sábado, 30 de julio de 2011

-¡Alahu Akbar!- gritó...

En cada vida existen secretos que en algunos casos son desconocidos por la misma familia. Sin embargo son eventos claves para comprender el carácter y la actitud social de esa vida. De la vida de cada persona. Una experiencia traumática, por ejemplo, deja una huella imborrable en la mente sensible aquel hombre que la sufre ya no será nunca el mismo que antes fue.
Vivir la cercanía de la muerte es así y la persona pareciera ser transformada en otra. El apóstol San Pablo narra esa experiencia por lo que la llamamos “paulina”.


Barranquilla fue el escenario de la vida ejemplar y altruista de Albert A, y tal vez sería otra si A no hubiera pasado por un trauma como ese. Una experiencia paulina.
Era la primera luz del día, a la madrugada de un día de julio de 1938, cuando el destacamento de regulares moros sacó a este determinado puñado de prisioneros alemanes ( la Brigada Tählmann para apoyo a los republicanos) del patio de la finca donde estuvieron encerrados durante la noche. Ese grupo de sobrevivientes de aquella brigada de Internacionales había sido capturado después de un prolongado tiroteo en el que murieron muchos, alemanes y moros que jamás se habían visto antes tan cruento. Ambos lucharon por causas muy distintas: los moros de Franco por el pan, el botín y el saqueo; los alemanes – en su mayoría comunistas exilados de la Alemania nazi – por ideales políticos antifascistas. Ambos sabían poco de lo que realmente pasaba en España (si es que alguien lo sabía). Sin embargo sobre esa tierra vertieron su sangre. Mercenarios unos e idealistas descarrilados otros, dedicados todos a matar o morir sin odio y sin saber en el fondo, de qué se trataba.
Entraremos por la puerta grande (la de Brandemburgo), hundiremos la esvástica (la del enemigo nazi) en el Rín ” (Das Hakenkreuz versenken wir im Vater Rhein). Así cantaban antes de ser llevados al paredón para el fusilamiento. (Un resto de escombro en el lejano Aragón). Confusión total la de tal canción en cuanto a lugar, situación, actores y acción, porque por la puerta grande de Berlín desfilarían pronto otros alemanes, los de la Legión Cóndor, con el signo de triunfo, la bandera con la esvástica en alto.
Ahora, bajo la tenue luz de la madrugada, los brigadistas alemanes fueron arrastrados uno tras el otro a la muerte, y con el puño en alto algunos expresaron algo en alemán porque de español nada sabían; los moros tampoco entendieron una palabra cuando les pegaban el tiro de gracia para que mordieran el polvo de esa lejana tierra. Escena esa, bien documentada por el aragonés Goya, más de cien años antes: Diferentes guerras, idénticos desastres.
Así pasó, hasta que llegó el turno a Albert. Pues Albert A era turco. Había llegado a Hamburgo de niño con sus padres. Allí había estudiado una carrera universitaria de filosofía, alumno privilegiado del famoso Vorlaender. Se había hecho miembro del partido comunista cuando Hitler fue nombrado canciller y el paso al exilio como muchos otros alemanes fue consecuente. Cataluña le llamaba y el batallón Thaelmann le esperaba y elocuente, plurilingüe pronto fue el alma de la compañía.
Ahora, durante la noche – todos sabían que serán fusilados – repasaba las estaciones de su joven vida. ¿Quién soy?: ¿musulmán o cristiano? ¿oriental u occidental? ¿alemán o turco? Soy creyente, finalmente se decía. Un bicantino multiétnico con una patria: la lengua y la filosofía alemanas. Pero ahora, en el momento de la ejecución, le invadió una gran calma, extendió los brazos, abrió las manos en plegaria y gritó fuerte como lo recordaba de su primera infancia en Istambul:
–¡Alahu Akbar! –
Su voz retumbó entre la ruina de aquel cortijo aragonés. Y pasó algo inesperado: parece que un rayo pasó por los brazos de los ejecutores quienes ya habían levantado los fusiles… bajaron completamente los fusiles mauser y se miraron entre ellos:
-A este hombre, musulmán como ellos, no se le podía fusilar.

Alberto se había desmayado, y cuando despertó se encontró de nuevo en el patio del cortijo. De ahí lo transportaron a la capitanía. Y comenzó un largo paseo por numerosos campos de concentración y cárceles de la España victoriosa.
Yo conocí a Albert A en Barranquilla, Colombia. Hasta allí le había llevado la vida de emigrante después de la amnistía en España y su admisión como refugiado en Colombia. Albert A había dejado atrás esa fase de ideologización para dedicarse a luchar por las ideas. Porque es cierto, para él no había otra opción que elegir entre ideologías. Los jóvenes de entonces tenían , para definirse como persona, forjar como carácter un “homo políticus” en acción. Nadie se escapaba a esa ley colectiva en la Europa de aquel tiempo. Las generaciones posteriores no tienen noción de eso puesto que vivieron épocas sin calenturas políticas. Así, Albert A en Colombia como inmigrante inició su verdadera vida y cumplió una vocación:
Y la ciudad de Barranquilla lo considera ciudadano predilecto porque nombrar sus méritos llenaría varias páginas. Como profesor colaboré con él y me llamó amigo para contarme lo que acabo de relatar. Fue un privilegio y un honor. Y yo también digo en mi lenguaje: Dios es grande: -¡Alahu Akbar!-

manfredpeter
30 de julio de 2011

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