martes, 11 de marzo de 2014

1914: Das Bild des Krieges

Das Bild des Krieges [1] war nüchtern, grau und rot seine Farben; das Schlachtfeld eine Wüste des Irrsinns, in der sich das Leben kümmerlich unter Tage fristete. Nachts wälzten sich müde Kolonnen auf zermahlenen Straßen dem brandigen Horizont entgegen. "Licht aus!" Ruinen und Kreuze säumten den Weg. Kein Lied erscholl, nur leise Kommandoworte und Flüche unterbrachen das Knirschen der Riemen, das Klappern von Gewehr und Schanzzeug. Verschwommene Schatten tauchten aus den Rändern zerstampfter Dörfer in endlose Laufgräben.
<La imagen de la guerra era sobria, gris y rojo sus colores; el campo de batalla un desierto de locura, donde la vida aguantó mal bajo tierra. Durante las noches, columnas de soldados exhaustos se movían  sobre carreteras destrozadas hacia un horizonte en llamas. "¡Apagad la luz!" ruinas y cruces sembraron el camino.
Ninguna canción sonó, solo órdenes de mando y maldiciones en baja voz, interrumpidos por el crujir de cuero y el chasquido de los fusiles y palas. Difusas sombras salieron de pueblos destrozados para sumergirse en infinitas trincheras barrosas>


     Ernst Jünger - In Stahlgewittern - Bajo Tormentas de Acero -
      un diario escrito durante la Gran Guerra 1914 - 1918 y
      publicado en 1919.

Entonces Héctor comprendió que al final su destino lo había alcanzado. Y dado que era un héroe, sacó la espada para morir combatiendo, para morir de una forma que todos los hombres venideros habrían de contar para siempre. Cogió impulso, como un águila ávida de caer sobre su presa. Delante de él, Aquiles se amarró en el esplendor de sus armas. Se abalanzaron el uno sobre el otro, lo mismo que dos leones. La punta de bronce de la lanza de Aquiles avanzaba como avanza brillando la estrella de la noche en el cielo nosturno. Buscaba un punto desprotegido entre las armas de Héctor, las armas que antes habían sido de Aquiles, y luego de Patroclo. Buscaba entre el bronce el resquicio por el que llegar a la carne y a la vida. Lo encontró en el punto en el que el cuello se sostenía sobre el hombro....: penetró en la garganta y la traspasó de parte en parte. Héctor se desplomó en el polvo. Miró a Aquiles y con el último aliento de vida le dijo: "Te suplico, no me abandones a los perros. Entregale mi cuerpo a mi padre".

    Homero, Ilíada, transscrita por Alessandro Baricco

Dos relatos de guerras que han escrito historia y siempre serán recordadas, pero no podían ser más diferentes uno del otro.

La Guerra del Catorce, como la llaman en Alemania, era la mecanización de la muerte, el anonimato absoluto. Ser despedezados en un campo lunar, tal era el destino de millones de hombres. Encuentros cuerpo a cuerpo entre los combatientes eran raros. Los enemigos no se odiaban: se temían mientras hablaban las armas; sin embargo, antes en momentos festivos  intercambiaron saludos, bromeando rudamente entre las trincheras.  Después, malheridos se apoyaron uno al otro - el "boche" alemán y el "poilu" francés. Compartían el mismo barro, sufrieron el mismo frío y las lluvias insistentes. Se veían rodeados de cuerpos despedezados, de amigos y de enemigos, aguantaron la invasión de legiones de ratas en sus guaridas humedas y apestantes. La guerra, esa Gran Guerra entre imperios, consumía carne humana como un caníbal, igual a Saturno que comió a sus hijos - visión de Goya de entre sus Pinturas Negras.
El "rodillo" del fuego de artillería, la ametralladora escupiendo balas en cadena, crearon a un nuevo tipo de héroe militar: el topo astuto, el que hábilmente previene el peligro, "das Frontschwein" en alemán, el cerdo del frente quien  se ha resignado, ya no percibe dolor, ni teme la muerte. Un gran fatalismo invade esta campiña destrozada, donde no quedan nisiquiera restos de vegetación, donde no ondean banderas ni se oyen tambores. Este es un mundo nuevo, jamás visto antes. Y cuando calla la artillería, solo hay silencio. Momentos para meterse algo en la boca, comida mal hecha, fría. Ernst Jünger saca papel y lápiz, toma nota de todo lo que ve, describe lo que le pasa, masticando la pipa, fuma tabaco inglés, botín de guerra, igual que el abrigo de un enemigo muerto que lleva puesto y que  calienta más, es de pura lana. Con su bufanda blanca simula un Dandy armado , y solo el casco militar alemán le protege del fuego amigo. Millones de hombres viven esta experiencia, y los que logran sobrevivir regresan mutilados y traumatizados. La vida, después de eso no continúa, será otra.
Queda la pregunta ¿Cuales han sido las causas que han iniciado y movido todo eso? ¿Existe alguna responsabilidad o se ha puesto en marcha un mecanismo entre acción y reacción, una "fatwa" histórica que condenaba a la gente a matar y a dejarse matar.

