miércoles, 3 de junio de 2009

Utopía – Ida y Vuelta

Primera escena

La calle es larga y se dirige directamente a la estación de tren, una sencilla parada sin cubierta. Y todas las mañanas, cuando aun es de noche, se llena de gente que van en busca del tren que los lleva a Frankfurt donde está su trabajo. Es una masa humana gris y uniforme con algunos puntos más claros de los vestidos de mujeres. Son los hombres que se van al trabajo, las mujeres casi todas se quedan. También ellas trabajan, porque las casas con sus huertas y sus animales, los cerdos, cabras, conejos y gallinas son los auténticos centros de la vida de los que ahora se van acompañados por el cante de innumerables gallos y los ladridos de perros.



Los hombres cuando vuelven de noche o de los turnos cambiantes, esperan la comida y las cocinas calientes, únicos lugares con calor en estas casas. Son casas de colores oscuros con parches caidos donde se asoman los ladrillos y están llenas de vida, casi revientan. Estamos en años de postguerra, el pueblo no ha sufrido bombardeo a pesar de la cercanía de Frankfurt que fue destruida  en sucesivas oleadas devastadoras por las bombas incendiarias,  incendios que habían iluminado el cielo nocturno como si fuera de día. Viejos habitantes y los nuevos,  fugitivos del Este, ahora se aprietan bajo los techos, pero el trabajo es su refugio principal; trabajo manual ante la montaña de unos escombros que nunca desaparacerán. Eso dicen los viejos. Y en verano, cuando los días son largos, el que  era trabajador industrial en Frankfurt, ahora es labrador de campo que con pico y pala acomete lo que mujer e hijos no han podido hacer de día. Todo se hace a mano y todo se transporta en arcaicas carretillas con ruedas que chillan y andan mal. Por esa calle ancha con el simple nombre “Hauptstrasse“ pasan a veces un coche o un camión y carros tirados por caballos que pertenecen a las pocas fincas del pueblo, dos son grandes y de noble ancestro, y que ocupan el centro situado sobre el diseño de un viejo castillo romano que vigilaba el Limes, la frontera de la civilización romana contra la barbarie, y que ha dado orígen histórico de ese pueblo. Los hombres que todos los días cogen el tren nada  saben de todo eso, ni tienen nada que ver con ello. Deben su presencia en el pueblo a la revolución industrial y sólo ceden el paso muy lentamente cuando se aproxima un coche o una carreta de caballos. Saben que son diferentes, hablan de otro modo, han traido el dialecto urbano a esta aldea tan cercana a la ciudad de sus fábricas, pero separada de ella tras siglos de incomunicación. Son ellos, los obreros que han roto ese cordón. Pero  los que poseen las tierras y nunca cogen el tren, nada saben de ellos ni se interesan.  Y con frecuencia se les ve asomados por la ventana, fumando en sus pipas largas y espiando con desconfianza lo que en las calles sucede. Y suceden cosas. La calle ancha es el lugar preferido donde juegan los niños. Son juegos rudos y cuando pasan carros cargados de remolachas se montan y roban lo que necesitan sus conejos y cerdos siempre hambrientos. Sin embargo, estas relaciones no siempre son tensas. Los campesinos contratan a los niños obreros para labores menores del campo, arrancar las hierbas malas, escardar los extensos campos de remolachas de azúcar, trabajos aburridos y feos, pagados con un pan con mermelada y con unos billetes viejos con la efigie del viejo Hindenburg que ya no valen nada. Sí, también a veces pasa un transporte militar americano que levanta una polvoreda enorme. Son ellos los dueños y siempre tienen prisa. Nunca van solos, no se fian de los alemanes, pero reparten chicles entre los niños curiosos que rápidamente han aprendido decir: “¿ Hef yu chuvingam?“ Pregunta inútil, porque todos los americanos permanentemente mastican. ¿Habrán ganado la guerra por eso?  Pero también hay eventos festivos. La calle ancha se presta para desfilar. Eso habían hecho los SA nazi con paso marcial, y que acompañados por tambores y flautas trataban de impresionar a los vecinos. Ahora desfilan otros, bueno eso  es lo que se dice; y sus uniformes son de fantasía, muchas plumas encima de sombreros y camisas rojas naturalmente, igual que las banderas. Sin embargo hay otros aires y melodías, y la gente aplaude, porque eso es lo suyo y hay risas y comentarios chistosos. Es un pueblo rojo, se dice ahora. Desde luego no todos se alegran, y eso lo saben hasta los niños. Ahí está Heinrich, el de la SS, todavía no ha vuelto, pero vive, prisionero de los americanos. Los padres de Heinrich son  muy religiosos luteranos. El hijo fue reclutado para los SS, aparentemente sin oponer resistencia, un muchacho alto, buen mozo, raza nórdica de los  pocos que hay en el pueblo. Pero se escondía en casa cuando vino de permiso. El uniforme negro asustaba a la gente. Y la madre llorando. Karl, el panadero de la esquina, no se alegra, al hijo soldado de 15 años, lo habían sacado del escondite de su casa. Fue una patrulla americana acompañada por delatadores alemanes con brazaletes rojos. Se lo llevaron y nunca más apareció.  Pero Ana si se alegra y mucho, recien casada había recibido la noticia que el novio había caido en Rusia el mismo día que regresó del permiso para casarse. Con una guadaña en mano recorrió ella la calle, mujerona valiente, gritando que iba a matar a todos los nazi. Nada pasó, porque todos callaron. Y Jean. Su hermano fue prófugo, no se presentó más al cuartel. Sabía que lo iban a fusilar y lo fusilaron. Pero Jean vive y pronto cumplirá 95 años. “Hemos sobrevivido“, dicen ahora todos, “de aquí en adelante sólo puede ocurrirnos algo mejor.“ ¡De utopías  más nada, hemos vuelto a la realidad!
Efectivamente se abrió un nuevo capítulo de la historia, la República Federal Alemana pronto será fundada y los vecinos de la calle ancha, Hauptstrasse, votarán en su gran mayoría por la Socialdemocracia Alemana lo que habrían hecho siempre si los dejaran y así seguirá. ¿O no?

