Después del
armisticio de 11 de noviembre de 1918 que marcó la derrota militar de Alemania
y sus aliados comenzó la conferencia de
los vencedores, a la que posteriormente fueron citados los vencidos a distintos
escenarios. Para la delegación alemana fue escogida la sala de los espejos del
palacio de Versailles. No fue casualidad. Allí casi cincuenta años antes había
sido proclamado el Reich de Otto von Bismarck después de la victoria sobre el Imperio
Francés del tercer Napoleón. Austriacos, Húngaros, Búlgaros y Turcos fueron
citados a otros lugares cercanos a Paris para recibir su respectivo dictado de
paz.
Las condiciones del
tratado de paz fueron dictados por vencedores en pleno desacuerdo entre ellos
mismos. El presidente americano Wilson se había pronunciado por una paz sin
vencedores ni vencidos, con el pleno derecho a la autodeterminación de los
pueblos y el movimiento libre de capital y mercancías. Y Alemania habría sido
beneficiada, porque ya era un estado nación, aunque incompleto a pesar de su
dimensión predominante.
Pero el francés Clemenceau
quiso completar la derrota alemana
definitivamente: obtener la frontera del Rín, eliminar la potencia del eterno enemigo y recibir
recompensas por los daños materiales sufridos.
El inglés Lloyd
George miraba más allá de fronteras continentales, su <ballance of power>, el equlibrio entre
poderes continentales, exigía garantías para que Bretaña siguiera siendo reina
de los mares. Y a la vez desconfiaba de su aliado francés.
Nació un tratado en
si contradictorio: nuevas fronteras alemanas, desarmamento, destrucción de la
capacidad industrial, pago de reparaciones durante los próximos cuarenta y dos
años, coronado por el artículo 231 que declaraba Alemania única culpable de la
guerra.
Un solo grito de
desesperación sacudió Alemania y a sus representantes reunidos en este instante
en la Asamblea Constituyente en Weimar; y hasta hoy el texto no se lee como un
tratado de paz sino como una sentencia dictada por un tribunal criminal.
La comisión alemana
se negó a firmar. Philipp Scheidemann (SPD), el recien elegido canciller de la
nueva República Alemana, renunció: „¡La mano que firma este documento debería
secarse!“ Y el Marescal Foch francés afirmaba: „¡No se trata de paz, es un
armisticio que no durará veinte años!“
Pero la coalición
vencedora manifestó este ultimátum:
Si en cinco días, a partir del 12 de junio de
1919 no se firmara, serían bloqueados todos los puertos de mar y serían
reiniciadas las operaciones militares. Alemania sería invadida más allá de la
zona del Rín y las ciudades cercanas que ya fueron ocupadas.
Pero pasaron 16 días
cuando se presentó una comisión compuesta por secretarios de estado en
Versailles para ejecutar la decisión tomada por la Asamblea Constituyente en
Weimar: <¡para evitar males peores!>.
En presencia de las
delegaciones de veintisiete naciones que habían intervenido en la guerra contra
Alemania[1],
en la sala de los espejos de Versailles, los representantes alemanes humillados
– ningún militar presente – bajo
protesta firmaron lo que llamaron <un
tratado de la vergüenza>.
Sólo el Congreso americano rechazó la ratificación; y
el gobierno americano decidió retirarse del escenario europeo, decepcionado y
harto de los conflictos entre las naciones europeas. Decisión, difícil de
entender, porque la intervención americana había decidido la guerra a favor de
los occidentales.
Y asi sucedió lo
predicho: veinte años después, la guerra nuevamente estalló.
¿Era eso inevitable?
No, pero solamente
la fantasía permite construir una alternativa. ¡Dejemos guiarnos por ella! Y
¡tomemos por real lo que fue probable o al menos no imposible; podía haber
sucedido y la historia habría tomado otro rumbo!
¿Qué nos dice la fantasía?
¡Soñemos!
