En
cada vida existen secretos que en algunos casos son desconocidos por
la misma familia. Sin embargo son eventos claves para comprender el
carácter y la actitud social de esa vida. De la vida de cada
persona. Una experiencia traumática, por ejemplo, deja una huella
imborrable en la mente sensible aquel hombre que la sufre ya no será
nunca el mismo que antes fue.
Vivir
la cercanía de la muerte es así y la persona pareciera ser
transformada en otra. El apóstol San Pablo narra esa experiencia por
lo que la llamamos “paulina”.
Barranquilla
fue el escenario de la vida ejemplar y altruista de Albert A, y tal
vez sería otra si A no hubiera pasado por un trauma como ese. Una
experiencia paulina.
Era
la primera luz del día, a la madrugada de un día de julio de 1938,
cuando el destacamento de regulares moros sacó a este determinado
puñado de prisioneros alemanes ( la Brigada Tählmann para apoyo a
los republicanos) del patio de la finca donde estuvieron encerrados
durante la noche. Ese grupo de sobrevivientes de aquella brigada de
Internacionales había sido capturado después de un prolongado
tiroteo en el que murieron muchos, alemanes y moros que jamás se
habían visto antes tan cruento. Ambos lucharon por causas muy
distintas: los moros de Franco por el pan, el botín y el saqueo; los
alemanes – en su mayoría comunistas exilados de la Alemania nazi –
por ideales políticos antifascistas. Ambos sabían poco de lo que
realmente pasaba en España (si es que alguien lo sabía). Sin
embargo sobre esa tierra vertieron su sangre. Mercenarios unos e
idealistas descarrilados otros, dedicados todos a matar o morir sin
odio y sin saber en el fondo, de qué se trataba.
“Entraremos
por la puerta grande
(la de Brandemburgo), hundiremos
la esvástica (la del
enemigo nazi) en el
Rín ” (Das Hakenkreuz versenken wir im Vater Rhein).
Así cantaban antes de ser llevados al paredón para el fusilamiento.
(Un resto de escombro en el lejano Aragón). Confusión
total la de tal canción en cuanto a lugar, situación, actores y
acción, porque por la puerta grande de Berlín desfilarían pronto
otros alemanes, los de la Legión Cóndor, con el signo de triunfo,
la bandera con la esvástica en alto.
Ahora,
bajo la tenue luz de la madrugada, los brigadistas alemanes fueron
arrastrados uno tras el otro a la muerte, y con el puño en alto
algunos expresaron algo en alemán porque de español nada sabían;
los moros tampoco entendieron una palabra cuando les pegaban el tiro
de gracia para que mordieran el polvo de esa lejana tierra. Escena
esa, bien documentada por el aragonés Goya, más de cien años
antes: Diferentes guerras, idénticos desastres.
Así
pasó, hasta que llegó el turno a Albert. Pues Albert A era turco.
Había llegado a Hamburgo de niño con sus padres. Allí había
estudiado una carrera universitaria de filosofía, alumno
privilegiado del famoso Vorlaender. Se había hecho miembro del
partido comunista cuando Hitler fue nombrado canciller y el paso al
exilio como muchos otros alemanes fue consecuente. Cataluña le
llamaba y el batallón Thaelmann le esperaba y elocuente, plurilingüe
pronto fue el alma de la compañía.
Ahora,
durante la noche – todos sabían que serán fusilados – repasaba
las estaciones de su joven vida. ¿Quién soy?: ¿musulmán o
cristiano? ¿oriental u occidental? ¿alemán o turco? Soy creyente,
finalmente se decía. Un bicantino multiétnico con una patria: la
lengua y la filosofía alemanas. Pero ahora, en el momento de la
ejecución, le invadió una gran calma, extendió los brazos, abrió
las manos en plegaria y gritó fuerte como lo recordaba de su primera
infancia en Istambul:
–¡Alahu
Akbar! –
Su
voz retumbó entre la ruina de aquel cortijo aragonés. Y pasó algo
inesperado: parece que un rayo pasó por los brazos de los ejecutores
quienes ya habían levantado los fusiles… bajaron completamente los
fusiles mauser y se miraron entre ellos:
-A
este hombre, musulmán como ellos, no se le podía fusilar.
Alberto
se había desmayado, y cuando despertó se encontró de nuevo en el
patio del cortijo. De ahí lo transportaron a la capitanía. Y
comenzó un largo paseo por numerosos campos de concentración y
cárceles de la España victoriosa.
Yo
conocí a Albert A en Barranquilla, Colombia. Hasta allí le había
llevado la vida de emigrante después de la amnistía en España y
su admisión como refugiado en Colombia. Albert A había dejado atrás
esa fase de ideologización para dedicarse a luchar por las ideas.
Porque es cierto, para él no había otra opción que elegir entre
ideologías. Los jóvenes de entonces tenían , para definirse como
persona, forjar como carácter un “homo políticus” en acción.
Nadie se escapaba a esa ley colectiva en la Europa de aquel tiempo.
Las generaciones posteriores no tienen noción de eso puesto que
vivieron épocas sin calenturas políticas. Así, Albert A en
Colombia como inmigrante inició su verdadera vida y cumplió una
vocación:
Y
la ciudad de Barranquilla lo considera ciudadano predilecto porque
nombrar sus méritos llenaría varias páginas. Como profesor
colaboré con él y me llamó amigo para contarme lo que acabo de
relatar. Fue un privilegio y un honor. Y yo también digo en mi
lenguaje: Dios es grande: -¡Alahu
Akbar!-
manfredpeter
30
de julio de 2011
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