Segunda escena

Sesenta aniversario de la República Federal y veinte de la reunificación, discursos solemnes en todos los medios de la información. ¿Qué nos cuenta la calle ancha, “Hauptstrasse“?
Innumerables veces durante estos años ha sido levantado su pavimento y cerrado otra vez.  El pavimento romano y los adoquines de basalto ya no se ven y un suave asfalto lo cubre todo y suaves pasan también los vehículos en medio de largas hileras de coches estacionados . ¿Es esto un parqueadero? Se pregunta el caminante. En cierta forma, sí, porque la estación ahora es una parada del metro urbano de Frankfurt y el pueblo ya no es pueblo sino un barrio de una extensa urbanización, donde se encuentran reunidos cinco antiguas aldeas y en medio hay una amplia zona industrial con centros comerciales. En Frankfurt ya no hay fábricas y más de doscientos bancos rodean al Banco Central Europeo. Lo que aquí pasa se puede observar a lo largo y ancho de toda Europa. El progreso ha sido fulminante e imparable. ¿Y la gente, la que dio vida a estas casas que ahora todas están bien pintadas y hasta decoradas con macetas de flores en los banquillos de las ventanas? Parece excambiado el personal que habita detrás de estas ventanas. Los que no se han muerto o se han mudado a residencias más cómodas se encuentran sentadas en butacas idóneas para la “tercera edad“, como cuenta el eufemismo actual y que antes siempre se llamaban como eran: “viejos“. Y precisamente delante de la casa de Heinrich, el ahora viejo jubilado SS que todavía lleva el tatuaje de su regimiento, se ve estacionado el coche del servicio ambulante de cuidados para ancianos, “Pflegedienst“.  Y Ana, la viuda desesperada, la de la guadaña, levanta la cortina y espia para ver si hay novedad en la calle. Pero ya no hay niños que tiran la pelota en su jardín y eso le quita la oportunidad para retener la pelota y soltarla solamente después de largas y dramáticas negociaciones. Sólo Jean, el viejo comunista, con noventaycinco primaveras se monta en su viejo coche y sale con brío y cruza la vía del metro, por un túnel nuevo debajo. El túnel este priva a los vecinos del espectáculo de los mortíferos accidentes de antaño: tren contra camión cargado de leche, tren contra carros de caballos, tren contra Harald en su coche deportivo y final del chulo destacado del barrio. Ya parece que niños no hay, ni gallos que cantan, ni obreros que van en busca de su trabajo entre las ruinas de Frankfurt. A cada veinte minutos para el metro y suben o bajan gente demasiado alimentada y cuando hablan no usan el dialecto local y es común oir otro idioma del amplio panorama de las lenguas del mundo. ¿Y qué hay de los desfiles? Pues, ¿Quién va desfilar y para qué? ¿Qué melodías se podrían tocar? Todas sonarían banales entre las hileras de coches parqueados. Las utopías se acabaron; ya no hay unas contra otras, no hay ningunas.  Los proyectos han aterrizado sobre un terreno cómodo y estrictamente coditiano. La nave espacial alemana ha encontrado su puerto, eso parece – para su propio bien y para el de sus vecinos. Lo que cuenta es el día de hoy y las vacaciones de mañana. Punto.
Comentario
Ahora cuando estamos en crisis, las profecías no faltan. Gesine Schwan, candidata a la presidencia de Alemania por los Socialdemócratas y  Verdes, es la voz más reciente. Nos encontramos ante una fase nueva de disturbios sociales y el socialismo encontrará nuevos adeptos, dice ella. ¿Pero de qué socialismo se trata? nos preguntamos.