Aquiles y Hector, héroes de la Guerra de Troya, vivieron tres mil años antes, tal vez ficciones sin correspondencia con personas reales.
Pero la escena de su combate cuerpo a cuerpo ha entusiasmado a los lectores jóvenes y viejos durante siglos.
¿Por qué?
Son personajes inconfundibles, su motivación para luchar a muerte está clara:  el cuidado del honor, del valor y la pasión de la venganza. En una palabra, la pasión les induce el deseo de la violencia y es esta pasión que los eleva a destacarse ante los demás. Por eso son admirados por los suyos, que vibran y sufren con ellos. Sienten la presencia de sus dioses porque hay rasgos de manos invisibles, divinas, en estas actuaciones. La agresión no solo es física, una fuerza sobrenatural parece dirigir la lanza de Aquiles que acaba con la vida de Héctor. Y toda Troya ha de llorar desesperadamente; su muerte es un asunto público; miles de espectadores desde lo alto de las murallas contemplan el combate e irrumpen en llanto, cuando su príncipe amado cae ante la agresión de Aquiles. La muerte de Héctor anticipa la suya, esto lo saben ellos. Y Aquiles, en un gesto de triunfo, arrastra el cadáver de su enemigo siete veces alrededor de la ciudad sitiada sin hacer caso a la imploración del moribundo de no entregarlo a los perros vagabundos.
Tuvo que venir el rey de Troya y padre del vencido a pedírselo. Y Aquiles, en un gesto de generosidad noble, le entrega al muerto que no había sufrido mutilación para que honradamente descienda al Hades a reunirse con otras almas,  muchas más han de venir. Entre ellas la del mismo Alquiles, porque la guerra no ha terminado. Vencedores y vencidos se encontrarán en el más allá, donde cesa la agresión y todos serán iguales. Violencia es sólo ley de vida.

Comparado con la muerte anónima en los campos de Verdun y de la Somme, griegos y troyanos son unos afortunados.  Su vida es un ejercicio de valor y la muerte es el precio que se paga por ello.
Un sello de vitalidad.

Comprendo que esto es un reto para el principio del pacifismo que marca nuestra conciencia colectiva. Queremos vivir en un mundo sin guerras, y acusamos a la violencia como motor principal de iniciar innumerables conflictos sangrientos. Desde la Gran Guerra del Catorce no ha pasado un solo día de paz en el mundo.  La interminable cadena de la violencia que marca las historia nos enseña que el llamado progreso histórico en este aspecto no existe. No somos hoy más pacíficos que los que vivieron tres mil años antes, ni lo serán los que vienen detrás de nosotros. Es más, la sofisticación hace posible disimular y mentir la cruda realidad.  La humanidad no solamente perdió la inocencia desde el Eden sino avanzó hacia mayor crudeza y simplicidad, violencia voluminosa disimulada, interpretada, dulcificada, cubierta por ideologías vigentes.

¿De dónde nos viene eso?
Jorge Luis Borges contesta a esa pregunta así:

Fue en el primer desierto.
Dos brazos arrojaron una gran piedra.
No hubo un grito. Hubo sangre.
Hubo por vez primera la muerte.
Ya no recuerdo si fui Abel o Caín.[2]

friedrichmanfredpeter  marzo 2014





[1] Jorge Luís Borges homenajea el idioma alemán. Guerra, guerre, war o voyna no expresan lo que la chirriante palabra, en género másculino, manifiesta: Der Krieg.
Por eso el título debe ser Der Krieg - sin traducción.
[2] Jorge Luís Borges, Obras Completas, tomo II, Genesis. 4. 8. Barcelona 1989.  

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