Das Bild des Krieges [1] war nüchtern, grau und rot seine Farben; das
Schlachtfeld eine Wüste des Irrsinns, in der sich das Leben kümmerlich unter
Tage fristete. Nachts wälzten sich müde Kolonnen auf zermahlenen Straßen dem
brandigen Horizont entgegen. "Licht aus!" Ruinen und Kreuze säumten
den Weg. Kein Lied erscholl, nur leise Kommandoworte und Flüche unterbrachen
das Knirschen der Riemen, das Klappern von Gewehr und Schanzzeug. Verschwommene
Schatten tauchten aus den Rändern zerstampfter Dörfer in endlose Laufgräben.
<La imagen de la guerra era sobria, gris y rojo sus colores; el
campo de batalla un desierto de locura, donde la vida aguantó mal bajo tierra.
Durante las noches, columnas de soldados exhaustos se movían sobre carreteras destrozadas hacia un
horizonte en llamas. "¡Apagad la luz!" ruinas y cruces sembraron el
camino.
Ninguna canción sonó, solo órdenes de mando y maldiciones en baja
voz, interrumpidos por el crujir de cuero y el chasquido de los fusiles y
palas. Difusas sombras salieron de pueblos destrozados para sumergirse en
infinitas trincheras barrosas>
Ernst Jünger - In Stahlgewittern - Bajo Tormentas de Acero -
Ernst Jünger - In Stahlgewittern - Bajo Tormentas de Acero -
un diario escrito
durante la Gran Guerra 1914 - 1918 y
publicado en 1919.
Entonces Héctor comprendió
que al final su destino lo había alcanzado. Y dado que era un héroe, sacó la
espada para morir combatiendo, para morir de una forma que todos los hombres
venideros habrían de contar para siempre. Cogió impulso, como un águila ávida
de caer sobre su presa. Delante de él, Aquiles se amarró en el esplendor de sus
armas. Se abalanzaron el uno sobre el otro, lo mismo que dos leones. La punta
de bronce de la lanza de Aquiles avanzaba como avanza brillando la estrella de
la noche en el cielo nosturno. Buscaba un punto desprotegido entre las armas de
Héctor, las armas que antes habían sido de Aquiles, y luego de Patroclo.
Buscaba entre el bronce el resquicio por el que llegar a la carne y a la vida.
Lo encontró en el punto en el que el cuello se sostenía sobre el hombro....:
penetró en la garganta y la traspasó de parte en parte. Héctor se desplomó en
el polvo. Miró a Aquiles y con el último aliento de vida le dijo: "Te
suplico, no me abandones a los perros. Entregale mi cuerpo a mi padre".
Homero, Ilíada, transscrita
por Alessandro Baricco
Dos relatos de guerras que han escrito historia y siempre serán
recordadas, pero no podían ser más diferentes uno del otro.
La Guerra del Catorce, como la llaman en Alemania, era la
mecanización de la muerte, el anonimato absoluto. Ser despedezados en un campo
lunar, tal era el destino de millones de hombres. Encuentros cuerpo a cuerpo entre
los combatientes eran raros. Los enemigos no se odiaban: se temían mientras
hablaban las armas; sin embargo, antes en momentos festivos intercambiaron saludos, bromeando rudamente
entre las trincheras. Después,
malheridos se apoyaron uno al otro - el "boche" alemán y el
"poilu" francés. Compartían el mismo barro, sufrieron el mismo frío y
las lluvias insistentes. Se veían rodeados de cuerpos despedezados, de amigos y
de enemigos, aguantaron la invasión de legiones de ratas en sus guaridas
humedas y apestantes. La guerra, esa Gran Guerra entre imperios, consumía carne
humana como un caníbal, igual a Saturno que comió a sus hijos - visión de Goya
de entre sus Pinturas Negras.