El triste capítulo del experimento socialista alemán en la RDA se cerró hace veinte años y queda sepultado bajo el Muro de Berlín. Rescatar su memoria e idealizar sus prácticas es cuestión de nostálgicos que no quieren ver ni aprender su lección. La utopía de un socialismo más allá  de los hechos reales, es digno de la herencia cultural del idealismo alemán y de la tradición pietista luterana. El enamorado de la idea desprecia experiencias banales de la realidad y cultiva la memoria de un socialismo que tal como lo ve nunca ha existido. Su país Utopía venerado sólo posee deficiencias perdonables y temporales. La omnipresencia de StaSi, la policía política, la ausencia de libertad y el permanente espionaje y control de la vida privada de los ciudadanos se consideran cuestiones menores ante la supuesta igualdad social de todos. Los archivos secretos de StaSi contienen kilómetros de documentos almacenados sobre actividades antisocialistas de los ciudadanos. Para reunir eso han colaborado cientos de miles de espías. Nadie puede decir que no supo lo que pasaba. La opresión era omnipresente y transparente, el que quiso saber, sabía. Sin embargo, veinte años después de su desaparición, este saber parece estar entregado al olvido y hay políticos astutos que tratan de oponer a la crisis financiera de hoy los remedios fantasma de ayer. Y es peor, porque al sistema socialista se le atribuyen capacidad y competencia económicas que nunca poseyó. El pobre reparto de bienes era fruto de espantosa incompetencia económica y el derrumbe de este sistema era pura consecuencia de esta incapacidad inherente. Negar procesos del mercado es irracional y antidemocrático y sólo sirve a un objetivo: garantizar el poder monopolizado del partido único gobernante. Todo eso es más que sabido, pero entre miedos y angustia la verdad puede ceder el campo a las mentiras. La historia está repleta de tales ejemplos. ¿Pero quién, en su sano juicio, puede creer que en la calle ancha, ariba citada, se reunirán un día las masas para reclamar tal socialismo como solución de sus problemas?
Pero queda la Socialdemocracia alemana, la más vieja de las organizaciones obreras en el mundo. Su bandera sobrevivió el nazismo y su presencia causó respeto y silencio entre los vecinos de la calle ancha cuando en días festivos pasaba envuelta en las melodías conocidas. Respeto compartido por todos, también de los que no eran sus electores. A pesar de estar en el gobierno, la SPD está en crisis. La gente se le va y parece que confirma la tesis que Lord Dahrendorf (inglés por elección, alemán de nacimiento) había pronosticado en su libro sobre el mundo industrializado de los paises organizados en la OECD.  Mantuvo que las recetas socialdemocráticas contra las crisis no servían para resolver los problemas actuales, porque el mañana nunca será la continuación del ayer. Sería algo muy diferente. Y así dice:
„La mejor de las posibilidades de nuestro siglo (el siglo XX) ha sido social y democrática. Así, todos nos hemos transformado en socialdemocráticos porque hemos aceptado lo que el siglo socialdemócrata defiende: el crecimiento económico, la igualdad, trabajo, razonamiento, estado e internacionalismo. Pero estamos presenciando su fase final. Han sido socialdemócratas que defendieron lo que llamamos democracia con valentía. Pero,  su programa es  de ayer.“
Naturalmente los políticos alemanes de la SPD rechazan estas palabras del ilustre prófugo y antiguo compañero. Pero una mirada fría y neutral sobre la Europa actual, nos muestra claros indicios que Dahrendorf puede tener razón. Desde los paises nórdicos, pasando por Inglaterra, Francia e Italia vemos una misma tendencia, la pérdida de resonancia del programa socialdemocrático en la sociedad moderna. Y eso significa, o se moderniza el socialismo o se hundirá en un sectarismo marginal. El reto es, aceptar la disposición a la excelencia y a la competencia en la sociedad y no apoyar el abuso sistemático del bien común con el pretexto de la solidaridad. Y eso significa premiar entrega y esfuerzo como valor esencial de la democracia, consolidar la responsabilidad de los ciudadanos contra la tendencia de delegar los problemas a la mano todopoderosa del estado. Ya no es el trabajo sólo que crea plusvalía y progreso social, son el saber y la ética de la reponsabilidad.
