jueves, 22 de agosto de 2013

Il Condottiere

Releyendo  los ensayos de Jacob Burckhardt, Die Kultur der Renaissance in Italien[1], me llama la atención la aparición de una figura nueva en el escenario político italiano de los siglos XIV y XV, el aventurero, el hombre salido de la nada o de la noche del día. Al iniciar su carrera política carece de todo, no proviene de familia noble, no tiene dinero, no posee facultades sobresalientes, ni estudios.
¿A qué es debido entonces su ascenso veloz, su triunfo fulminante?
Es un hombre de suerte, sin escrúpulos, un valiente, quien se lo juega todo, todos los días. No ama nada y a nadie, no aprecia las cosas, es un narciso, sólo ama a si mismo.
¿Y la cultura, la religión?  Las respeta porque le conviene hacer uso de ellas. Así fueron, individuos destacados, rodeados de “bravi”; los Malatesta, Manfreddi, Baglioni  adoraron al dios Marte, y sus espadas o puñales alcanzaron  a cualquiera. Nadie debía vivir en seguridad, porque a quien vive se le puede matar. Todos trataron de dejar atrás su imagen en bronce, cubiertos de fama y gloria llevando su sobrenombre con orgullo: Gattamelata de Padua, por ejemplo, bronce de Donatello. (Vea página 4 de este texto)
Algunos de esta casta supieron alejarse de su orígen oscuro y violento: los Sforza y los Medici de Florencia, optaron  por el elemento más poderoso que espadas y puñales: el dinero, el veradero maestro de la historia.

Por esa presencia fulminante del dinero, se ha identificado esta fase de la historia occidental con el primer capitalismo, una forma de experimento para éxito posterior.
Es muy cuestionable esta sentencia, porque dinero, sí se acumulaba por la tiranía administrativa. Pero la reinversión, el auténtico reciclaje que transforma dinero en capital, este proceso sólo se practicaba escasamente, en el caso de Venecia.
Dinero se quemaba al ser nutritivo de la gloria y del permanente presumir del tiranuelo, quien a diario tenía que vigilar su escasa autoridad, no teniendo más remedio que comprarla a veces.


Fue la doble causa, que hizo posible el auge del aventurero político del condottiere: la presencia física del estado de la iglesia en el centro geográfico del país, y la sombra del Sacro Imperio germánico, que en teoría gobernaba Italia, sin poder hacerlo. Italia se fragmentó en minifundios locales, gobernados por familias de bravi, cuyo gobierno produjo extravagancias sin límite, como las  practicadas, por ejemplo, por los Visconti en Milán:
El prototipo del tirano, Giangaleazzo, en perpetua guerra con los vecinos, mandó a criar cinco mil perros para la cacería de jabalíes, su pasión; construyó el Dom de Milán, insignia arquitectónica de la época, y prohibió el uso de la palabra paz en los oficios religiosos – había que usar la palabra tranquilidad.  Tiranía y populismo se mezclaron en la práctica del poder.
Burckhardt dice haber encontrado el genio político del siglo XIV; es Ezzelino da Romano, yerno del emperador Federigo II y rey de Sicilia, quien dejó  a ningún enemigo con vida, quien trabajó la política como artista y quien transformó el estado en una obra de arte. Maquiavelo no tuvo que ir lejos para encontrar el modelo para su Príncipe, a quien recomendó ser zorro y lobo al mismo tiempo, astuto, agresivo y valiente a la vez. Pero, ¡cuidado!, la gente no son tontos, pronto descubren el remedio, aunque sea en leyenda:
–Los patricios de una ciudad no nombrada se sirven de un condottiere para deshacerse de enemigos mortales. El hombre hace su trabajo y pide la recompensa.
¿Qué hacemos ahora? Se martirizan los autores.
Después de larga deliberación, llega la solución:
¡Matémosle y hagamos que se le adore como santo!–
Y así, según la leyenda, se hizo. Paradigma de una solución limpia sin problema. La leyenda dice, que el tal Ezzelino mandó a embalsamar a sus enemigos muertos.
–Para recrearse en la contemplación de ellos, muertos, callados, vencidos.–
Sea como sea, el gusto por la “grandezza”, por el lujo deslumbrante, por el retrato del propio yo sobredimensionado a través de hechos públicos, esto está documentado. Hasta la iglesia sirve de escenario de crímenes espeluznantes. En lugares sagrados, las víctimas son más vulnerables. Se dice que sacerdotes ayudan, porque están acostumbrados a estos lugares y tienen menos escrúpulos.
¿Quién se extraña? cuando conocemos bien el triángulo de los Borja, a Alejandro VI, el papa, a Césare y a Lucrecia, sus hijos desalmados.
Conocemos la repercusión de esto fuera  de Italia: Shakespeare creó la figura de Ricardo III, quien manda a matar a su antecesor, seduce a la viuda y se justifica:
–Lo maté porque era santo, demasiado bueno para este mundo, lo mandé al cielo.–
¿Quién salvó la iglesia de este marasmo moral, del hundimiento en excrementos de una sociedad podrida?
Fue Carlos I de España, quien programó el Sacco di Roma, el saqueo de la ciudad santa, dándole una inolvidable lección a la santa sede;  y fue Martín Lutero, el monje de la lejana Turingia, con sus tesis rebeldes.
Gracias a ellos, la iglesia recobró autenticidad moral.

La lectura de hoy nos lo recuerda, la historia no desaparece sin dejar huellas. Hay condottieres modernos, entre la mafia, cosa nostra, etc.; y hay un Ezzelino actual, un condottiere con el sobrenombre de Cavaliere, falso apodo para un elemento criminal. Cosas hay para contarlas. La historia vive, dice

federigomanfredopetrini 22 de agosto de 2013



[1] Jacob Burckhardt, Das Geschichtswerk 1, 2. Teil, Die Kultur der Renaissance in Italien, Frankfurt am Main, 2007, p. 367.

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