Cuando llegó el NO de la Asamblea Constituyente
Alemana a Paris, ya había pasado el ultimátum. En el fondo habían temido esa
respuesta. Los ejércitos estaban en plena demovilización, las masas eufóricas
habían celebrado victoria en Londres, en Paris y Nueva York. Las madres querían
ver de vuelta sanos y salvos a sus hijos, y las familias deseaban ver entrar a
la casa el padre ausente de tantos años, años perdidos a la vida y al amor. Los
que habían sobrevivido la carnicería deseaban decir adios a las armas,
deshacerse del odiado uniforme, rehacer sus vidas. Y ahora, nuevamente estos
alemanes no se rinden. Surgieron la incredulidad, la rabia, el rechazo a unos
políticos incapaces de arreglar los asuntos pacíficamente. ¿Morir por nuevas
fronteras, dinero, poder? ¡Nunca más!
El ejército alemán, igual que el austrohúngaro se
había disuelto. En los cuarteles quedaban armas y uniformes. El nuevo gobierno
de la república proclamaba la resistencia pasiva civil ante la amenaza de
invadir y extender la zona de ocupación aliada. Ya estaba claro que los
americanos no participarían, ya estaban en el camino a su casa.
Sin embargo, existía <die Reichswehr>
cuatrocientos mil soldados, el núcleo duro del ejército tradicional prusiano y
todavía no habían terminado las acciones de guerra: Polonia renació de las
cenizas, pero ¿cuál sería su frontera definitiva con Alemania? Surgió una zona
de conflictos, imposible de pacificar. Y la vecina Rusia, en plena revolución y
guerra civil. Tropas alemanas garantizaban la existencia de las pequeñas
naciones bálticas que habían abandonado el imperio de los zares y que no
querían compartir la revolución de Lenin. Resultó que los alemanes si eran
vencidos, al mismo tiempo eran imprescindibles e insustituibles. La cosa era
complicada.
A pesar de todo eso, Clemenceau decidió avanzar y
partir a Alemania en dos, separar norte y sur por la línea del río Main para
unirse con las tropas de la recien creada república checa y eslovaca fragmento
del imperio austrohúngaro en desintegración. ¿No podía darse marcha atrás y
disolver ese monstruo en el centro de Europa, creado por Bismarck bajo poder
prusiano? Y los alemanes del sur: ¿no estarían mejor guardados bajo la tutela
de Viena que de Berlín? Eran estas
intenciones cariciadas por los políticos ingleses también y manifestadas
abiertamente por W. Churchill. Dos Alemanias serían mejor que una, ya que no se
podía evitar su molesta presencia en Europa.
Los ingleses se limitaron a ocupar los puertos de
mar sin encontrar resistencia. La flota alemana se había autoeliminada
hundiéndose en el Atlántico y Mar Báltico.
Para ocupar militarmente toda Alemania carecían de
medios y de perspectiva: ¿qué harían después?
El NO de la Constituyente había cambiado
completamente la situación en Alemania. Los demócratas que habían promovido la
revolución contra la autocracia imperial ya no podían ser acusados de traición.
Ahora defendían la causa común de la patria contra invasores. Los enemigos de
la democracia ya no tuvieron material de difamación; los verdaderos defensores
no eran los vociferantes ideólogos, sectarios y resentidos imperialistas. Las
figuras crípticas y semilocas como Hitler no se necesitaban.
Los aliados pronto comprendían que no se podían
imponer estructuras políticas desde fuera. La presencia de Alemania era una
necesidad política y económica como muro de contención contra la aventura
soviética. Las condiciones del Tratado de Versailles poco a poco se suavizaron
y la idea paneuropea lentamente se concretizó.
De aquel cabo demovilizado de la Gran Guerra,
Hitler, no se sabía más nada; murió como indigente en el lugar donde había
pasado su juventud, en Viena.
friedrichmanfredpeter
--Dienstag, 17. April 2012
[1] España se había quedado al margen, oficialmente neutral, moral- y
materialmente apoyaba la alianza contra Alemania.
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