¿Contracorriente?
Los estudiosos de la historia nos advierten sobre lo difícil o imposible que es predecir sucesos del futuro. El colapso del sistema realsocialista en 1989 no ha sido previsto, ejemplo clásico que ilustra lo difícil que es predecir lo que será mañana. Sin embargo, las profecías son útiles y obedecen a la necesidad que sentimos de corregir tendencias peligrosas. Así actuaban los profetas bíblicos.
En resumen, pienso que el dominio de lo políticamente correcto ejerce una función negativa sobre la sociedad. Está prohibido poner en duda la ideología progresista que trata de estatizarlo todo, delegando la responsabilidad individual cada vez más a manos administrativas. Y eso sucede casi en todas las áreas de la vida, tanto en la económica, social, política y hasta en lo más íntimo, en la vida religiosa y en conceptos de la moral. Es  tendencia general en el mundo moderno, pero Europa ocupa el liderazgo. El mensaje del programa político de la izquierda siempre fue, rescatar la libertad contra abusos de la autoridad. Ahora que la que se proclama izquierda es autoritaria, viéndose confirmada por el voto, nuestro deseo de  libertad se dirige contra esa izquierda dominante que promete libertad y progreso a todos. Es una situación bastante paradógica, la libre conciencia se encuentra en oposición al discurso oficial de la libertad que se apartó del concepto racional y ético, manifiesto en la cultura que queremos, y opta por el "quodlibet" - Haz lo que te apetezca - y por medio de instrumentos del estado impone su visión y nuevas reglas sociales. El efecto es devastador, asi lo describen comentaristas críticos con el progresismo vigente. Sin embargo, la historia de las rebeliones nos muestra que nada es definitivo y eso también es tradición europea.
Volvamos al ejemplo alemán donde la situación económica indica que hay un amanecer de contracorriente:
En la discusión anual presupuestaria de todas las instituciones políticas del país, el descontento es general con el imparable crecimiento del gasto público: La cuota estatal, la suma administrada por el estado del producto social bruto, ha alcanzado la terrorífica cifra de más de 50% de la totalidad del valor creado. Al mismo tiempo la deuda pública ha crecido a más de 1,5 billones de €, y aumenta sin parar. Al continuar así, la generación futura se encontrará ante la ruina. Ante ese funesto cuadro el analista Paul Kirchhof propone las siguientes medidas:
1.   Prohibir aumentar la deuda pública por encima de una cuota fija establecida en la Constitución.
2.   Prohibir regalos, premios, obsequios a individuos, gremios o grupos sociales.
3.   Limitar los presupuestos públicos y sólo gastar lo que se recauda por impuestos en la respectiva región para así impedir que unos despilfarren lo que otros han ahorrado.
4.   Obligar a los que piden subvenciones para proyectos estructurales que expongan quién las tiene que costaer y cómo.
5.   Simplificar radicalmente el sistema de contribuciones para que sea justo y transparente y deje de ser un instrumento de populismo político.
La primara opción ya ha sido decidida en el Bundestag, el parlamento alemán. Ese paso en el campo económico es una advertencia, que los días del progresismo sin límites pueden ser contados, por la más sencilla razón: son impagables.

Manfred Peter, 3 jun. 09

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