El "rodillo" del fuego de artillería, la ametralladora
escupiendo balas en cadena, crearon a un nuevo tipo de héroe militar: el topo
astuto, el que hábilmente previene el peligro, "das Frontschwein" en
alemán, el cerdo del frente quien se ha
resignado, ya no percibe dolor, ni teme la muerte. Un gran fatalismo invade
esta campiña destrozada, donde no quedan nisiquiera restos de vegetación, donde
no ondean banderas ni se oyen tambores. Este es un mundo nuevo, jamás visto
antes. Y cuando calla la artillería, solo hay silencio. Momentos para meterse algo
en la boca, comida mal hecha, fría. Ernst Jünger saca papel y lápiz, toma nota
de todo lo que ve, describe lo que le pasa, masticando la pipa, fuma tabaco
inglés, botín de guerra, igual que el abrigo de un enemigo muerto que lleva
puesto y que calienta más, es de pura
lana. Con su bufanda blanca simula un Dandy armado , y solo el casco militar
alemán le protege del fuego amigo. Millones de hombres viven esta experiencia,
y los que logran sobrevivir regresan mutilados y traumatizados. La vida,
después de eso no continúa, será otra.
Queda la pregunta ¿Cuales han sido las causas que han iniciado y
movido todo eso? ¿Existe alguna responsabilidad o se ha puesto en marcha un
mecanismo entre acción y reacción, una "fatwa" histórica que
condenaba a la gente a matar y a dejarse matar.
Aquiles y Hector, héroes de la Guerra de Troya, vivieron tres mil
años antes, tal vez ficciones sin correspondencia con personas reales.
Pero la escena de su combate cuerpo a cuerpo ha entusiasmado a los
lectores jóvenes y viejos durante siglos.
¿Por qué?
Son personajes inconfundibles, su motivación para luchar a muerte
está clara: el cuidado del honor, del
valor y la pasión de la venganza. En una palabra, la pasión les induce el deseo
de la violencia y es esta pasión que los eleva a destacarse ante los demás. Por
eso son admirados por los suyos, que vibran y sufren con ellos. Sienten la
presencia de sus dioses porque hay rasgos de manos invisibles, divinas, en
estas actuaciones. La agresión no solo es física, una fuerza sobrenatural
parece dirigir la lanza de Aquiles que acaba con la vida de Héctor. Y toda
Troya ha de llorar desesperadamente; su muerte es un asunto público; miles de
espectadores desde lo alto de las murallas contemplan el combate e irrumpen en
llanto, cuando su príncipe amado cae ante la agresión de Aquiles. La muerte de
Héctor anticipa la suya, esto lo saben ellos. Y Aquiles, en un gesto de triunfo,
arrastra el cadáver de su enemigo siete veces alrededor de la ciudad sitiada
sin hacer caso a la imploración del moribundo de no entregarlo a los perros
vagabundos.
Tuvo que venir el rey de Troya y padre del vencido a pedírselo. Y
Aquiles, en un gesto de generosidad noble, le entrega al muerto que no había
sufrido mutilación para que honradamente descienda al Hades a reunirse con
otras almas, muchas más han de venir. Entre
ellas la del mismo Alquiles, porque la guerra no ha terminado. Vencedores y
vencidos se encontrarán en el más allá, donde cesa la agresión y todos serán
iguales. Violencia es sólo ley de vida.
Comparado con la muerte anónima en los campos de Verdun y de la
Somme, griegos y troyanos son unos afortunados. Su vida es un ejercicio de valor y la muerte
es el precio que se paga por ello.
Un sello de vitalidad.
Comprendo que esto es un reto para el principio del pacifismo que
marca nuestra conciencia colectiva. Queremos vivir en un mundo sin guerras, y
acusamos a la violencia como motor principal de iniciar innumerables
conflictos sangrientos. Desde la Gran Guerra del Catorce no ha pasado un solo
día de paz en el mundo. La interminable
cadena de la violencia que marca las historia nos enseña que el llamado
progreso histórico en este aspecto no existe. No somos hoy más pacíficos que
los que vivieron tres mil años antes, ni lo serán los que vienen detrás de
nosotros. Es más, la sofisticación hace posible disimular y mentir la cruda
realidad. La humanidad no solamente
perdió la inocencia desde el Eden sino avanzó hacia mayor crudeza y
simplicidad, violencia voluminosa disimulada, interpretada, dulcificada,
cubierta por ideologías vigentes.
¿De dónde nos viene eso?
Jorge Luis Borges contesta a esa pregunta así:
Fue en el primer desierto.
Dos brazos arrojaron una gran
piedra.
No hubo un grito. Hubo
sangre.
Hubo por vez primera la
muerte.
Ya no recuerdo si fui Abel o
Caín.[2]
friedrichmanfredpeter marzo
2014
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