquilla en Colombia. Habían pasado ya muchos años después de la guerra cuando el tripulante de  aquella fortaleza volante – así los llamábamos los niños – que en aqellos instantes nos hallábamos abajo, temblando de miedo, sentados acurrucados en nuestra guarida  en el sótano de la casa. Nosotros recibíamos lo que él descargaba. Pero nuestros sentimientos eran bien diferentes. No sé, si a él también le invadió el miedo, porque la artillería antiaérea alemana, la Flak, no paraba de disparar sembrando muerte y destrucción  entre  la inmensa jauría de los atacantes. Pero, no me equivoco, el hombre, bombardero, encargado de tirarnos la carga letal, se alegraba tanto y se seguía alegrando de algo que a mí me había causado el mayor miedo de mi vida, que tanto fue que durante muchos años no podía escuchar explosiones, sirenas de ambulancias, etc. , sin entrar en pánico.


Recuerdo que lo dejé plantado con su vaso de güisqui en la mano, no respondí y no lo juzgo, porque  por medio de personas como él han ganado la guerra y merecen haberla gandado.
Años después encontré una foto en la prensa: un hombre entrado en años jugando con dos pequeños niños; eran sus nietos, dijo el comentario. Aquel anciano, pensionista feliz, había sido el tripulante que descargó la bomba atómica sobre Hiroshima. Hasta entonces, hasta que un periodista audaz reveló el secreto, se había difundido la leyenda, que aquel hombre que había causado la muerte de cientos de miles de personas, vivía en un monasterio, dedicado completamente a la oración y a la vida contemplativa. Nada de eso, el abuelo feliz vivía en harmonía con sus vecinos, era amable y cortés, buen bailador gozando de la vida; y al periodista nada más dijo :”We did our job” y algo más así como “We dropped it down”. Eso precisamente hizo, dejarlo caer, ya está.
Ahora me entero que prisioneros de guerra alemanes habían sido espiados para escuchar sus conversaciones en los campamentos americanos. Se trataba de unidades de la SS y de la policía militar alemanes sospechosos de haber cometido crímenes de guerra asesinando a civiles y judíos. Ante la investigación de tales hechos y la prueba contundente solían repetir unisono: “¡Das war Befehl!” – eso fue la orden – no tuvimos más remedio que hacerlo, guste o no. Pero en privado y bajo el secreto de la noche  se escuchaban otras voces: “Al principio sentí horror”, dijo uno, “pero luego me acostumbré y me gustaba”, admitiendo lo que el amigo confirmó; que él también había sentido placer a decidir sobre vida o muerte; y más, porque era tan fácil.
Observemos al jefe de todos los comandos nazi Adolf Eichmann. Ante los jueces en Jerusalén se presentó como fiel servidor de la potestad suprema, un simple ejecutor de lo que otros, más importantes que él, decidían. La crítica observadora Hannah Arendt sigue  con máxima atención aquel proceso. La cuestión es;¿Qué ha motivado a criminales como Eichmann para actuar como hacían, mandar a la muerte a millones de seres inocentes? Organizar toda una industria de la eliminación de enemigos y personas odiadas por su fe u etnia; desde la caza y detención de los que debían desaparcer,  al transporte complicado y su eliminación, hasta el hacer desaparecer sus cenizas y borrar toda huella del crímen. ¿Qué motivó a ese hombre a montar eso? Y Hannah Arendt llega a la conclusión que todo ese mal tiene una sola causa: la banalidad. Eichmann es un individuo corriente y banal. En su exilio en Argentina trabajó en un almacén de repuestos para automóviles, competente, atento y sonriente con los clientes cuando le pedían un favor. Un español que trabajó con él en la misma empresa me dijo que nadie sospechaba nunca que aquel hombre fuera el buscado criminal. Y para Arendt era claro:  el mal tiene su orígen en la banalidad del autor, la banalidad del mal.  Este término se inscribió en la historia: horribles crímenes son cometidos por elementos banales.
¿Es eso cierto? Hoy sabemos que Eichmann ya fue un destacado antisemita antes del holocausto y la subida a la cumbre de la organización de la SS no fue casualidad. Su único empeño y su pasión era hacer lo que estaba haciendo, causar el máximo daño posible al grupo humano que odiaba.  Testigos posteriores han manifestado que Eichmann, igual a Hitler, tomaban la derrota de Alemania como natural e inevitable, friamente calculada. “Yo, mi guerra la he ganado”, habría dicho a colaboradores en privado. Este cinismo absoluto y la frialdad  revelan un mal, más que banal. Llamémoslo mal, sin rodeos, porque está presente en actos perversos como en eventos con fama de heróicos. Está interiorizado en nuestras mentes. Pero solemos disfrazarlo buscando benevolencia y tapar el hecho que el hacer el mal,  es sentirnos bien. ¡Qué condición es esta, la nuestra, la humana!

Manfred Peter

3-mayo-11

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