miércoles, 9 de enero de 2013

¿Qué aprendí?

Cincuenta años antes:
El sol de otoño iluminaba el pais; se había acabado el verano. La joven República Federal de Alemania había cumplido poco más de diez años, y en la ciudad industrial de Wetzlar[1] (estado federal de Hessen) se inauguró un Hessenkolleg – escuela para adultos con formación y experiencia profesionales  en busca del Abitur (bachillerato) para comenzar estudios universitarios –

Hay que saber: La cuota de bachilleres alcanzó en Alemania entonces el cinco porcientos.  Durante la fase de la reconstrucción del pais la juventud era absorbida en su casi totalidad en profesiones compatibles con la actividad industrial.[2] Las universidades eran reservas de élites tradicionales. Y eso tenía que cambiar, para que Alemania no se quedara atrás en Europa.

Yo estuve presente, con escasa experiencia docente y nnguna en este tipo de labores. Era un experimento social y una aventura personal para mí. Programas aun no existían.
¿Cómo tratar a jóvenes salidos de actividades productivas y que eran casi de la misma edad que yo y algunos mayores?
Mi ventaja era, yo conocía el ambiente de donde ellos venían: trabajadores eran mis padres y abuelos, todos los familiares, que me habían enseñado cómo pensar, sentir y actuar. A pesar de eso, mi formación la debía al <Gymnasium> (no el gimnasio español) y a la Universidad de Frankfurt. Y aquí y ahora, se trataría de literatura, de textos filosóficos, de historia y lengua alemanas. ¿Cómo traducir mi saber a un ambiente tan distante de la tradición humanista y elitista alemana?
No se trataba de crear una élite de reserva desde abajo. Eso lo predicaron años después doctrinarios del 68, operando con términos como solidaridad y revolución, imponiendo mediocridad y ceguera ideológica  buscando seguidores. Hijos de papinazi equivocados de profesión y de tiempo. Los obreros no son clase, son individuos, frecuentemente objetivos de manipulación.
Pero yo, quien era afortunado, quise compartir mi suerte con los demás. Nada más.

Una luz tibia iluminaba el salón que sirvió de clase a través de las ventanas góticas del antiguo Monasterio Franciscano; luz,  filtrada por las ramas de inmensos árboles de arce. Macizas columnas dividían el espacio, dando impresión de un recinto de alquimista medieval. En este ambiente el mismo Fausto pudo hacer presencia. Pero fui yo, y esta fue nuestra primera sede. Y aquí comenzó todo, enseñé y aprendí, en compañía de gente, joven como yo.
Sin embargo, mantuvimos las distancias, yo de ellos y ellos de mí. Nada de tuteo. Nunca fuimos amigos, a pesar de nuestras frecuentes risotadas. Nuestro contradecir era estimulante, yo solía provocarlo; y discutíamos con gusto. El profesor era yo, pero aprendí con ellos y de ellos.
El trabajo no me dejó tiempo libre, me acompañó de día y de noche. Siempre estudié, preparé, corregí, repasé. La duda me acompañaba, si todo había hecho bien: ¿cómo comenzar? ¿qué escoger? ¿hasta dónde llegar? ¿cuándo dejarlo?
Nuestra libertad era completa, no existió ningun programa a cumplir, y quedó claro: no podíamos ni debíamos copiar el clásico bachillerato corriente; debíamos ser iguales pero no idénticos. El proyecto era, absorber experiencias del mundo del trabajo. Esa era la misión como docente, traducirlas a teorías vigentes, encontrar pasajes aptos en historia y literatura, buscar actualización. El reto diario.
¿Y qué aprendí yo?
Había que enseñar a gente que ya habían aprendido mucho en la vida. ¿Cómo deben aprender ellos? ¿Cómo tratarán lo aprendido? No lo harán como los jóvenes de quince a veinte años en las escuelas normales. Para ellos, información y comunicación no eran suficientes. Sólo son un primer paso, nada más. Los verbos alemanes <begreifen> , <verstehen> , <erfassen> sensualmente indican lo que significa este aprender; proviene del latín <apprehendere> y es agarrar algo con las manos, hacerlo suyo, tomar posesión de ello. Así crecen: creatividad, inovación, pensamiento crítico, el saber diferenciar y valorar. En un solo término: la autonomía de la persona, su madurez y libertad kantianas. No es cuestión de información, no se repara una carencia, es formar la persona, su humanidad y tolerancia. En consecuencia, no es un simple aumentar conocimientos, es el saber que se busca y el entender las cosas (Erkenntnis en alemán).[3] El  <Kollegiat> (este era su nombre oficial)  deberá saber mejor y no simplemente más.
Para lograr eso, se dará cuenta que el maestro está aprendiendo también, y que el aprender nunca termina. Juntos aprendemos,  es la profesión del maestro. No es nada fácil, es una tarea complicada, y no siempre da los resultados esperados. Hay horas, cuando eso funciona, pero otras hay que mejor se olvidan. Aburrido te vas a casa, diciéndote resignado: he fracasado. Y sucede que años después te enteras que no fue así, y aquel estudiante fastidioso se ha hecho profesor, periodista o abogado y sigue el oficio más complicado que hay, tratar a los hombres con respeto, con dedicación y con exigencia.
También existe el caso especial, el antiguo alumno se ha hecho amigo intelectual, en permanente desacuerdo contigo, y ahora es mentor del viejo maestro, superándole. Es un regalo.

Quien aprendió cómo se aprende, cómo se valora el material estudiado, quien supo manejarlo soberanamente, nada tiene que temer, nada le encuentra desprevenido. A todo desafío se enfrenta. Triunfará.
No sólo ganó nuevas oportunidades en la vida. Es una persona libre, y puede olvidar cómo comenzó todo.

friedrichmanfredpeter  enero de 2013 



[1] Tal vez al lector en español le suenan los nombres de Leitz, Leica, Buderus.
[2] La industria alemana de la época reclutó además mano de obra  europea y turca.
[3] La pedagogia moderna en un ritmo acelerado evoluciona en la dirección contraria, reemplazando calidad de saber por acumulación de conocimientos.  A mi juicio, eso es un colosal error. El Error del siglo. ¿Nos entregará a manos de  especialistas que todo lo saben y  nada entienden?

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