“Un suceso extraordinario perturbó profundamente a
este joven niño. El día uno de noviembre de 1755 sucedió el terremoto de Lisboa. Un inmenso terror
invadió la vida habitual de paz y conformidad de la gente:
La enorme desgracia se apodera de una ciudad de
palacios, de puerto y comercios excelentes. La tierra es sacudida, el mar se eleva, los navíos se entrechocan,
las casas se derrumban e iglesias y torres les caen encima, el palacio real se
lo traga el mar y la tierra quebrada parece escupir llamas, porque ahora humo y
fuego cubren estas ruinas en todo lugar.
Sesenta mil personas que hasta entonces vivían
cómodamente perecen: más feliz es aquel que nada más siente y no tiene más
conciencia de la desgracia. Siguen las
llamas y elementos criminales puestos en libertad invaden los escombros, atacan
a sobrevivientes del terremoto, que ahora sufren los robos, la muerte y los malos
tratos. La naturaleza había puesto de pronto en manifiesto su cruda violencia indomable.
Más veloz que las noticias había corrido el efecto
de esa catástrofe sobre un amplio territorio. En muchos lugares se sintió cómo
la tierra se movía y las fuentes de agua pararon.
Tanto mayor era cuando las noticias que corrían
atemorizando a la gente. Enseguida los creyentes en Dios y los filósofos
extendieron sus reflexiones al respecto y los curas levantaron sus voces
explicando el suceso como un castigo de Dios merecido por los pecados humanos.
La desgracia ajena angustiaba a todos cuando cada
vez nuevas noticias sobre la dimensión de la catástrofe iban llegando. Tal vez
en ningún tiempo anterior un miedo mayor del demonio haya invadido el mundo.
El niño que desde todo esto se
enteraba, sentía una profunda confusión: El señor Dios de la bondad, tan sabio y
omnipotente – así era el principal artículo de la fe – se había mostrado nada paternal
ni mucho menos bondadoso; a justos y a pecadores por igual enviaba esa destrucción.
La mente infantil registró para siempre la confusión que reinaba entre los
sabios y conocedores de la sagrada escritura que no pudieron ponerse de acuerdo
cómo interpretar este fenómeno chocante.”
En estos momentos, cuando
traduzco y comento el anterior fragmento
del más señalado escritor clásico alemán, se han reiniciado ya las clases en
los colegios de Barranquilla. Jóvenes barranquilleros acuden a las ubres del
saber para “mamar sapiencia”, así diría Goethe. Y yo me pregunto como profesor
retirado… ¿qué les dirán sus maestros, si algo les dicen, sobre el tema de los
desastres naturales que en este momento están batiendo América? La era actual,
tan sometida al optimismo y a la felicidad obligatoria en cada momento, parece
que no existe lugar para la duda y la reflexión que manifiestan las palabras
del autor alemán protagonista del “siglo de las luces”. ¿Cómo es posible que la
naturaleza tan plenamente conquistada por saberes y usos humanos muestre esa
cara sorprendentemente “endemoniada”? Tal era la sorpresa del joven Goethe, tan
importante que lo acompañaría el resto de la vida como un cierto desdén hacia
las religiosidades humanas. Este niño tan señaladamente precoz había perdido la
inocencia, en suma: El mundo no es tal cómo me lo explican los sabios, los
creyentes y no creyentes. Todos esquivan la respuesta principal: ¿Tiene este
hecho un sentido o no lo tiene? ¿Estamos definitivamente solos o hay quien nos acompañe
más allá de las leyes de la naturaleza?
Si yo fuera maestro,
tomaría la tiza y escribiría en letras grandes sobre el tablero:
¡NO LO SÉ!
Sin embargo, no me
conformo con el no saber. La ignorancia como experiencia del colectivo tiene
dimensiones históricas. Cuando Lisboa fue tragada por tierra y mar, la masa
popular europea vivía aún entre mitos ancestrales. Todavía quemaban brujas, la
última en Suiza. Sin embargo una minoría, élite intelectual, se liberó de tales
creencias, lentamente cancelaron la obediencia a las tradiciones y suspendieron
la obediencia a tronos y altares. Entre cabezas y corazones preparaban la
Revolución. Esa actitud rebelde se veía justificada por la autoridad rebelde y
cambiante de la naturaleza.
Destinados por naturaleza
a la libertad, los hombres no podían ser esclavos maniatados o manipulados por
poderes ajenos a su voluntad. “Libres nacimos y libres hemos de vivir”.
Y en Lisboa, un terremoto
que traga una ciudad principal con todo lo que contiene, vidas y riquezas. ¿Qué
hay de estos pronósticos apocalípticos presentes entre los hombres durante
siglos atrás? Ahora con ansias y
curiosidad reparaban en ello los interesados por la libertad de las ideas.
El mundo se acaba, las tumbas se abren, los muertos se levantan,
eso lo predican judíos, moros y cristianos que esperan al Mesías, al Mahdi o al
Cristo triunfante sobre las nubes y los abismos. Los desastres naturales son
los preludios de algo mayor que ha de venir, dicen ellos. Su pensar
apocalíptico elude el saber, el conocer y
entender para cubrirse totalmente de
mitos ancestrales. Todas las religiones son el producto de pensamientos
míticos que acompaña la humanidad desde su origen.
La Ilustración había perdido ante este desastre -así lo
parecía- su pujante optimismo,
¿renacerían los mitos de autocracia y sumisión? Esa pregunta conmoverá un siglo
entero de creación literaria y filosófica. Más tal no sucederá…No en la mente
curiosa de espíritus libre como el de Goethe.
Haber perdido la
inocencia constituyó un paso esencial para la reflexión creativa. En efecto,
hubo un antes y un después del terremoto de Lisboa. Después de Lisboa las
artes, literatura y música dieron un paso decisivo a la novedad, la política
tomó rumbo a la Revolución. La inestabilidad de todo abrió nuevos horizontes y
en el caso de Alemania, este país
despertó de un sueño secular, como la “Bella Durmiente” en uno de los
cuentos de los hermanos Grimm. Hadas malvadas y brujas cedieron a quien lograba
superar las zarzas hirientes. Muchos alemanes lo lograron, formándose así una
cultura de la excelencia casi única en el mundo en aquella época.
Un crecido humanismo fue
el resultado de esa duda debida a la pérdida de confianza y de inocencia
original que había sufrido el niño Johann Wolfgang y alcanzó a la humanidad
entera.
Hoy vivimos gracias a ese
desengaño, sabiendo que los desastres naturales no tienen amo, nos amenazan más
no nos doblegarán la voluntad de querer ser lo que somos: débiles, vulnerables,
mortales, pero Libres.
fmpeter septiembre 2017
edición anavictoria
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