lunes, 25 de septiembre de 2017

Terremotos -- Huracanes

Johann Wolfgang Goethe (1749 – 1832) describe en su autobiografía ( Aus meinem Leben. Dichtung und Wahrheit) el impacto que le causó el terremoto de Lisboa de 1755:



“Un suceso extraordinario perturbó profundamente a este joven niño. El día uno de noviembre de 1755 sucedió el  terremoto de Lisboa. Un inmenso terror invadió la vida habitual de paz y conformidad de la gente:
La enorme desgracia se apodera de una ciudad de palacios, de puerto y comercios excelentes. La tierra es  sacudida, el mar se eleva, los navíos se entrechocan, las casas se derrumban e iglesias y torres les caen encima, el palacio real se lo traga el mar y la tierra quebrada parece escupir llamas, porque ahora humo y fuego cubren estas ruinas en todo lugar.
Sesenta mil personas que hasta entonces vivían cómodamente perecen: más feliz es aquel que nada más siente y no tiene más conciencia  de la desgracia. Siguen las llamas y elementos criminales puestos en libertad invaden los escombros, atacan a sobrevivientes del terremoto, que ahora sufren los robos, la muerte y los malos tratos. La naturaleza había puesto de pronto en manifiesto  su cruda violencia indomable.
Más veloz que las noticias había corrido el efecto de esa catástrofe sobre un amplio territorio. En muchos lugares se sintió cómo la tierra se movía y las fuentes de agua pararon.
Tanto mayor era cuando las noticias que corrían atemorizando a la gente. Enseguida los creyentes en Dios y los filósofos extendieron sus reflexiones al respecto y los curas levantaron sus voces explicando el suceso como un castigo de Dios merecido por los pecados humanos.
La desgracia ajena angustiaba a todos cuando cada vez nuevas noticias sobre la dimensión de la catástrofe iban llegando. Tal vez en ningún tiempo anterior un miedo mayor del demonio haya invadido el mundo.
El niño que desde todo esto se enteraba, sentía una profunda confusión:  El señor Dios de la bondad, tan sabio y omnipotente – así era el principal artículo de la fe – se había mostrado nada paternal ni mucho menos bondadoso; a justos y a pecadores por igual enviaba esa destrucción. La mente infantil registró para siempre la confusión que reinaba entre los sabios y conocedores de la sagrada escritura que no pudieron ponerse de acuerdo cómo interpretar este fenómeno chocante.”

En estos momentos, cuando traduzco y  comento el anterior fragmento del más señalado escritor clásico alemán, se han reiniciado ya las clases en los colegios de Barranquilla. Jóvenes barranquilleros acuden a las ubres del saber para “mamar sapiencia”, así diría Goethe. Y yo me pregunto como profesor retirado… ¿qué les dirán sus maestros, si algo les dicen, sobre el tema de los desastres naturales que en este momento están batiendo América? La era actual, tan sometida al optimismo y a la felicidad obligatoria en cada momento, parece que no existe lugar para la duda y la reflexión que manifiestan las palabras del autor alemán protagonista del “siglo de las luces”. ¿Cómo es posible que la naturaleza tan plenamente conquistada por saberes y usos humanos muestre esa cara sorprendentemente “endemoniada”? Tal era la sorpresa del joven Goethe, tan importante que lo acompañaría el resto de la vida como un cierto desdén hacia las religiosidades humanas. Este niño tan señaladamente precoz había perdido la inocencia, en suma: El mundo no es tal cómo me lo explican los sabios, los creyentes y no creyentes. Todos esquivan la respuesta principal: ¿Tiene este hecho un sentido o no lo tiene? ¿Estamos definitivamente solos o hay quien nos acompañe más allá de las leyes de la naturaleza?
Si yo fuera maestro, tomaría la tiza y escribiría en letras grandes sobre el tablero:
      ¡NO LO SÉ!
Sin embargo, no me conformo con el no saber. La ignorancia como experiencia del colectivo tiene dimensiones históricas. Cuando Lisboa fue tragada por tierra y mar, la masa popular europea vivía aún entre mitos ancestrales. Todavía quemaban brujas, la última en Suiza. Sin embargo una minoría, élite intelectual, se liberó de tales creencias, lentamente cancelaron la obediencia a las tradiciones y suspendieron la obediencia a tronos y altares. Entre cabezas y corazones preparaban la Revolución. Esa actitud rebelde se veía justificada por la autoridad rebelde y cambiante de la naturaleza.
Destinados por naturaleza a la libertad, los hombres no podían ser esclavos maniatados o manipulados por poderes ajenos a su voluntad. “Libres nacimos y libres hemos de vivir”.
Y en Lisboa, un terremoto que traga una ciudad principal con todo lo que contiene, vidas y riquezas. ¿Qué hay de estos pronósticos apocalípticos presentes entre los hombres durante siglos atrás? Ahora con ansias  y curiosidad reparaban en ello los interesados por la libertad de las ideas.

El mundo se acaba,  las tumbas se abren, los muertos se levantan, eso lo predican judíos, moros y cristianos que esperan al Mesías, al Mahdi o al Cristo triunfante sobre las nubes y los abismos. Los desastres naturales son los preludios de algo mayor que ha de venir, dicen ellos. Su pensar apocalíptico  elude el saber, el conocer y entender para cubrirse totalmente de  mitos ancestrales. Todas las religiones son el producto de pensamientos míticos que acompaña la humanidad desde su origen.
La Ilustración había perdido ante este desastre -así lo parecía-  su pujante optimismo, ¿renacerían los mitos de autocracia y sumisión? Esa pregunta conmoverá un siglo entero de creación literaria y filosófica. Más tal no sucederá…No en la mente curiosa de espíritus libre como el de Goethe.


Haber perdido la inocencia constituyó un paso esencial para la reflexión creativa. En efecto, hubo un antes y un después del terremoto de Lisboa. Después de Lisboa las artes, literatura y música dieron un paso decisivo a la novedad, la política tomó rumbo a la Revolución. La inestabilidad de todo abrió nuevos horizontes y en el caso de Alemania, este país  despertó de un sueño secular, como la “Bella Durmiente” en uno de los cuentos de los hermanos Grimm. Hadas malvadas y brujas cedieron a quien lograba superar las zarzas hirientes. Muchos alemanes lo lograron, formándose así una cultura de la excelencia casi única en el mundo en aquella época.
Un crecido humanismo fue el resultado de esa duda debida a la pérdida de confianza y de inocencia original que había sufrido el niño Johann Wolfgang y alcanzó a la humanidad entera.
Hoy vivimos gracias a ese desengaño, sabiendo que los desastres naturales no tienen amo, nos amenazan más no nos doblegarán la voluntad de querer ser lo que somos: débiles, vulnerables, mortales, pero Libres.

fmpeter  septiembre 2017
  edición  anavictoria

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